Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¡No vayas! -dijo Calabaza en voz baja; y su cara se arrugó como cera derretida-. Volveré a llegar tarde. Vayámonos y hagamos como que no la hemos oído.

Me hubiera gustado hacer lo que Calabaza proponía, pero la Abuela apareció en el umbral de su habitación, clavando sus ojos en mí desde el otro lado del vestíbulo. No me retuvo más de diez o quince minutos, pero para cuando volví, Calabaza tenía los ojos inundados de lágrimas. Cuando por fin emprendimos nuestro camino, empezó a andar tan rápido que yo apenas podía seguirla.

– Qué mala es esa vieja -dijo-. No dejes de poner la mano en un plato con sal después de darle el masaje en el cuello.

– ¿Y para qué?

– Mi madre solía decirme que el Mal se extiende por el mundo a través del tacto. Y sé que es verdad porque mi madre se rozó con un demonio que pasó a su lado en la calle una mañana, y por eso se murió. Si no purificas tus manos, te volverás una mojama arrugada como la Abuela.

Considerando que Calabaza y yo teníamos la misma edad y nos encontrábamos en las mismas extrañas circunstancias, estoy segura de que habríamos hablado frecuentemente si hubiéramos podido. Pero nuestras tareas nos mantenían tan ocupadas que apenas teníamos tiempo, ni siquiera para comer, lo que Calabaza hacía antes que yo porque era más antigua en la okiya. Yo sabía que Calabaza había llegado seis meses antes que yo, como ya he mencionado. Pero poco más sabía de ella. Así que le pregunté:

– ¿Eres de Kioto, Calabaza? Por el acento lo pareces.

– Nací en Sapporo. Pero mi mamá murió cuando yo tenía cinco años, y mi padre me envió aquí a vivir con unos tíos. El año pasado mi tío se arruinó, y aquí me tienes.

– ¿Y por qué no te escapas y vuelves a Sapporo?

– A mi padre le echaron un mal de ojo y murió el año pasado. No puedo escaparme. No tengo adonde ir.

– Cuando encuentre a mi hermana -le dije-, podrás venirte con nosotras. Nos escaparemos juntas.

Teniendo en cuenta lo mal que lo estaba pasando Calabaza en la escuela, esperaba que mi oferta la pusiera contenta. Pero no dijo nada. Habíamos llegado a la Avenida Shijo y la cruzamos en silencio. Ésta era la misma avenida que había estado tan llena de gente el día que el Señor Bekku nos había traído a Satsu y a mí de la estación. Pero aquel día, como era tan temprano, sólo se veía un tranvía a lo lejos y unos cuantos ciclistas aquí y allá. Cuando llegamos al otro lado, tomamos una calle estrecha, y entonces Calabaza se detuvo por primera vez desde que habíamos salido de la okiya.

– Mi tío era un buen hombre -dijo-. Lo último que le oí decir antes de separarnos fue: «Unas chicas son listas y otras son tontas. Tú eres una chica bonita, pero de las tontas. No podrás desenvolverte sola en el mundo. Te voy a enviar a un sitio donde te dirán lo que tienes que hacer. Haz lo que te dicen, y siempre cuidarán de ti». Así que si tú te quieres ir, Chiyo-chan, vete. Pero yo… yo he encontrado el sitio en el que voy a pasar mi vida. Trabajaré todo lo que pueda para que no me echen. Pero antes me tiro por un precipicio que perder la oportunidad de ser una geisha como Hatsumono -aquí Calabaza se interrumpió. Miraba algo detrás de mí, en el suelo-. ¡Oh, dios mío!, Chiyo-chan -dijo-, ¿no te entra hambre?

Me volví y me encontré ante el portal de otra okiya. En un estante, al otro lado de las puertas, había un altar shinto en miniatura con una ofrenda consistente en un pastel de arroz. Me pregunté si sería aquello lo que había visto Calabaza, pero tenía la vista fija en el suelo. Unos cuantos helechos y un poco de musgo bordeaban el caminito de guijarros que conducía a las puertas interiores, pero no se veía nada más. Entonces di con ello. Fuera de las puertas, al borde de la acera, había tirada una brocheta en la que quedaba un trocito de calamar asado a la brasa. Por la noche pasaban carritos vendiéndolas. El olor dulzón de la salsa con la que los rociaban solía ser un tormento cotidiano, pues la mayoría de las comidas de las chicas como nosotras no constaban más que de arroz con algún encurtido y un cuenco de sopa al día y unas pequeñas porciones de pescado seco dos veces al mes. Pero ni así podía encontrar apetitoso aquel trozo de pescado tirado en el suelo. Dos moscas lo exploraban, tan tranquilas como si hubieran salido a dar un paseo por el parque.

Calabaza tenía pinta de engordar rápidamente si se le daba la oportunidad. A veces oía cómo le sonaban las tripas de hambre, y hacían tanto ruido como una puerta enorme al abrirse. Sin embargo, no creía que estuviese realmente planeando comerse el trozo de calamar, hasta que la vi mirar hacia un lado y el otro de la calle para asegurarse de que no venía nadie.

– Calabaza, por lo que más quieras -le dije-, si tienes hambre, llévate el pastel de arroz del altar. Las moscas ya se han apoderado del calamar.

– Yo soy más grande que ellas -dijo-. Además, no estaría bien comerse el pastel de arroz. Es una ofrenda.

Dicho lo mal, se agachó para tomar la brocheta.

Es cierto que yo me crié en un lugar en el que los niños probaban a comerse todo lo que se moviera. Y he de admitir que en una ocasión, cuando tenía cuatro o cinco años, me comí un grillo, pero sólo porque alguien me hizo una broma. Pero ver a Calabaza con aquel trozo de calamar pinchado en un palito, rebozado con polvo de la calle y dos moscas pegadas… Lo sopló para espantarlas, pero las moscas se limitaron a moverse para mantener el equilibrio.

Calabaza, no puedes comerte eso -le dije-. Es como si te pusieras a limpiar los adoquines con la lengua.

– ¿Y qué les pasa a los adoquines? -dijo.

Y con ello -no lo habría creído si no lo hubiera visto- Calabaza se arrodilló, sacó la lengua y lamió el suelo lenta y minuciosamente. Me quedé con la boca abierta del susto. Cuando se puso en pie, parecía como si no se creyera lo que acababa de hacer. Pero se limpió la lengua con la palma de la mano, escupió unas cuantas veces y luego se puso entre los dientes el trozo de calamar y tiró para sacarlo de la brocheta.

Debía de ser un calamar bastante duro, porque Calabaza no dejó de masticarlo durante toda la cuesta que llevaba hasta el recinto de la escuela. Cuando entramos se me hizo un nudo en el estómago, porque el jardín me pareció inmenso. Arbustos de hoja perenne y pinos retorcidos rodeaban un estanque decorativo lleno de carpas. Atravesada en la parte más estrecha del estanque había una losa de mármol. Dos ancianas en kimono estaban en ella, con sus sombrillas lacadas abiertas para tapar el sol de madrugada. En cuanto a los edificios, de momento no entendí lo que veía, pero ahora sé que sólo una pequeña parte del recinto estaba dedicado a escuela. El gran edificio del fondo era en realidad el Teatro Kaburenjo, donde las geishas de Gion bailaban las Danzas de la Antigua Capital todas las primaveras.

Calabaza se apresuró a la entrada de una larga construcción de madera que yo tomé por las habitaciones de los criados, pero que resultó ser la escuela. En cuanto entré, percibí el peculiar olor a hojas de té tostadas que todavía hoy me encoge el estómago, como si volviera de nuevo a la escuela. Me quité los zapatos e intenté dejarlos en el primer casillero que vi vacío, pero Calabaza me detuvo; había una regla tácita sobre qué casillero debía usar cada cual. Calabaza estaba entre las chicas que llevaban menos tiempo en la escuela y tenía que trepar por los casilleros hasta arriba para dejar sus zapatos. Como aquella era mi primera mañana, yo todavía tenía menos antigüedad, así que tuve que utilizar el casillero de encima de ella.

– Ten mucho cuidado de no pisar los zapatos de las otras cuando trepes -me dijo Calabaza, aunque sólo había unos cuantos pares de zapatos-. Si los pisas y una de las chicas te ve, te regañarán hasta que te salgan ampollas en los oídos.

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