Rafael Marín - El Anillo En El Agua

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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Yo creía que era un pseudónimo, como Jomán Ales, Derek o Agustín Faubel, miembros del Colectivo o colaboradores desconocidos que habían publicado sus cositas con nombre falso y motivos variopintos, y hasta en el número tres, cuando rotulaba con mi mala letra de siempre el cliché de sus poemas, lo rebauticé «León» Hernández, creyendo que intentaba ser una síntesis poco afortunada de León Felipe y Miguel Hernández, pero no, se llamaba realmente así, Leonardo, aunque firmaba Leo, y hasta le molestó lo de León, supongo que por buenos motivos.

Leo Hernández trabajaba en una frutería y escribía poemitas que después Téllez le corregía para que fueran un poquito más presentables. Estaba entre Poquito y un personaje de Godspel, con los pelos rizados y dos chapetones en las mejillas, y una sonrisa perpetua sobre el jersey de rayas rojas, precursor de Wally o de Chanquete. Era un muchacho sencillo, el viento del pueblo de nuestra revista, menos intelectual que Juan José, menos frívolo que yo o Juanito Mateos, menos seguro de sí mismo que Fernando Santiago o Guillermo Montes.

Leo traía del brazo una guitarra y unas inmensas ganas de trabajar, un ansia por beberse la cultura y vomitarla alrededor, como un desafío humilde y proletario. No creo que hubiera terminado el bachillerato siquiera, pero no le hacía ninguna falta.

Leo cantaba versiones en andaluz de «La Gallina dijo no» y «La estaca», traducidas y adaptadas por Téllez, que seguía queriendo ser madre de artistas, y se decía en el anarquismo, de forma más visceral y folklórica que José Angel, siempre más frío y racional, más en Juan Ramón Jiménez. Leo cantaba también una curiosa balada de banderas de colores que obligaba a tararear a toda la concurrencia, aunque uno no acababa de comprender cómo se podía aceptar a la vez la bandera roja y la bandera negra (se era socialista o se era anarquista, ¿no?), ni por qué sumaba en el bando de los malos a la bandera azul que atribuía al fascismo con la bandera rosa, en la que venía a despreciar, sin mencionarlos pero fingiendo el acento, a los mariquitas que a lo mejor estaban aplaudiéndole desde la platea.

Bandera blanca no queremos, no.

Porque es el símbolo de la derrota.

La bandera blanca no queremos, no.

Bandera roja sí queremos, sí.

Porque es el símbolo del socialismo.

La bandera roja sí queremos, sí.

Banderas azules no queremos, no.

Porque son símbolo del fascismo.

Banderas azules no queremos, no.

Bandera negra sí queremos, sí.

Porque es el símbolo del anarquismo.

La bandera negra sí queremos, sí.

Bandera rosa no queremos, no.

Porque es el símbolo de cualquier cosa.

La bandera rosa no queremos, no.

Bandera verde sí queremos, sí.

Porque es el símbolo de Andalucía.

La bandera verde sí queremos, sí.

Menos mal que se quedaba pronto sin colores. No sé si la letra era también suya, o si la traía ya adaptada de algún sitio, pero la recuerdo de corearla y por eso la reproduzco. Venía a ser como «La Muralla», pero sin ponchos ni maracas.

Alguien le debió de dar un toque desde el gay power, porque las últimas veces que le escuché cantar esa canción Leo ya había borrado del repertorio la mención a la bandera rosa.

UN SALTO TECNOLÓGICO

El número dedicado al 27, por fin, decidimos editarlo en un sistema nuevo, no demasiado caro, revolucionario para la época: el offset, más calidad que la multicopista, más barato que las fotocopias, el vehículo ideal para reproducir dibujos si no teníamos dinero para pagarnos una imprenta.

Hubo un problema. Se nos acababa el año y en la copistería donde enviamos el material no nos aseguraban que el número estuviera en la calle antes de que nos tomáramos las uvas. Eso nos planteó una situación algo desagradable, porque lo que queríamos era que el número quedara como constancia palpable de que alguien, en todo el país, se había acordado del cincuentenario del 27 (Ana siempre fue una chica muy despierta), porque con tanto ajetreo político nadie más parecía haber caído en ese detalle. De nada nos valía que la revista estuviera terminada el tres de enero: la fecha se nos habría escapado ya de todas formas.

Recurrimos a una solución intermedia. Jaramago 4 no estaría en la calle hasta una semana después, pero el año no podía despedirse sin nuestro homenaje al 27, faltaba más. Téllez recurrió otra vez a la agenda, solicitamos el salón de actos del Meneíto (en las vacaciones de Navidad en el Instituto Columela no había un alma), y lo llenamos una vez más de público y estrellas, sin cobrar una peseta ni poder vender la revista allí mismo, y eso que la habríamos agotado en un abrir y cerrar de páginas.

No fue sólo un maratón de canciones, porque eso ya lo habíamos hecho hacía un par de meses y nosotros buscábamos ser originales a toda costa. Téllez llamó a actores, a poetas, y a cantautores y grupos por igual, y todos pusieron su granito de arena para conmemorar el acto, recitando no solamente poemas propios, sino obras de Lorca, de Rafael Alberti, de Dámaso Alonso o de Vicente Aleixandre, que acababa de ganar la lotería del Nobel hacía apenas unas semanas. Allí estaban Jesús Fernández Palacios, que recitó su respuesta a las Coplas de Juan Panadero, acompañado a ratos por Serafín, que les había puesto música; y José Ramón Ripoll, recitando con voz aguardentosa el primer poema que habíamos de escuchar dedicado a Manuel García y alguna tauromaquia donde ponía a bajar de un burro a Antonio Machín, por haberse muerto y haber sido cubano y no castrista; y la Teatral Cámara, que representó en un apagón total algún fragmento de la «Noche de Guerra en el Museo del Prado», iluminados por una vela que a pique estuvo de quemar el telón; y Fernando Quiñones, ladeado y quijotesco, quien para ser más original que nadie leyó cosas de Neruda, que también nos valía, y recitó con mucha gracia aquello de «Luis el Mula tenía, ¡ay Pedro Romero!» con lo que se metió en el bolsillo al público a la vez que se hacía propaganda (he escrito antes que Juan José Téllez era el mejor relaciones públicas de sí mismo que conozco; a Fernando también habría que darle ex-aequo el mismo galardón).

Entre el público, algo ausentes, Vicente Sosa y yo revisábamos el primer ejemplar recibido del Mètal Hurlant francés al que, a mi nombre, se había suscrito huyendo de las críticas despectivas de su padre. Ninguno de los dos sabía ni una palabra de francés (ya me escocía bastante la oportunidad perdida con Claudine), pero la ilusión por tener en las manos un tebeo en otro idioma resultaba más fuerte que la barrera del lenguaje. Era, como nos sucedería después con los comic-books americanos, saberse por unos meses adelantado al país, poseedor en exclusiva de unas historias que, cuando las leyéramos en nuestro castellano, nos causarían sólo desinterés y aburrimiento.

Eso fue un treinta de diciembre, catorce días después de Star Wars . Nuestro homenaje al 27 en su cincuentenario se cumplió por los pelos, pero ahí quedaba.

El número 4 nos lo pulimos una tarde en mi casa, en la cocina, trabajando a destajo y con tijeras y pegamento sobre planas de cartulina de tamaño gigante. Lo primero que hicimos fue deshacernos de la greca rococó y dejar el título de la revista desnudo, sin más flores. Nos ilusionaba la idea de probar un sistema de reproducción que nos iba a permitir ser prolíficos en ilustraciones que ya no tendrían que ser rayones marcados sobre un frágil cliché, y de todas partes sacamos fotos y dibujos que sirvieran de complemento ideal a los artículos y versos. Creo que nos pasamos un poco.

Con ese número cuatro, en cierto modo, la revista ya había dejado de ser nuestra. Muchas firmas ajenas se adueñaron de las páginas, dándole un sello que suponíamos de calidad, centrándose en el 27 pero incapaces en su mayoría de transmitir una imagen sensata de lo que querían expresar (a mí, al menos, casi todos me parecían un aburrimiento). El hecho de contar con firmas conocidas (Jesús Fernández Palacios, José Ramón Ripoll y Carlos Álvarez, que nos cedieron en exclusiva poemas inéditos) nos hizo sacrificar un poco aquella propuesta primera de dar a la luz la poesía de gente nueva por el tirón de unos nombres que a lo mejor tampoco iba a reconocer nadie.

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