– Y, ahora, como usted no puede conseguir esa información por sí mismo, desea que el medio sea yo.
– Pero no quiero abusar de usted, se lo prometo. Se trata de una simple propuesta, no tiene obligación alguna de aceptarla. Considérela tan sólo.
Le miré sin palabras. Parecía sincero y fiable pero, tal como había previsto Félix, probablemente no lo fuera. Todo era, al fin y al cabo, pura cuestión de intereses.
– De acuerdo, lo haré.
Intentó decir algo, un agradecimiento anticipado tal vez. No le dejé. -Pero quiero algo a cambio -añadí.
– ¿Qué? -preguntó extrañado. No esperaba que mi acción tuviera un precio.
– Averigüe dónde está la señora Fox.
– ¿Cómo?
– Usted sabrá; para eso es periodista.
No esperé su réplica: acto seguido le di la espalda y me alejé preguntándome cómo demonios podría acercarme al grupo germano sin resultar demasiado descarada.
La solución se me presentó con la polvera que Candelaria me había regalado unos minutos antes de salir de casa. La saqué del bolso y la abrí. Mientras caminaba, fingí contemplar en ella una fracción de mi rostro adelantando una visita a la toilette . Sólo que, concentrada en el espejo, erré ligeramente el rumbo y, en vez de abrirme paso entre los huecos despejados, fui a chocar, qué mala suerte, contra la espalda del cónsul alemán.
Mi colisión ocasionó el cese brusco de la charla que el grupo mantenía y la caída de la polvera al suelo.
– Lo lamento muchísimo, no sabe cuánto lo siento, iba tan distraída… -dije con la voz cargada de falso azoramiento.
Cuatro de los presentes hicieron amago inmediato de agacharse a recogerla, pero uno fue más rápido que los demás. El más delgado de todos, el del pelo casi blanco peinado hacia atrás. El único español. El que tenía ojos de gato.
– Creo que se ha roto el espejo -anunció al alzarse-. Mire.
Miré. Pero antes de fijar la vista en el espejo resquebrajado, intenté identificar rápidamente lo que él, además de la polvera, sostenía entre sus dedos delgadísimos.
– Sí, parece que se ha roto -musité pasando con delicadeza el índice sobre la superficie astillada que él aún mantenía entre sus manos. Mi uña recién pintada se reflejó en ella cien veces.
Teníamos los hombros juntos y las cabezas cercanas, volcadas ambas sobre el pequeño objeto. Percibí la piel clara de su rostro apenas a unos centímetros, sus rasgos delicados y las sienes encanecidas, las cejas más oscuras, el fino bigote.
– Cuidado, no vaya a cortarse -dijo en voz baja.
Me demoré unos segundos aún, comprobé que la pastilla de polvos estaba intacta, que la borla quedaba en su sitio. Y, de paso, volví a mirar lo que él seguía manteniendo entre los dedos, lo que apenas unos minutos antes se habían pasado de mano en mano entre ellos. Fotografías. Se trataba de unas cuantas fotografías. Sólo pude ver la primera de ellas: personas que no reconocí, individuos formando un grupo compacto de rostros y cuerpos anónimos.
– Sí, creo que será mejor cerrarla -dije por fin.
– Tenga entonces.
Acoplé las dos partes con un sonoro clic.
– Es una lástima; es una polvera muy hermosa. Casi tanto como su dueña -añadió.
Acepté el piropo con un mohín coqueto y la más espléndida de mis sonrisas.
– No es nada, no se preocupe, de verdad.
– Ha sido un placer, señorita -dijo tendiéndome la mano. Noté que apenas pesaba.
– Lo mismo digo, señor Serrano -repliqué con un pestañeo-. Les reitero mis disculpas por la interrupción. Buenas noches, señores -añadí barriendo al resto del grupo con la mirada. Todos llevaban una cruz gamada en el ojal de la solapa.
– Buenas noches -repitieron los alemanes a coro.
Redirigí el rumbo imponiendo a mis andares toda la gracia que pude. Cuando intuí que ya no podían verme, agarré una copa de vino de la bandeja de un camarero, me la bebí de un trago y la lancé vacía entre los rosales.
Maldije a Marcus Logan por embarcarme en aquella estúpida aventura y me maldije a mí misma por haber aceptado. Había estado mucho más cerca de Serrano Suñer que cualquiera de los demás invitados: tuve su rostro prácticamente pegado al mío, nuestros dedos se habían rozado, su voz sonó en mi oído con una cercanía que casi había rayado en la intimidad. Me había expuesto ante él como una frívola atolondrada, feliz de ser por unos momentos objeto de la atención de su insigne persona cuando, en realidad, no tenía el menor interés en conocerle. Y todo para nada; para comprobar tan sólo que lo que el grupo había contemplado con aparente interés era un puñado de fotografías en las que no logré distinguir a una sola persona conocida.
Arrastré mi irritación por el jardín hasta que llegué a la puerta del edificio principal de la Alta Comisaría. Necesitaba localizar un lavabo: usar el retrete, lavarme las manos, distanciarme de todo siquiera unos minutos y sosegarme antes de volver a encontrarme con el periodista. Seguí las indicaciones que alguien me dio: recorrí la entrada adornada con metopas y cuadros de oficiales de uniforme, giré a la derecha y avancé por un ancho corredor. Tercera puerta a la izquierda, me habían dicho. Antes de dar con ella, unas voces me alertaron sobre la situación de mi destino; apenas unos segundos después comprobé con mis propios ojos lo que pasaba. El suelo estaba encharcado, el agua parecía salir a borbotones de algún sitio del interior, de una cisterna reventada probablemente. Dos señoras protestaban airadas por el estropicio de sus zapatos y tres soldados se arrastraban por el suelo arrodillados, afanándose con trapos y toallas, intentando achicar unas aguas que no paraban de manar y que ya empezaban a invadir las baldosas del pasillo. Me quedé quieta ante la escena, llegaron refuerzos con brazadas de trapos, hasta sábanas me pareció que traían. Las invitadas se alejaron entre quejas y refunfuños, alguien se ofreció entonces a acompañarme a otro lavabo.
Seguí a un soldado a lo largo del corredor, en sentido inverso al camino de ida. Volvimos a atravesar el hall principal y nos adentramos en un nuevo pasillo, esta vez silencioso y con luz tenue. Giramos varias veces, a la izquierda primero, a la derecha después, de nuevo a la izquierda. Más o menos.
– ¿Quiere la señora que la espere? -preguntó cuando llegamos.
– No hace falta. Encontraré el camino sola, gracias.
No estaba muy segura de ello, pero la idea de tener un centinela aguardando se me antojó enormemente incómoda, así que, con la escolta despachada, completé mis necesidades, repasé mi atuendo, me retoqué el pelo y me dispuse a salir. Pero me faltó el ánimo, me fallaron las fuerzas para enfrentarme de nuevo a la realidad. Decidí entonces regalarme unos minutos, unos instantes de soledad. Abrí la ventana y por ella entró la noche de África con olor a jazmín. Me senté en el alféizar y contemplé la sombra de las palmeras, a mis oídos llegó el sonido lejano de las conversaciones en el jardín delantero. Me entretuve sin hacer nada, saboreando la quietud y dejando que las preocupaciones se disiparan. En alguna esquina remota de mi cerebro, sin embargo, noté al cabo de un rato una llamada. Toc, toc, hora de regresar. Suspiré, me levanté y cerré la ventana. Había que volver al mundo. A mezclarme con aquellas almas con las que tan poco tenía que ver, a la cercanía del extranjero que me había arrastrado a aquella absurda fiesta y me había pedido el más extravagante de los favores. Contemplé por última vez mi imagen en el espejo, apagué la luz y salí.
Avancé por el pasillo oscuro, recorrí un recodo, otro luego, creí andar orientada. Me di entonces de bruces con una puerta doble que no creía haber visto antes. La abrí y tras ella hallé una sala oscura y vacía. Me había equivocado, ciertamente, así que opté por corregir el rumbo. Nuevo pasillo, ahora a la izquierda creí recordar. Pero erré de nuevo y me adentré en una zona menos noble, sin frisos de madera abrillantada ni generales al óleo en las paredes; es probable que avanzara camino de alguna zona de servicio. Tranquila, me dije sin gran convencimiento. La escena de la noche de las pistolas envuelta en un jaique y perdida por las callejuelas de la medina aleteó de pronto sobre mí. Me deshice de ella, retorné la atención a lo inmediato y cambié el rumbo una vez más. Y de pronto me encontré de nuevo en el punto de partida, junto al aseo. Falsa alarma, pues: ya no estaba perdida. Rememoré el momento de la llegada acompañada por el soldado y me ubiqué. Todo claro, problema resuelto, pensé encaminándome a la salida. Efectivamente, todo volvió a resultarme familiar. Una vitrina con armas antiguas, fotografías enmarcadas, banderas colgantes. Todo lo había percibido minutos atrás, todo era ya reconocible. Incluso las voces que sonaron tras el recodo que me disponía a doblar: las mismas que había oído en el jardín en la ridícula escena de la polvera.
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