– ¡Dios mío, Candelaria, no me lo puedo creer! -dije desdoblando unas medias de seda-. ¿Cómo las ha conseguido, si me había dicho que no se encuentra un par desde hace meses?
– Cállate ya de una vez y abre éste ahora -dijo frenando mi agradecimiento y entregándome otro paquete.
Bajo el burdo papel del envoltorio encontré un hermoso objeto de concha brillante con un borde dorado.
– Es una polvera -aclaró con orgullo-. Para que te empolves la nariz bien empolvada, a ver si vas a ser tú menos que las señoronas importantes con las que te vas a codear.
– Es preciosa -susurré acariciando su superficie. La abrí entonces: en su interior contenía una pastilla de polvos compactos, un pequeño espejo y una borla blanca de algodón-. Muchas gracias, Candelaria. No tendría que haberse molestado, bastante ha hecho ya por mí…
No pude hablar más por dos razones: porque estaba a punto de echarme a llorar y porque en ese mismo instante, llamaron a la puerta. El timbrazo me hizo reaccionar, no había tiempo para sentimentalismos.
– Jamila, abre volando -ordené-. Félix, tráeme la combinación de encima de la cama; Candelaria, ayúdeme con las medias, a ver si con las prisas voy a hacerme una carrera. Remedios, coja usted los zapatos; Angelita, corra la cortina del pasillo. Vamos, al taller todos, que no se nos oiga.
Con la seda cruda me cosí finalmente un dos piezas de grandes solapas, con cintura ceñida y falda evasé. Ante la carencia de joyas, por todo complemento llevaba junto al hombro una flor de tela color tabaco, a juego con los zapatos con tacón de vértigo que me había forrado un zapatero de la morería. Remedios había logrado convertir mi melena en un elegante moño destensado que enmarcaba con gracia el espontáneo trabajo de Félix como maquillador. A pesar de su inexperiencia, el resultado fue espléndido: me llenó de alegría los ojos y de carnosidad los labios, arrancó luz de mi cara cansada.
Me vistieron entre todos, me calzaron, retocaron el peinado y el rouge . No tuve tiempo para mirarme siquiera en el espejo; apenas supe que estaba lista, salí al pasillo y lo recorrí apresurada sosteniéndome sobre las puntas de los zapatos. Al llegar a la entrada frené y, simulando un ritmo sosegado, entré al salón. Marcus Logan estaba de espaldas, contemplando la calle tras uno de los balcones. Se giró al oír mis pasos sobre las baldosas.
Habían pasado nueve días desde nuestro último encuentro y a lo largo de ellos debieron de ir quedando desmenuzados los despojos de los achaques con los que el periodista llegó. Me esperaba con la mano izquierda en el bolsillo de un traje oscuro, ya no había cabestrillo. En su rostro apenas quedaban ya más que unas cuantas señales de lo que tiempo atrás fueron heridas sangrantes, y su piel había absorbido el sol de Marruecos hasta adquirir un color tostado que contrastaba fuertemente con el blanco impoluto de la camisa. Se mantenía erguido sin aparente esfuerzo, los hombros firmes, la espalda recta. Sonrió al verme, no le costó trabajo aquella vez estirar los labios hacia ambos lados de la cara.
– El cuñadísimo no va a querer volver a Burgos después de verla esta noche -fue su saludo.
Intenté replicar con alguna frase igualmente ingeniosa, pero me distrajo una voz a mi espalda.
– Menudo bombón, nena -sentenció Félix con un ronco susurro desde su escondite en la entrada.
Disimulé la risa.
– ¿Nos vamos? -dije tan sólo.
Tampoco tuvo él opción a contestar: en el mismo momento en que iba a hacerlo, una presencia arrolladura invadió el espacio.
– Un momentillo, don Marcos -requirió la matutera alzando la mano como si pidiera audiencia-. Un consejito nada más quiero darle antes de que se vayan, si usted me lo permite.
Me miró Logan un tanto desconcertado.
– Es una amiga -aclaré.
– En ese caso, dígame lo que quiera.
Candelaria se acercó a él entonces y comenzó a hablarle mientras simulaba eliminar alguna pelusa inexistente de la pechera de la chaqueta del recién llegado.
– Ándese con ojo, plumilla, que esta criatura lleva ya muchas fatiguitas en la chepa. A ver si va a venir usted a camelársela con sus aires de forastero con parné, y al cabo me la va a hacer de sufrir, porque como se venga arriba y se le ocurra machacarla nada más que una miajita, aquí mi primo el bujarrón y yo hacemos un encarguito en un amén, y una noche de éstas igual le sacan una faca por cualquier calle de la morería y le dejan el lado bueno de la jeta como el pellejo de un guarrillo, marcadito para los restos, ¿le ha quedado claro, mi alma?
El periodista fue incapaz de replicar: afortunadamente, a pesar de su impecable español, apenas había logrado entender una palabra del amenazante discurso de mi socia.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó volviéndose a mí con gesto contuso.
– Nada importante. Vámonos, se nos está haciendo tarde.
A duras penas pude disimular mi orgullo mientras salíamos. No por mi aspecto; tampoco por el hombre atractivo que llevaba al lado ni por el insigne evento que nos esperaba esa noche, sino por el afecto sin fisuras de los amigos que dejaba detrás.
Las calles estaban engalanadas con banderas rojas y gualdas; había guirnaldas, carteles saludando al ilustre invitado y ensalzando la figura de su cuñado. Centenares de almas árabes y españolas se movían con prisa sin aparente rumbo fijo. Los balcones, adornados con los colores nacionales, estaban llenos de gente, las azoteas también. Los jóvenes aparecían encaramados en los sitios más inverosímiles -los postes, las rejas, las farolas- buscando el mejor puesto para presenciar lo que por allí iba a transcurrir; las muchachas andaban agarradas del brazo con los labios recién pintados. Los niños corrían en manadas, cruzando zigzagueantes en todas direcciones. Los chiquillos españoles iban repeinados y oliendo a colonia, con sus corbatitas ellos, con lazos de raso las niñas en las puntas de las trenzas; los moritos llevaban sus chilabas y sus tarbush, muchos andaban descalzos, otros no.
A medida que avanzábamos hacia la plaza de España, la masa de cuerpos se hizo más densa, las voces más altas. Hacía calor y la luz era aún intensa; comenzó a oírse una banda de música afinando los instrumentos. Habían instalado gradas de madera portátiles; hasta el último milímetro de espacio estaba ya ocupado. Marcus Logan necesitó mostrar varias veces su invitación para que pudieran abrirnos paso a través de las barreras de seguridad que separaban el gentío de las zonas por las que habrían de transitar las autoridades. Apenas hablamos durante el trayecto: el bullicio y los constantes quiebros para superar los obstáculos impidieron cualquier conversación. A veces tuve que agarrarme con fuerza a su brazo a fin de que la turba no nos separara; en otras ocasiones tuvo que ser él quien me sujetara por los hombros para que no me tragara el bullicio voraz. Tardamos en llegar, pero lo conseguimos. Un retortijón se me agarró a la boca del estómago al atravesar el portón enrejado que daba acceso a la Alta Comisaría, preferí no pensar.
Varios soldados árabes custodiaban la entrada, imponentes en su uniforme de gala, con grandes turbantes y las capas al viento. Atravesamos el jardín aderezado con banderas y estandartes, un ayudante nos dirigió hasta un abultado grupo de invitados que esperaba el comienzo del acto bajo los toldos blancos colocados para la ocasión. A su sombra aguardaban gorras de plato, guantes y perlas, corbatas, abanicos, camisas azules bajo chaquetas blancas con el escudo de Falange bordado en la pechera, y un buen puñado de modelos cosidos pespunte a pespunte por mis manos. Saludé con gestos discretos a varias clientas, fingí no notar algunas miradas y cuchicheos disimulados que recibimos desde varios flancos -quién es ella, quién es él, leí en el movimiento de algunos labios-. Reconocí más rostros: muchos de ellos tan sólo los había visto en las fotografías que Félix me mostró en los días anteriores; con algún otro, en cambio, me unía un contacto más personal. El comisario Vázquez, por ejemplo, que disimuló con maestría su incredulidad al encontrarme en aquel escenario.
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