– Vaya, qué grata sorpresa -dijo mientras se desprendía de un grupo y se acercaba a nosotros.
– Buenas tardes, don Claudio. -Me esforcé por sonar natural, no sé si lo logré-. Me alegro de verle.
– ¿Seguro? -preguntó con un gesto irónico.
No pude responder porque, ante mi estupor, acto seguido saludó a mi acompañante.
– Buenas tardes, señor Logan. Le veo ya muy aclimatado a la vida local.
– El comisario me requirió en su oficina nada más llegar a Tetuán -me aclaró el periodista mientras se estrechaban la mano-. Formalidades de extranjería.
– De momento, no es sospechoso de nada, pero infórmeme si ve en él algo raro -bromeó el comisario-. Y usted, Logan, cuídeme a la señorita Quiroga, que ha pasado un año muy duro trabajando sin parar.
Dejamos al comisario y continuamos avanzando. El periodista se mostró en todo momento relajado y atento, y yo me esforcé para que no apreciara la sensación de pez fuera del agua en la que me mantenía. Tampoco él conocía a casi nadie, pero eso no parecía incomodarle en absoluto: se desenvolvía con aplomo, con una seguridad envidiable que probablemente fuera fruto de su oficio. Rescatando las enseñanzas de Félix, le indiqué con disimulo quiénes eran algunos de los invitados: aquel señor de oscuro es José Ignacio Toledano, un judío rico director de la banca Hassan; la señora tan elegante del tocado de plumas que fuma con boquilla es la duquesa de Guisa, una noble francesa que vive en Larache; el hombre corpulento al que le están rellenando la copa es Mariano Bertuchi, el pintor. Todo transcurrió según el protocolo previsto. Llegaron más invitados, después lo hicieron las autoridades civiles españolas y a continuación las militares; las marroquíes después con sus ropajes exóticos. Desde la frescura del jardín oímos el clamor de la calle, los gritos, los vítores y aplausos. Ya ha llegado, ya está aquí, se oyó decir repetidamente. Pero el homenajeado aún tardó en hacerse ver: antes dedicó un rato a la masa, a dejarse aclamar como un torero o una de las artistas americanas que tanto fascinaban a mi vecino.
Y, al fin, apareció el esperado, el deseado, el cuñado del Caudillo, arriba España. Enfundado en un terno negro, serio, envarado, delgadísimo y tremendamente guapo con su pelo casi blanco peinado hacia atrás; impasible el ademán, como decía el himno de Falange, con aquellos ojos de gato listo y los treinta y siete años algo avejentados que entonces portaba.
Yo debía de ser una de las pocas personas que no sentían la menor curiosidad por verle de cerca o estrechar su mano y, aun así, no dejé de mirar en su dirección. No era Serrano, sin embargo, quien me interesaba, sino alguien que estaba muy cerca de él y a quien yo aún no conocía en persona: Juan Luis Beigbeder. El amante de mi clienta y amiga resultó ser un hombre alto, delgado sin exceso, rondando los cincuenta. Llevaba un uniforme de gala con un ancho fajín ceñido a la cintura, gorra de plato y un bastón ligero, una especie de fusta. Tenía la nariz delgada y prominente: debajo, un bigote oscuro; sobre ella, gafas de montura redonda, dos círculos perfectos tras los cuales se vislumbraban un par de ojos inteligentes que seguían todo lo que a su alrededor acontecía. Me pareció un hombre peculiar, quizá un tanto pintoresco. A pesar de su atuendo, no tenía en absoluto una prestancia marcial: lejos de ello, había en su actitud algo un poco teatral que, sin embargo, no parecía fingido: sus gestos eran refinados y opulentos a un tiempo, su risa expansiva, la voz rápida y sonora. Se movía de un sitio a otro sin parar, saludaba con efusión repartiendo abrazos, palmadas en la espalda y prolongados choques de manos; sonreía y hablaba con unos y otros, moros, cristianos, hebreos, y vuelta a empezar. Tal vez en sus ratos libres sacara a pasear al romántico intelectual que según Rosalinda llevaba dentro pero, en aquel momento, lo único que desplegó ante la audiencia fueron unas dotes inmensas para las relaciones públicas.
Parecía tener amarrado a Serrano Suñer con una cuerda invisible; a veces permitía que se alejara un tanto, le daba una cierta libertad de movimientos para que saludara y departiera por su cuenta, para que se dejara adular. Al minuto, sin embargo, recogía el carrete y lo arrastraba de nuevo a su cercanía: le explicaba algo, le presentaba a alguien, le echaba el brazo sobre los hombros, volcaba una frase en su oído, soltaba una carcajada y volvía a dejarle ir.
Busqué a Rosalinda repetidamente, pero no la encontré. Ni al lado de su querido Juan Luis, ni lejos de él.
– ¿Ha visto por algún sitio a la señora Fox? -pregunté a Logan cuando terminó de cruzar unas palabras en inglés con alguien de Tánger que me presentó y cuyo nombre y cargo olvidé al instante.
– No, no la he visto -replicó simplemente mientras concentraba la atención en el grupo que en ese momento se estaba formando alrededor de Serrano-. ¿Sabe quiénes son? -dijo señalándolos con un discreto movimiento de barbilla.
– Los alemanes -respondí.
Allí estaban la exigente Frau Langenheim embutida en el formidable traje de shantung violeta que yo le había cosido; Frau Heinz, que había sido mi primera clienta, vestida de blanco y negro como un arlequín; la señora de Bernhardt, que tenía acento argentino y aquella vez no estrenaba atuendo, y alguna más a la que no conocía. Todas acompañadas de sus esposos, todos agasajando al cuñadísimo mientras él se deshacía en sonrisas en medio del grupo compacto de germanos. Aquella vez, sin embargo, Beigbeder no interrumpió la charla y le dejó mantenerse en escena por sí mismo un tiempo prolongado.
La noche fue cayendo, se encendieron luces como de verbena. El ambiente seguía animado sin estridencias, la música suave y Rosalinda ausente. El grupo de alemanes se mantenía férreo en torno al invitado de honor, pero en algún momento las señoras se desgajaron de su lado y quedaron sólo cinco hombres extranjeros y el dignatario español. Parecían concentrados en la conversación y se pasaban algo de mano en mano juntando las cabezas, señalando con el dedo, comentando. Advertí que mi acompañante no dejaba de mirar hacia ellos disimuladamente.
– Parece que le interesan los alemanes.
– Me fascinan -dijo irónico-. Pero estoy atado de pies y manos.
Le repliqué alzando las cejas con gesto interrogatorio, sin entender qué quería decir. No me lo aclaró, sino que desvió el rumbo de la conversación hacia terrenos que, aparentemente, nada tenían que ver.
– ¿Sería mucho descaro por mi parte pedirle un favor?
Lanzó la pregunta de forma casual, como cuando unos minutos antes me había preguntado si me apetecía un cigarrillo o una copa de cup de frutas.
– Depende -repliqué simulando también una despreocupación que no sentía. A pesar de que la noche estaba resultando moderadamente relajada, yo seguía sin encontrarme a gusto, incapaz de disfrutar de aquella fiesta ajena. Me preocupaba, además, la ausencia de Rosalinda; era muy extraño que no se hubiera dejado ver en ningún momento. Lo único que me faltaba era que el periodista me pidiera un nuevo favor incómodo: bastante había hecho ya accediendo a asistir a aquel acto.
– Se trata de algo muy simple -aclaró-. Tengo curiosidad por saber qué están mostrando los alemanes a Serrano, qué miran todos con tanta atención.
– ¿Curiosidad personal o profesional?
– Ambas. Pero no puedo acercarme: ya sabe que los ingleses no les somos gratos.
– ¿Me está proponiendo que me aproxime yo a echar un vistazo? -pregunté incrédula.
– Sin que se note mucho, a ser posible.
Estuve a punto de soltar una carcajada.
– No está hablando en serio, ¿verdad?
– Absolutamente. En eso consiste mi trabajo: busco información y medios para obtenerla.
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