La llegada de la comida interrumpió unos instantes el intercambio de concesiones y requerimientos. Lenguados para las señoras, pollo con guarnición para el señor, anunciaron. Comentamos brevemente las viandas, la frescura del pescado de la costa mediterránea, la exquisitez de las verduras de la vega del Martín. Tan pronto como los camareros se retiraron, la conversación prosiguió por el lugar exacto en donde había quedado apenas unos minutos atrás.
– ¿Alguna condición más? -inquirió el periodista antes de llevarse el tenedor a la boca.
– Sí, aunque yo no lo llamaría exactamente una condición. Se trata más bien de algo que nos conviene igualmente a usted y a nosotros.
– Será fácil de aceptar, entonces -dijo tras tragar el primer bocado.
– Eso espero -confirmó Rosalinda-. Verá, Logan: usted y yo nos movemos en dos mundos muy distintos, pero somos compatriotas y los dos sabemos que, en términos generales, el bando nacional tiene sus simpatías volcadas en los alemanes e italianos, y no sienten el menor afecto por los ingleses.
– Así es, ciertamente -corroboró él.
– Bien, por ese motivo, quiero proponerle que usted se haga pasar por amigo mío. Sin perder su identidad de periodista, por supuesto, pero un periodista afín a mí y, por extensión, al alto comisario. De esta manera, creemos que será recibido con un resquemor algo más moderado.
– ¿Por parte de quién?
– De todos: autoridades locales españolas y musulmanas, cuerpo consular extranjero, prensa… En ninguno de estos colectivos cuento con fervorosos admiradores, todo hay que decirlo pero, al menos formalmente, me guardan un cierto respeto por mi cercanía al alto comisario. Si logramos introducirlo como amigo mío, tal vez podamos conseguir que ese respeto lo hagan extensivo a usted.
– ¿Qué opina al respecto el coronel Beigbeder?
– Está absolutamente de acuerdo.
– No hay más que hablar entonces. No me parece una mala idea y, como usted dice, puede que sea positivo para todos. ¿Alguna condición más?
– Ninguna por nuestra parte -dijo Rosalinda alzando su copa a modo de pequeño brindis.
– Perfecto. Todo aclarado entonces. Bien, creo que ahora me corresponde a mí ponerlas a ustedes al tanto del asunto para el que me han requerido.
El estómago me dio un vuelco: había llegado la hora. La comida y el vino parecían haber aportado a Marcus Logan una dosis moderada de vigor, se le veía bastante más entonado. Aunque había mantenido la negociación con fría serenidad, se percibía en él una actitud positiva y una evidente voluntad de no importunar a Rosalinda y Beigbeder más allá de lo necesario. Supuse que tal vez ese temple tenía algo que ver con su profesión, pero me faltó criterio para confirmarlo; al fin y al cabo, aquél era el primer periodista que conocía en mi vida.
– Quiero que sepan antes de nada que mi contacto ya está sobre aviso y cuenta con el traslado de su madre para cuando movilicen el siguiente operativo de evacuación desde Madrid hasta la costa.
Tuve que agarrarme con fuerza al borde de la mesa para no levantarme y abrazarle. Me contuve, sin embargo: el comedor del hotel Nacional estaba ya lleno de comensales y nuestra mesa, gracias a Rosalinda, era el principal foco de atracción de la noche. Sólo habría faltado que una reacción impulsiva me hubiera llevado a abrazar con euforia salvaje a aquel extranjero para que todas las miradas y cuchicheos se hubieran volcado sobre nosotros de inmediato. Así las cosas, frené el entusiasmo e insinué mi alborozo tan sólo con una sonrisa y un leve gracias.
– Tendrá que facilitarme algunos datos; después los cablegrafiaré a mi agencia en Londres; desde allí se pondrán en contacto con Christopher Lance, que es quien está al mando de toda la operación.
– ¿Quién es? -quiso saber Rosalinda.
– Un ingeniero inglés; un veterano de la Gran Guerra que lleva ya unos cuantos años instalado en Madrid. Hasta antes del alzamiento trabajaba para una empresa española con participación británica, la compañía de ingeniería civil Ginés Navarro e Hijos, con oficinas centrales en el paseo del Prado y sucursales en Valencia y Alicante. Ha participado con ellos en la construcción de carreteras y puentes, en un gran embalse en Soria, una planta hidroeléctrica cerca de Granada y un mástil para zepelines en Sevilla. Cuando estalló la guerra, los Navarro desaparecieron, no se sabe si por voluntad propia o a la fuerza. Los trabajadores formaron un comité y se hicieron cargo de la empresa. Lance pudo haberse marchado entonces, pero no lo hizo.
– ¿Por qué? -preguntamos al unísono las dos.
El periodista se encogió de hombros mientras bebía un largo trago de vino.
– Es bueno para el dolor -dijo a modo de disculpa mientras alzaba la copa como para mostrarnos sus efectos medicinales-. En realidad -continuó-, no sé por qué Lance no regresó a Inglaterra, nunca he conseguido obtener de él una razón que realmente justifique lo que hizo. Antes de empezar la guerra los ingleses residentes en Madrid, como casi todos los extranjeros, no tomaban partido por la política española y contemplaban la situación con indiferencia, incluso con cierta ironía. Tenían conocimiento, por supuesto, de la tensión existente entre las derechas y los partidos de izquierda, pero lo veían como una muestra más del tipismo del país, como parte del folclore nacional. Los toros, la siesta, el ajo, el aceite y el odio entre hermanos, todo muy pintoresco, muy español. Hasta que aquello reventó. Y entonces vieron que la cosa iba en serio y empezaron a correr para salir de Madrid lo antes posible. Con unas cuantas excepciones, como fue el caso de Lance, que optó por enviar a su mujer a casa y quedarse en España.
– Un poco insensato, ¿no? -aventuré.
– Probablemente esté un poco loco, sí -dijo medio en broma-. Pero es un buen tipo y sabe lo que se trae entre manos; no es ningún aventurero temerario ni un oportunista de los que en estos tiempos florecen por todas partes.
– ¿Qué es lo que hace exactamente? -inquirió entonces Rosalinda.
– Presta ayuda a quien la necesita. Saca de Madrid a quien puede, los lleva hasta algún puerto del Mediterráneo y allí los embarca en buques británicos de todo tipo: lo mismo le sirve un barco de guerra que un paquebote o un carguero de limones.
– ¿Cobra algo? -quise saber.
– No. Nada. Él no gana nada. Hay quien sí saca rendimiento con estos asuntos; él no.
Iba a explicarnos algo más, pero en ese momento se acercó a nuestra mesa un joven militar con breeches, botas brillantes y la gorra bajo el brazo. Saludó marcial con rostro concentrado y tendió un sobre a Rosalinda. Extrajo ella una cuartilla doblada, la leyó y sonrió.
– I'm truly very sorry, pero van a tener que perdonarme -dijo introduciendo sus cosas precipitadamente en el bolso. La pitillera, los guantes, la nota-. Ha surgido algo anesperado; inesperado, perdón -añadió. Se acercó a mi oído-. Juan Luis ha vuelto de Sevilla antes de tiempo -susurró impetuosa.
A pesar de su tímpano reventado, probablemente el periodista también la oyó.
– Sigan hablando, ya me contarán -añadió en voz alta-. Sira, darling, te veré pronto. Y usted, Logan, esté preparado para mañana. Un coche le recogerá aquí a la una. Comerá en mi casa con el alto comisario y dispondrá después de toda la tarde para seguir con su entrevista.
El joven militar y el descaro de múltiples miradas acompañaron a Rosalinda a la salida. En cuanto despareció de nuestra vista, urgí a Logan para que continuara con sus explicaciones en el mismo punto en el que las había dejado.
– Si Lance no obtiene beneficios y no le mueven cuestiones políticas, ¿por qué actúa entonces de esa manera?
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