Nos reconoció al instante; tan sólo necesitó barrer la estancia con la mirada y comprobar que éramos las dos únicas mujeres jóvenes sentadas solas: una rubia con evidente aspecto de extranjera y una morena puro producto español. Nos preparamos para recibirle sin levantarnos, con las hachas de guerra escondidas a la espalda por si había que defenderse del más incómodo de los invitados. Pero no hizo falta sacarlas porque el Marcus Logan que apareció aquella temprana noche africana podría haber despertado en nosotras cualquier sensación excepto la de temor. Era alto y parecía estar a caballo entre los treinta y los cuarenta. Traía el pelo castaño algo despeinado y, al acercarse cojeando apoyado en un bastón de bambú, comprobamos que tenía el lado izquierdo de la cara lleno de restos de heridas y magulladuras. Aunque su presencia dejaba intuir al hombre que debió de ser antes del percance que a punto estuvo de acabar con su vida por el flanco izquierdo, en aquellos momentos era poco más que un cuerpo doliente que, apenas terminó de saludarnos con toda la cortesía que su lamentable estado le permitió desplegar, se desplomó en un sillón intentando sin éxito disimular sus molestias y el cansancio que se acumulaba en su cuerpo castigado por el largo viaje.
– Mrs Fox and Miss Quiroga, I suppose -fueron sus primeras palabras.
– Yes, we are, indeed -dijo Rosalinda en la lengua de los dos-. Nice meeting you, Mr Logan. And now, if you don't mind, I think we should proceed in Spanish; I'm afraid my friend won't be able to join us otherwise.
– Por supuesto, disculpe -dijo dirigiéndose a mí en un excelente español.
No tenía aspecto de ser un extorsionador sin escrúpulos, sino tan sólo un profesional que se buscaba la vida como buenamente podía y atrapaba al vuelo las oportunidades que se le cruzaban en el camino. Como Rosalinda, como yo. Como todos en aquellos tiempos. Antes de entrar de lleno en el asunto que le había llevado hasta Marruecos y reclamar de Rosalinda la confirmación de lo que ella le había prometido, prefirió presentarnos sus credenciales. Trabajaba para una agencia de noticias británica, estaba acreditado para cubrir la guerra española por ambos bandos y, aunque ubicado en la capital, pasaba los días en constante movimiento. Hasta que ocurrió lo inesperado. Lo ingresaron en Madrid, lo operaron de urgencia y, en cuanto pudieron, lo evacuaron a Londres. Había pasado varias semanas ingresado en el Royal London Hospital, soportando dolores y curas; encamado, inmovilizado, anhelando poder regresar a la vida activa.
Cuando le llegaron noticias de que alguien relacionado con el alto comisario de España en Marruecos necesitaba una información que él podría facilitarle, vio el cielo abierto. Era consciente de que no estaba en condiciones físicas de volver a sus constantes idas y venidas por la Península, pero una visita al Protectorado podría ofrecerle la posibilidad de proseguir con su convalecencia retomando parcialmente el brío profesional. Antes de obtener autorización para viajar, tuvo que pelear con los médicos, con sus superiores y con todo aquel que se acercó por su cama intentando convencerle para que no se moviera, lo cual, sumado a su estado, le había puesto al borde del disparadero. Pidió entonces disculpas a Rosalinda por su brusquedad en la conversación telefónica, dobló y desdobló la pierna varias veces con gesto de dolor y se centró finalmente en cuestiones más inmediatas.
– Llevo sin comer nada desde esta mañana, ¿les importaría que las invitara a cenar y charlásemos entretanto?
Aceptamos; de hecho, yo estaba dispuesta a aceptar lo que fuera por hablar con él. Habría sido capaz de comer en una letrina o de hozar en el barro entre cochinos; habría masticado cucarachas y bebido matarratas para ayudar a tragarlas: cualquier cosa con tal de obtener la información que tantos días llevaba esperando. Llamó Logan con soltura a un camarero árabe de los que por el patio trajinaban sirviendo y recogiendo, pidió una mesa para el restaurante del hotel.
Un momento, señor, por favor. Salió el camarero en busca de alguien y apenas siete segundos después se nos acercó como una bala el maître español, untuoso y reverencial. Ahora mismo, ahora mismo, por favor, acompáñenme las señoras, acompáñenme el señor. Ni un minuto de espera para la señora Fox y sus amigos, faltaría más.
Nos cedió Logan el paso al comedor mientras el maître señalaba una ostentosa mesa central, un ruedo vistoso para que nadie se quedara aquella noche sin contemplar de cerca a la querida inglesa de Beigbeder. El periodista la rechazó con educación y señaló otra más aislada al Fondo. Todas estaban impecablemente preparadas con manteles impolutos, copas de agua y vino, y servilletas blancas dobladas sobre los platos de porcelana. Aún era temprano, no obstante, y apenas había una docena de personas repartidas por la sala.
Elegimos el menú y nos sirvieron un jerez para entretener la espera. Rosalinda asumió entonces en cierta manera el papel de anfitriona y fue quien arrancó la conversación. El encuentro previo en el patio había sido algo meramente protocolario, pero contribuyó a relajar la tensión. El periodista se había presentado y nos había detallado las causas de su estado; nosotras, a cambio, nos tranquilizamos al ver que no se trataba de un individuo amenazante y comentamos con él algunas trivialidades sobre la vida en el Marruecos español. Los tres sabíamos, sin embargo, que aquello no era una simple reunión de cortesía para hacer nuevos amigos, charlar sobre enfermedades o dibujar estampas pintorescas del norte de África. Lo que nos había llevado a encontrarnos aquella noche era una negociación pura y dura en la que había dos partes implicadas: dos flancos que en su momento habían dejado claramente expuestas sus demandas y sus condiciones. Había llegado la hora de mostrarlas sobre la mesa y comprobar hasta dónde podía llegar cada cual.
– Quiero que sepa que todo lo que me pidió el otro día por teléfono está solucionado -adelantó Rosalinda en cuanto el camarero se alejó con la comanda.
– Perfecto -replicó el periodista.
– Tendrá su entrevista con el alto comisario, en privado y tan extensa como estime conveniente. Se le entregará además un permiso de residencia temporal en la zona del Protectorado español -continuó Rosalinda- y se extenderán a su nombre invitaciones a todos los actos oficiales de las próximas semanas; alguno de ellos, le adelanto, será de gran relevancia.
Levantó él entonces la ceja del lado entero de la cara con gesto interrogativo.
– Esperamos en breve la visita de don Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco; imagino que sabe de quién hablo.
– Sí, claro -corroboró.
– Viene a Marruecos a conmemorar el aniversario del alzamiento, pasará aquí tres días. Se están organizando diversos actos para recibirle; ayer precisamente llegó Dionisio Ridruejo, el director general de Propaganda. Ha venido a coordinar los preparativos con el secretario de la Alta Comisaría. Contamos con que usted asista a todos los eventos de carácter oficial en los que haya representación civil.
– Se lo agradezco enormemente. Y, por favor, haga extensible mi gratitud al alto comisario.
– Será un placer tenerle entre nosotros -respondió Rosalinda con un gracioso gesto de perfecta anfitriona que anticipó el desenvaine de un estoque-. Espero que comprenda que también tenemos algunas condiciones.
– Por supuesto -dijo Logan tras un trago de jerez.
– Toda la información que desee enviar al exterior deberá ser antes supervisada por la oficina de prensa de la Alta Comisaría.
– No hay problema.
Los camareros se acercaron en ese momento con los platos y me invadió una grata sensación de alivio. A pesar de la elegancia con la que ambos mantenían el pulso de la negociación, a lo largo de toda la charla entre Rosalinda y el recién llegado no había podido evitar sentirme un tanto incómoda, fuera de sitio, como si me hubiera colado en una fiesta a la que nadie me había invitado. Hablaban de cuestiones que me eran del todo ajenas, de asuntos que tal vez no entrañaran graves secretos oficiales pero que, desde luego, quedaban muy alejados de lo que se suponía que una simple modista debería oír. Me repetí a mí misma varias veces que yo no estaba fuera de lugar, que aquél era también mi sitio porque la razón que había provocado esa cena era la evacuación de mi propia madre. Aun así, me costó convencerme.
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