– ¿Cuándo?
– Right now. Inmediatamente. Así que ahora mismo te vas a vestir y nos vamos a ir a Tánger a verle. Estuve allí hace un par de días, me dijo que volviera hoy. Imagino que habrá tenido tiempo para averiguar algo más.
Intenté darle las gracias por sus esfuerzos entre toses y estornudos, pero ella restó importancia al asunto y me urgió para que me arreglara. El viaje fue un suspiro. Carretera, secarrales, pinadas, cabras. Mujeres de faldón rayado con sus babuchas camineras, cargadas bajo los grandes sombreros de paja. Ovejas, chumberas, más secarrales, niños descalzos que sonreían a nuestro paso y levantaban la mano diciendo adiós, amiga, adiós. Polvo, más polvo, campo amarillo a un lado, campo amarillo al otro, control de pasaportes, más carretera, más chumberas, más palmitos y cañaverales y en apenas una hora habíamos llegado. Volvimos a aparcar en la plaza de Francia, volvieron a recibirnos las amplias avenidas y los edificios magníficos de la zona moderna de la ciudad. En uno de ellos nos esperaba el Bank of London and South America, curiosa aleación de intereses financieros, casi tanto como la extraña pareja que formábamos Rosalinda Fox y yo.
– Sira, te presento a Leo Martin. Leo, ésta es mi amiga Miss Quiroga.
Leo Martin bien podría haberse llamado Leoncio Martínez de haber nacido un par de kilómetros más allá de donde lo hizo. De estampa bajita y morena, sin afeitado ni corbata habría podido pasar por un afanoso labriego español. Pero su rostro resplandecía limpio de cualquier sombra de barba y sobre la barriga reposaba una sobria corbata rayada. Y no era español ni campesino, sino un auténtico súbdito de la Gran Bretaña: un gibraltareño capaz de expresarse en inglés y andaluz con idéntica desenvoltura. Nos saludó con su mano velluda, nos ofreció asiento. Dio orden de no ser interrumpido a la vieja urraca que tenía por secretaria y, como si fuéramos las clientas más rumbosas de la entidad, se dispuso a exponernos con todo su empeño lo que había logrado averiguar. Yo no había abierto una cuenta bancaria en mi vida y probablemente Rosalinda tampoco tuviera ni una libra ahorrada de la pensión que su marido le enviaba cuando el viento soplaba de su lado, pero los rumores sobre los devaneos amorosos de mi amiga debían de haber llegado ya a los oídos de aquel hombre pequeño de curiosas habilidades lingüísticas. Y, en aquellos tiempos revueltos, el director de un banco internacional no podía dejar pasar por delante la oportunidad de hacer un favor a la amante de quien más mandaba entre los vecinos.
– Bien, señoras, creo que tengo noticias. He conseguido hablar con Eric Gordon, un viejo conocido que trabajaba en nuestra sucursal en Madrid hasta poco después del alzamiento; ahora está ya reubicado en Londres. Me ha dicho que conoce personalmente a una persona que vive en Madrid y está implicada en este tipo de actividades, un ciudadano británico que trabajaba para una empresa española. La mala noticia es que no sabe cómo contactar con él, le ha perdido la pista en los últimos meses. La buena es que me ha facilitado los datos de alguien que sí está al tanto de sus andanzas porque ha residido en la capital hasta hace poco. Se trata de un periodista que ha regresado a Inglaterra porque tuvo algún problema, creo que resultó herido: no me ha dado detalles. Bien, en él tenemos una posible vía de solución: esta persona podría estar dispuesta a facilitarles el contacto con el hombre que se dedica a evacuar refugiados. Pero antes quiere algo.
– ¿Qué? -preguntamos Rosalinda y yo al unísono.
– Hablar personalmente con usted, Mrs Fox -dijo dirigiéndose a la inglesa-. Cuanto antes mejor. Espero que no lo considere una indiscreción pero, en fin, dadas las circunstancias, he creído conveniente ponerle en antecedentes sobre quién es la persona interesada en obtener de él esa información.
Rosalinda no replicó; sólo le miró atentamente con las cejas arqueadas, esperando que continuara hablando. Carraspeó incómodo, con toda probabilidad había anticipado una respuesta más entusiasta ante su gestión.
– Ya saben cómo son estos periodistas, ¿no? Como aves carroñeras, siempre esperando conseguir algo.
Rosalinda se tomó unos segundos antes de responder.
– No son los únicos, Leo, querido, no son los únicos -dijo con un tono remotamente agrio-. En fin, póngame con él, vamos a ver qué quiere.
Cambié de postura en el sillón intentando disimular mi nerviosismo y volví a sonarme la nariz. Entretanto, el director británico con cuerpo de botijo y acento de banderillero dio orden a la telefonista para que le pusiera la conferencia. Esperamos un rato largo, nos trajeron café, retornó el buen humor a Rosalinda y el alivio a Martin. Hasta que por fin llegó el momento de la conversación con el periodista. Duró apenas tres minutos y de ella no entendí una palabra porque hablaron en inglés. Sí advertí, en cambio, el tono serio y cortante de mi clienta.
– Listo -dijo ella tan sólo a su término. Nos despedimos del director, le agradecimos su interés y volvimos a pasar por el intenso escrutinio de la secretaria con cara de grulla.
– ¿Qué quería? -pregunté ansiosa nada más salir de la oficina.
– A bit of blackmail. No sé cómo se dice en español. Cuando alguien dice que hará algo por ti sólo si tú haces algo a cambio.
– Chantaje -aclaré.
– Chantaje -repitió con pésima pronunciación. Demasiados sonidos contundentes en una misma palabra.
– ¿Qué tipo de chantaje?
– Una entrevista personal con Juan Luis y unas semanas de acceso preferente a la vida oficial de Tetuán. A cambio, se compromete a ponernos en contacto con la persona que necesitamos en Madrid.
Tragué saliva antes de formular mi pregunta. Temía que me dijera que por encima de su cadáver iba alguien a imponer una miserable extorsión al más alto dignatario del Protectorado español en Marruecos. Y, menos aún, un periodista oportunista y desconocido, a cambio de hacer un favor a una simple modista.
– ¿Y qué le has dicho tú? -me atreví por fin a preguntar.
Se encogió de hombros con un gesto de resignación.
– Que me mande un cable con la fecha prevista para su desembarco en Tánger.
Marcus Logan llegó arrastrando una pierna, casi sordo de un oído y con un brazo en cabestrillo. Todos sus desperfectos coincidían en el mismo lado del cuerpo, el izquierdo, el que quedó más cercano al estallido del cañonazo que le tumbó y a punto estuvo de matarle mientras cubría para su agencia los ataques de la artillería nacional en Madrid. Rosalinda lo arregló todo para que un coche oficial lo recogiera en el puerto de Tánger y lo trasladara directamente hasta el hotel Nacional de Tetuán.
Los aguardé sentada en uno de los sillones de mimbre del patio interior, entre maceteros y azulejos con arabescos. Por las paredes cubiertas de celosías trepaban las enredaderas y del techo colgaban grandes faroles morunos; el runrún de las conversaciones ajenas y el borboteo del agua de una pequeña fuente acompañaron mi espera.
Rosalinda llegó cuando el último sol de la tarde atravesaba la montera de cristal; el periodista, diez minutos después. A lo largo de los días previos había amasado en mi mente la imagen de un hombre impulsivo y brusco, alguien con el carácter agrio y los redaños suficientes como para intentar intimidar a quien se le pusiera por delante con tal de alcanzar sus intereses. Pero erré, como casi siempre se yerra cuando construimos preconcepciones a partir del frágil sustento de una simple acción o unas cuantas palabras. Erré y lo supe apenas el periodista chantajista cruzó el arco de acceso al patio con el nudo de la corbata flojo y traje de lino claro lleno de arrugas.
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