– Bueno, querida, y ¿cómo te van a ti las cosas en Tetuán? La verdad es que fue una sorpresa tremenda para todos conocer tu marcha inesperada. Todo fue tan, tan precipitado…
Una pequeña carcajada cuajada de cinismo precedió la respuesta de Rosalinda.
– Oh, mi vida en Tetuán es maravillosa. Tengo una casa de ensueño y unos amigos fantásticos, como my dear Sira, que tiene el mejor atelier de haute couture de todo el norte de África.
Me miraron con curiosidad y yo les repliqué con un golpe de melena y una sonrisa más falsa que Judas.
– Bueno, tal vez podamos acercarnos algún día y visitarla. Nos encanta la moda y lo cierto es que ya estamos un poquito aburridas de las modistas de Tánger, ¿verdad, Mildred?
La más joven asintió efusiva y recogió el testigo de la conversación.
– Nos encantaría ir a verte a Tetuán, Rosalinda querida, pero todo ese asunto de la frontera está tan pesado desde el principio de la guerra española…
– Aunque, quizá tú, con tus contactos, pudieras conseguirnos unos salvoconductos; así podríamos visitaros a ambas. Y tal vez tendríamos también oportunidad de conocer a alguien más entre tus nuevos amigos…
Las rubias se sucedían rítmicas en el avance hacia su objetivo; el barman Dean seguía impasible tras la barra, dispuesto a no perderse un segundo de aquella escena. Rosalinda, entretanto, mantenía en su rostro una sonrisa congelada. Continuaron hablando, quitándose una a otra la palabra.
– Eso sería genial: tout le monde en Tánger, querida, se muere por conocer a tus nuevas amistades.
– Bueno, por qué no decirlo con confianza, para eso estamos entre auténticas amigas, ¿no? En realidad nos morimos por conocer a una de tus amistades en particular. Nos han dicho que se trata de alguien muy, muy especial.
– Tal vez alguna noche puedas invitarnos a una de las recepciones que él ofrece, así podrás presentarle a tus viejos amigos de Tánger. Nos encantaría asistir, ¿verdad, Olivia?
– Sería formidable. Estamos tan aburridas de ver siempre las mismas caras que alternar con los representantes del nuevo régimen español sería para nosotras algo fascinante.
– Sí, sería tan, tan fantástico… Además, la empresa que representa mi marido tiene unos nuevos productos que pueden resultar muy interesantes para el ejército nacional; tal vez con un empujoncito tuyo consiguiera introducirlos en el Marruecos español.
– Y mi pobre Arnold está ya un poco cansado de su puesto actual en el Bank of British West África; tal vez en Tetuán, entre tu círculo, pudiera encontrar algo más a su medida…
La sonrisa de Rosalinda se fue poco a poco desvaneciendo y ni siquiera se molestó en intentar ponérsela de nuevo. Simplemente, cuando estimó que ya había oído suficientes tonterías, decidió ignorar a las dos rubias y se dirigió a mí y al barman alternativamente.
– Sira, darling, ¿nos vamos a comer al Roma Park? Dean, please, be a love y apunta nuestros aperitivos en mi cuenta.
Movió él la cabeza negativamente.
– Invita la casa.
– ¿A nosotras también? -preguntó súbita Olivia. O tal vez era Mildred.
Antes de que el barman pudiera responder, Rosalinda lo hizo por él. -A vosotras no.
– ¿Por qué? -preguntó Mildred con gesto de asombro. O tal vez era Olivia.
– Porque sois unas bitches. ¿Cómo se dice en español, Sira, darling?
– Un par de zorras -dije sin un atisbo de duda.
– That's it. Un par de zorras.
Abandonamos el bar del El Minzah conscientes de las múltiples miradas que nos seguían: aun para una sociedad cosmopolita y tolerante como la de Tánger, los amoríos públicos de una joven inglesa casada y un militar rebelde, maduro y poderoso eran un suculento bocado para poner un toque de aliño a la hora del aperitivo.
– Supongo que mi relación con Juan Luis debió de resultar algo sorprendente para muchas personas, pero para mí es como si lo nuestro hubiera estado escrito en las estrellas desde el principio de los tiempos.
Entre aquellos a los que la pareja resultaba del todo inaudita estaba, desde luego, yo. Se me hacía enormemente difícil imaginar a la mujer que tenía enfrente, con su simpatía radiante, sus aires mundanos y sus toneladas de frivolidad, manteniendo una relación sentimental sólida con un sobrio militar de alto grado que, además, le doblaba la edad. Comíamos pescado y bebíamos vino blanco en la terraza mientras el aire del mar cercano hacía aletear los toldos de rayas azules y blancas sobre nuestras cabezas, trayendo olor a salitre y evocaciones tristes que yo me esforzaba por espantar centrando mi atención en la conversación de Rosalinda. Parecía como si tuviera unas enormes ganas de hablar de su relación con el alto comisario, de compartir con alguien una versión de los hechos completa y personal, alejada de las murmuraciones tergiversadas que sabía que corrían de boca en boca por Tánger y Tetuán. Pero ¿por qué conmigo, con alguien a quien apenas conocía? A pesar de mi camuflaje de modista chic, nuestros orígenes no podían ser más dispares. Y nuestro presente, tampoco. Ella provenía de un mundo cosmopolita acomodado y ocioso; yo no era más que una trabajadora, hija de una humilde madre soltera y criada en un barrio castizo de Madrid. Ella vivía un romance apasionado con un mando destacado del ejército que había provocado la guerra que asolaba a mi país; yo, entretanto, trabajaba noche y día para salir sola adelante. Pero, a pesar de todo, ella había decidido confiar en mí. Quizá porque pensó que aquélla podría ser una manera de pagarme el favor del Delphos. Quizá porque estimó que, al ser yo una mujer independiente y de su misma edad, podría comprenderla mejor. O quizá, simplemente, porque se sentía sola y tenía una necesidad imperiosa de desahogarse con alguien. Y ese alguien, en aquel mediodía de verano y en aquella ciudad de la costa africana, resulté ser yo.
– Antes de su muerte en aquel trágico accidente, Sanjurjo me había insistido en que, una vez instalada en Tánger, fuera a ver a su amigo Juan Luis Beigbeder a Tetuán; no paraba de referirse a nuestro encuentro en el Adlon de Berlín y a lo mucho que se alegraría él de verme again. Yo también, to tell you the truth, tenía interés en volver a encontrarme con él: me había parecido un hombre fascinante, tan interesante, tan educado, tan, tan, tan caballero español. Así que, cuando ya llevaba unos meses asentada, decidí que había llegado el momento de acercarme a la capital del Protectorado a saludarle. Para entonces, las cosas habían cambiado, obviously: él ya no estaba en su cometido administrativo de Asuntos Indígenas, sino que ocupaba el puesto más alto de la Alta Comisaría. Y hasta allí me encaminé en mi Austin 7. My God! Cómo olvidar aquel día. Llegué a Tetuán y lo primero que hice fue ir a ver al cónsul inglés, Monk-Mason, le conoces, ¿verdad? Yo le llamo old monkey , viejo mono; es un hombre tan, tan aburrido, poor thing.
Aproveché que me estaba llevando en aquel momento la copa de vino a la boca para hacer un gesto impreciso. No conocía al tal Monk-Mason, tan sólo había oído alguna vez hablar de él a mis clientas, pero me negué a reconocerlo ante Rosalinda.
– Cuando le dije que tenía intención de visitar a Beigbeder, el cónsul quedó tremendamente impactado. Como sabrás, a diferencia de los alemanes y los italianos, His majesty's government, nuestro gobierno, no tiene prácticamente contacto alguno con las autoridades españolas del bando nacional porque sólo sigue reconociendo como legítimo al régimen republicano, así que Monk-Mason pensó que mi visita a Juan Luis podría resultar muy conveniente para los intereses británicos. So, antes del mediodía me dirigí a la Alta Comisaría en mi propio automóvil y acompañada tan sólo por Joker , mi perro. Mostré en la entrada la carta de presentación que Sanjurjo me había entregado antes de morir y alguien me condujo hasta el secretario personal de Juan Luis atravesando pasillos llenos de militares y escupideras, how very disgusting, ¡qué asco! Inmediatamente Jiménez Mouro, su secretario, me llevó a su despacho. Teniendo en cuenta la guerra y su posición, imaginaba que encontraría al nuevo alto comisario vestido con un imponente uniforme lleno de medallas y condecoraciones, pero no, no, no, todo lo contrario: al igual que aquella noche en Berlín, Juan Luis llevaba un simple traje oscuro de calle que le confería el aspecto de cualquier cosa excepto de un militar rebelde. Le alegró enormemente mi visita: se mostró encantador, charlamos y me invitó a comer, pero yo ya había aceptado la invitación previa de Monk-Mason, así que quedamos para el día siguiente.
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