– So, en octubre del año pasado embarqué en Liverpool en un barco cafetero con destino a las West Indies y escala en Tánger. Y allí me quedé, tal como ya había previsto. El desembarco fue absolutely crazy, una locura total, porque el puerto de Tánger es tan, tan awful, tan espantoso; lo conoces, ¿verdad?
Esta vez sí asentí con conocimiento de causa. Cómo iba a haber olvidado mi llegada a él junto a Ramiro más de un año atrás. Sus luces, sus barcos, la playa, las casas blancas descendiendo desde el monte verde hasta llegar al mar. Las sirenas y aquel olor a sal y brea. Volví a concentrarme en Rosalinda y sus aventuras viajeras: aún no era momento para empezar a abrir el saco de la melancolía.
– Imagina, yo llevaba a Johnny, mi hijo, y a Joker , mi cocker spaniel, y además, el coche y dieciséis baúles con mis cosas: ropa, alfombras, porcelana, mis libros de Kipling y Evelyn Waugh, álbumes con fotografías, los palos de golf y my HMV, you know, un gramófono portátil con todos mis discos: Paul Whiteman y su orquesta, Bing Crosby, Louis Armstrong… Y, por supuesto, conmigo traía también un buen montón de cartas de presentación. Eso fue una de las cosas más importantes que mi padre me enseñó cuando era just a girl, tan sólo una niña, aparte de montar a caballo y jugar al bridge, of course. Nunca viajes sin cartas de presentación, decía siempre, poor daddy, murió hace unos años de un heart attack, ¿cómo se dice en español? -preguntó llevándose una mano al lado izquierdo de su pecho.
– ¿Un ataque al corazón?
– That's it, un ataque al corazón. Así que hice amigos ingleses en seguida gracias a mis cartas: viejos funcionarios retirados de las colonias, oficiales del ejército, gente del cuerpo diplomático, you know, los de siempre once again. Bastante aburridos en su mayoría, to tell you the truth, aunque gracias a ellos conocí a alguna otra gente encantadora. Alquilé una preciosa casita junto a la Dutch Legation, busqué una sirvienta y me instalé durante unos meses.
Pequeñas construcciones blancas y dispersas empezaron a salpicar el camino anticipando la inminencia de nuestra llegada a Tánger. Aumentó también el número de gente andando por el borde de la carretera, grupos de mujeres musulmanas cargadas de fardos, niños corriendo con las piernas al aire bajo las cortas chilabas, hombres cubiertos con capuchas y turbantes, animales, más animales, burros con cántaros de agua, un flaco rebaño de ovejas, de vez en cuando unas cuantas gallinas que corrían alborotadas. La ciudad, poco a poco, fue tomando forma y Rosalinda condujo diestramente hacia el centro, girando en las esquinas a toda velocidad mientras seguía describiendo aquella casa tangerina que tanto le gustaba y de la que no hacía mucho que se fue. Yo, entretanto, empecé a reconocer lugares familiares y a hacer esfuerzos por no recordar con quién los transité en un tiempo que creí feliz. Aparcó por fin en la plaza de Francia con un frenazo que hizo a decenas de transeúntes volver la vista hacia nosotras. Ajena a todos ellos, se quitó el pañuelo de la cabeza y se retocó el rouge en el retrovisor.
– Me muero por tomar un morning cocktail en el bar del El Minzah. Pero antes debo resolver un pequeño asunto. ¿Me acompañas?
– ¿Adónde?
– Al Bank of London and South America. A ver si el odioso de mi marido me ha enviado la pensión de una maldita vez.
Me despojé yo también del pañuelo a la vez que me preguntaba cuándo dejaría aquella mujer de dar quiebros a mis suposiciones. No sólo resultó ser una madre amorosa cuando yo la intuía una joven alocada. No sólo me pedía ropa prestada para ir a recepciones con nazis expatriados cuando yo le imaginaba un guardarropa de lujo cosido por grandes modistas internacionales; no sólo tenía por amante a un poderoso militar que le doblaba la edad cuando yo la había previsto enamorada de un galán frívolo y extranjero. Todo aquello no era bastante para tumbar mis conjeturas, qué va. Ahora también resultaba que en su vida existía un marido ausente pero vivo, el cual no parecía demostrar excesivo entusiasmo por seguir proporcionándole sustento.
– Creo que no puedo ir contigo, yo también tengo cosas que hacer -dije en respuesta a su invitación-. Pero podemos quedar más tarde.
– All right. -Consultó el reloj-. ¿A la una?
Acepté. Aún no eran las once, tendría tiempo de sobra para lo mío. Suerte tal vez no, pero tiempo al menos sí tenía.
El bar del hotel El Minzah permanecía exactamente igual que un año atrás. Grupos animados de hombres y mujeres europeos vestidos con estilo llenaban las mesas y la barra bebiendo whisky, jerez y cócteles, formando grupos en los que la conversación saltaba de una lengua a otra como quien cambia un pañuelo de mano. En el centro de la estancia, un pianista amenizaba el ambiente con su música melodiosa. Nadie parecía tener prisa, todo seguía aparentemente igual que en el verano del 36 con la única excepción de que en la barra ya no me esperaba ningún hombre hablando en español con el barman, sino una mujer inglesa que charlaba con él en inglés mientras sostenía una copa en una mano.
– Sira, dear! -dijo llamando mi atención en cuanto percibió mi presencia-. ¿Un pink gin? -preguntó alzando su cóctel.
Lo mismo me daba tomar ginebra con angostura que tres tragos de aguarrás, así que acepté forzando una falsa sonrisa.
– ¿Conoces a Dean? Es un viejo amigo. Dean, te presento a Sira Quiroga, my dressmaker, mi modista.
Miré al barman y reconocí su cuerpo enjuto y el rostro cetrino en el que encajaba un par de ojos de mirada oscura y enigmática. Recordé cómo hablaba con unos y con otros en los tiempos en que Ramiro y yo frecuentábamos su bar, cómo todo el mundo parecía recurrir a él cuando necesitaba un contacto, una referencia o una porción de información escurridiza. Noté sus ojos repasándome, ubicándome en el pasado a la vez que sopesaba mis cambios y me asociaba con la presencia evaporada de Ramiro. Habló él antes que yo.
– Creo que usted ya ha estado por aquí antes, hace un tiempo, ¿no?
– Tiempo atrás, sí -dije simplemente.
– Sí, creo que ya lo recuerdo. Cuántas cosas han pasado desde entonces, ¿verdad? Ahora hay muchos más españoles por aquí; cuando usted nos visitaba no eran tantos.
Sí, habían pasado muchas cosas. A Tánger habían llegado miles de españoles huyendo de la guerra, y Ramiro y yo nos habíamos marchado cada uno por su lado. Había cambiado mi vida, había cambiado mi país, mi cuerpo y mis afectos; todo había cambiado tanto que prefería no pararme a pensarlo, así que fingí concentrarme en buscar algo en el fondo del bolso y no contesté. Continuaron ellos su charla y sus confidencias alternando entre el inglés y el español, intentando a veces incluirme en aquellos chismorreos que en absoluto me interesaban; bastante tenía con tratar de poner orden en mis propios asuntos. Salían unos clientes, entraban otros: hombres y mujeres de aspecto elegante, sin prisa ni aparentes obligaciones. Rosalinda saludó a muchos de ellos con un gesto gracioso o un par de palabras simpáticas, como evitando el tener que dilatar cualquier encuentro más allá de lo imprescindible. Lo consiguió durante un tiempo: exactamente el transcurrido hasta que llegaron dos conocidas que nada más verla decidieron que el simple hola, cariño, me alegro de verte no les era suficiente. Se trataba de un par de especímenes de apariencia suprema, rubias, esbeltas y airosas, extranjeras imprecisas como aquellas cuyos gestos y posturas tantas veces emulé hasta hacer míos frente al espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria. Saludaron a Rosalinda con besos volátiles, frunciendo los labios y sin apenas rozarse las mejillas empolvadas. Se instalaron entre nosotras con desparpajo y sin que nadie las invitara. Les preparó el barman sus aperitivos, sacaron pitilleras, boquillas de marfil y encendedores de plata. Mencionaron nombres y cargos, fiestas, encuentros y desencuentros de unos con otros y con otros más: recuerdas aquella noche en Villa Harris, no te puedes ni imaginar lo que le ha pasado a Lucille Dawson con su último novio, ah, por cierto, ¿sabes que Bertie Stewart se ha arruinado? Y así sucesivamente hasta que por fin una de ellas, la menos joven, la más enjoyada, planteó sin rodeos a Rosalinda lo que ambas debían de tener en sus mentes desde el momento en que la vieron.
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