Después del funeral me quedé un par de días en Barcelona, poniendo orden en los asuntos pendientes a causa de la repentina desaparición de mi madre.
Como primera medida, fui al piso donde ella había muerto y donde había vivido desde que yo me fui. Juiciosamente, había optado por dejar nuestra antigua vivienda, cuyas dimensiones le daban más trabajo que comodidad y con cuyos fantasmas prefería no compartir la soledad de sus noches. Sin ayuda de nadie encontró un piso pequeño y barato, bien proporcionado, con terraza, mucha luz y una vista espaciosa. La mudanza, por añadidura, le permitió ir cortando discretamente los lazos que la unían a la familia de mi padre. Por más que la había visitado allí muchas veces, cuando entré nuevamente en el piso me impresionó un deterioro y un abandono que jamás había percibido antes, como seguramente ella tampoco percibía. El mobiliario y el menaje eran inservibles y según pude comprobar, sin sorpresa ni censura, mi madre no guardaba nada que tuviera un mínimo valor sentimental. Solamente al fondo de un cajón encontré un viejo cuaderno. Lo reconocí de inmediato, porque era uno de los centenares de cuadernos que yo había utilizado para hacer los deberes escolares. Al abrirlo comprobé que sólo algunas páginas estaban escritas, pero no por mi mano, sino por otra de trazo inseguro que reconocí de inmediato. Las primeras páginas contenían notas relacionadas con temas previsibles: el Pisuerga es un afluente del Duero; a Carlos I le sucedió Felipe II; los siete pecados capitales son la ira, la gula, la lujuria, la avaricia, la soberbia, la pereza y la envidia. A continuación venían varias páginas de anotaciones de carácter personal, como el esbozo de un diario mínimo y deslavazado: anoche terminó la guerra de Corea por la gracia de Dios; ayer tarde vi a Kubala andando por la calle. En la página siguiente, con letra temblorosa: la bruja esconde su tesoro detrás de un cuadro en la sala. En la siguiente: la combinación de la caja fuerte es 7-12-93-25. La última anotación decía: Moby Dick, la ballena gigante, estuvo en Barcelona para confusión de malos y edificación de buenos y anteayer se fue pal carajo, y yo con ella.
Durante un rato estuve tratando de imaginar cómo había llegado aquel cuaderno a manos de mi madre después de la marcha de Fulgencio y, sobre todo, por qué razón, de todos los posibles recuerdos de aquella época, mi madre había decidido guardar precisamente éste. Pero todas las suposiciones que pude hacer chocaban de inmediato con un muro de misterio. De modo que me propuse no pensar más en el asunto; añadí el cuaderno a todo lo que estaba destinado a la basura, cerré el piso, dejé las llaves en casa del propietario y emprendí cuanto antes el regreso a mi nuevo hogar.
Dubslav recibió al mismo tiempo la noticia de la muerte repentina de su madre y la noticia igualmente inesperada y más chocante si cabe de haberle sido concedido a ella el Premio Europeo a la Realización Científica por sus descubrimientos en el campo de la oftalmología; las dos noticias, contenidas en un solo y escueto telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores, le llegaron, a través de la Embajada Española en N’Djamena, de manos de un médico noruego de pelo blanco, quizá albino de origen, tez curtida por los rigores del clima y la intemperie, huraño y abatido. Había acudido años atrás a esta región (la llamó ce replis de la terre como si Dubslav hubiera de reconocer de inmediato el origen de la cita) con la mejor disposición y las más nobles intenciones; luego el tiempo, las penurias (también cosas vistas y oídas) habían acabado convirtiéndolo en el hombre derrotado de hoy: un europeo civilizado sin reparo alguno en confesar su desprecio por los nativos, a quienes no obstante seguía atendiendo contra viento y marea, con la mayor entrega y eficacia. Probablemente era un buen médico o, al menos, un profesional suficiente para el lugar.
A su paso por el poblado de camino hacia otro poblado, tierra adentro, visitó a los enfermos, entregó a Dubslav los dos telegramas y al cabo, sin atender a los ruegos de éste, emprendió viaje hacia el sudeste en una camioneta habilitada como hospital ambulante; había salido aquella misma mañana de Hjader y veía preciso estar en Kmura antes del anochecer; no podía perder el tiempo en finezas.
– Pero yo debo regresar sin falta a Madrid, cuanto antes, dijo Dubslav; vea usted mismo el telegrama: mi madre acaba de fallecer.
El médico noruego disparaba de cuando en cuando su revólver al aire para espantar a los nativos; así, dijo, no se atreverían a reventarle las ruedas de la camioneta, como deseaban hacer, como habrían hecho con gusto, dijo, simplemente para impedirle llevar remedio a los enfermos de otros poblados vecinos, de su misma etnia, pero rivales por unas razones atávicas, sin origen ni fundamento, pero firmemente arraigadas en lo más oscuro y mugriento de la memoria colectiva.
– Pero mi madre acaba de fallecer, insistió Dubslav.
– En tal caso, no había prisa, respondió el médico noruego. Si saliera ahora mismo hacia Madrid, cosa de todo punto imposible, no llegaría al entierro, le hizo ver, y para las exequias disponía del resto de su vida. Él, en cambio, había de conducir treinta y cinco millas a campo traviesa antes de caer la noche, so pena de ser sorprendido por los beduinos, apresado y conducido a una jaima y allí, según dijo él mismo, sometido a una vejatoria y dolorosa sodomización.
Dubslav interrogó con la mirada al hechicero y éste, por toda respuesta, movió la cabeza en forma afirmativa, se señaló a sí mismo y luego, en un gesto amplio, al resto del poblado, dando a entender lo generalizado de aquella experiencia, no por habitual menos traumática. Dubslav se dio cuenta del riesgo corrido y de su buena suerte: en el largo viaje no había tenido ningún encuentro fortuito con los beduinos. En esto, como en todo, siempre había sido una excepción, un individuo ajeno a la estadística, con todas las ventajas pero también con todos los inconvenientes de este extraño privilegio.
Comprendiendo las razones del buen doctor, Dubslav lo dejó marchar. Luego reflexionó sobre lo ocurrido. La noticia de la muerte de su madre le había producido una consternación mitigada por la lejanía: aquí todo le parecía remoto, casi inverosímil. El telegrama (enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, fechado tres días antes) no explicaba la causa del fallecimiento; Dubslav había estado con su madre poco antes de emprender este viaje y la había encontrado bien, pletórica de energía; tal vez había sufrido un ataque fulminante, pensó. Si hubiera muerto de resultas de un accidente el telegrama lo habría mencionado. Todo esto, sin embargo. carecía ya de importancia.
* * *
Dubslav no había conocido a su padre, un cirujano yugoslavo llamado Dubslav, a secas. Su madre juraba haber olvidado el apellido de aquel hombre, por lo demás casado, con trabajo y familia en Belgrado cuando ambos coincidieron en un congreso celebrado en Taormina y compartieron dos noches de desapasionada intimidad. Seguramente el cirujano yugoslavo nunca sospechó haber engendrado a Dubslav en aquella ocasión ni supo luego de su existencia. En esta ignorancia, por lo demás, no había habido premeditación alguna. Simplemente su madre descubrió el embarazo de regreso a España y decidió tener aquel hijo, desoyendo con ello los consejos de amigos y colegas. Todos le auguraban el final de una carrera prometedora por culpa de este tropiezo, en una España exageradamente celosa de la conducta moral de las mujeres, dispuesta a castigar con el aniquilamiento cualquier desliz, y aún más un desliz con consecuencias tan notorias. Precisamente ahora, le dijeron sus amigos y colegas, cuando empezaba a hacerse un nombre en el mundo académico, un triunfo desusado, tratándose de una mujer. Ya se verá, había respondido ella, si alguien tiene un problema en los ojos y yo se lo resuelvo, vendrá igual.
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