Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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Salió a la calle con el sol ya muy alto y se dirigió a la Plaza de San Marcos. El agua que la había cubierto en días anteriores se había retirado y ahora el pavimento estaba seco; soplaba un aire limpio y tibio y el cielo era de un azul brillante. Delante de la basílica, que Fábregas se había propuesto visitar de nuevo, estaba congregado un centenar de jóvenes. Omían, bebían o dormitaban con la cabeza recostada en las mochilas. Todos iban sucios y astrosos, como si hubieran realizado una larga peregrinación sin otro bagaje que sus radios y magnetófonos. Yo nunca fui así, pensó Fábregas.

– Después de todo, quizás el mal tiempo sea una bendición -le dijo señalando a los jóvenes el individuo cuyos servicios se había procurado a la puerta de la basílica. Fábregas no respondió. El individuo, sin dejarse amilanar por aquel silencio hosco, dijo llamarse Laurencio. Era un hombre enjuto y nervioso, de sonrisa servil y dientes amarillentos. Fábregas se habría desembarazado sumariamente de él si hubiera podido contraponer a la obsequiosidad porfiada del otro la energía que había dejado en la vorágine de la noche precedente. Ahora se veía atado por cansancio a un desaprensivo que se arrogaba las funciones de guía del modo más irregular-. Esto parece verdaderamente un supermercado -siguió diciendo una vez hubieron entrado en la basílica. En efecto, allí no se podía dar un paso; en la penumbra aquella turbamulta resultaba doblemente enojosa-. ¡Qué cáfila! -exclamó el guía.

Como la mayoría de los visitantes formaban agrupación, los guías respectivos procuraban hacer que todo el mundo siguiera el mismo trayecto y mantener un ritmo homogéneo en los desplazamientos. Así preservaban la fluidez del tránsito. Si alguien quería pasar por alto algún detalle o demorarse en otro por más tiempo del asignado a él, se producían choques y trastazos. Aquella mañana las cosas funcionaban particularmente mal porque un grupo de inválidos alteraba aquel orden rígido cada dos por tres. En varias ocasiones Fábregas y su guía, a cuyas explicaciones aquél no prestaba la menor atención, hubieron de hacerse a un lado para dejar paso a las angarillas. Más tarde y a consecuencia de un empellón fortuito, la llama de una candela encendió la mantilla de una mujer muy vieja, que fue presa del pánico y quizás habría perecido de no haber intervenido los que estaban a su lado. Contagiados por los chillidos de la pobre mujer, todos los que la rodeaban se pusieron a vociferar. Finalmente el fuego fue extinguido sin dificultad y se restableció la calma, pero la víctima sufrió un colapso. Fábregas, que se encontraba casualmente junto al lugar del suceso, alcanzó a ver cómo dos hombres llevaban en volandas a la mujer a un banco, donde la dejaron tendida. Su rostro exangüe y surcado de arrugas parecía hecho de celofán. Fábregas aprovechó la confusión para eludir al guía y abrirse paso a codazos hasta la salida. En el tumulto perdió un zapato y al agacharse a buscarlo estuvo a un tris de ser aplastado. Por último ganó la plaza de nuevo sin que el guía, que había cobrado sus honorarios por anticipado, le hubiera dado alcance.

Por alejarse de aquella barahúnda tomó el camino que había seguido el día anterior para ir a la estafeta. De este modo se encontró de nuevo en las calles y plazoletas por donde había deambulado en compañía de aquella mujer anónima cuyo recuerdo ahora le ofuscaba. Este alela-miento hacía que el barrio por donde ahora iba, pese a estar desprovisto de interés artístico o de pintoresquismo, se le antojase un lugar cargado de significación. Así fue paseando hasta que, a fuerza de doblar esquinas al azar, acabó perdiéndose; por más que andaba no conseguía dar de nuevo con la estafeta ni con la oficina bancaria donde le habían abonado el giro postal ni mucho menos con el restaurante donde habían comido o la iglesia que habían visitado juntos por sugerencia de ella. Sus pasos le llevaban una y otra vez al borde de un canal infranqueable que le obligaba a desandar lo andado y a describir un arco cuyo final eran de nuevo las aguas verdes del mismo canal o de otro idéntico. Acuciado por el hambre entró en un restaurante igual en apariencia a aquel que buscaba, pero en realidad malo y caro. No hay duda, dijo para sí levantándose malhumorado de la mesa, de que todo ha terminado.

Al salir del restaurante no encontró en las inmediaciones a nadie a quien pedir orientación para volver al hotel o simplemente al centro: las calles parecían muertas y las casas abandonadas. El sol caía verticalmente sobre su cabeza y hacía un calor húmedo muy molesto. Pronto le vencieron el cansancio y la desazón. Se quitó la americana, se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se sentó en un poyo de piedra. ¿Qué haré aquí?, se preguntaba como si el destino le hubiera condenado a permanecer el resto de sus días sentado en aquel poyo.

Entonces vio tres personas doblar la esquina y venir hacia él. Estaba por ir a su encuentro y recabar de ellas la información que precisaba cuando le disuadió de hacerlo algo anómalo en la traza de aquel trío, formado por dos hombres y una mujer cuyas edades dificultaba precisar su aspecto estrafalario. Uno de los hombres, tan alto, que el otro, sin ser bajo, a duras penas le llegaba al hombro, llevaba el pelo teñido de color cobre, pero no las cejas, que eran negras y espesas y le conferían un aire tremebundo. Era muy fornido, parecía poseer una fuerza descomunal. El otro hombre era enjuto, de pelo ralo y tez enfermiza; vestía con atildamiento descomedido: traje cruzado de lino blanco, camisa de seda carmesí, corbata de lunares, pañuelo amarillo limón; su expresión era perspicaz y aviesa. La mujer, por contra, iba cubierta de una camiseta sin mangas y un pantalón corto, desflecado, zurcido y apedazado; sus facciones habrían podido ser de gran belleza, pero su sonrisa perenne y la mirada perdida exteriorizaban una mente desvariada; la cara, el cuello, las piernas y los brazos parecían cubiertos de moraduras y rasguños y de tiznones, churretones y lodo; llevaba el pelo apelmazado y trasquilado con tanta desmaña, que en unas partes era largo y desgreñado y en otras tan corto que dejaba al descubierto el cuero cabelludo cruzado de chirlos violáceos. Su andar era desmayado y con toda seguridad se habría desplomado repetidamente si no hubiera llevado anudado al cuello un ronzal del que tiraba sin miramientos el gigante de cuando en cuando. Era evidente que aquella mujer estaba necesitada de atención médica, pensó Fábregas, pero, ¿qué podía hacer él? Su instinto de conservación le impulsaba a adoptar una actitud despreocupada, como si aquel espectáculo morboso no fuera con él, pero sus principios y su propia estimación le forzaban a una intervención que sabía inútil de antemano y a buen seguro peligrosa. Con el ánimo dividido esperó a que los tres personajes llegaran a su altura; entonces saltó del poyo y se interpuso en su camino.

– Señorita -dijo con voz firme, aunque algo entrecortada por el miedo-, ¿se encuentra bien?

La mujer no dio muestras de haber oído su pregunta ni tan siquiera de haber reparado en su existencia. El gigante, en cambio, sin soltar el ronzal, sacó de la faltriquera de su zamarra de cuero tachonado una cadena corta y empezó a describir molinetes en el aire con ella; silbaba el aire ominosamente con cada giro de la cadena, en cuyo manejo se veía ducho al gigante: todo hacía pensar que aquella cadena podía ser un arma mortífera en sus manos. Fábregas se quedó inmóvil. ¿Qué me va a pasar?, pensó. El hombre atildado le dirigió una sonrisa en la que era fácil discernir la mofa. Al hacerlo dejó ver que le faltaban varios dientes. Luego se acercó a Fábregas, que no osaba esbozar el menor movimiento, y, sin decir nada, le arrebató la americana que llevaba al brazo; registró los bolsillos de la americana, traspasó a los suyos el dinero que encontró en ella y la dejó caer al suelo. Luego hizo una seña a sus compañeros y los tres prosiguieron la marcha con una parsimonia a todas luces burlona y afectada. Cuando hubieron desaparecido, Fábregas se agachó, recogió la americana, la sacudió y se la echó sobre los hombros. Le temblaban las rodillas, pero se sentía satisfecho: había cumplido con su deber y las consecuencias de ello no habían sido graves: un susto breve y una suma irrisoria de dinero. Durante un momento llegué a temer por mi propia vida, pensó, ¡qué azaroso es todo!

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