Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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XII

No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí y ya daba por perdida toda esperanza de abandonar aquel encierro, cuando oyó el tableteo de un motor no lejos del punto en que se hallaba. Este tableteo, sin duda producido por una embarcación, le reveló encontrarse relativamente cerca del canal y por consiguiente de la salida. Un último esfuerzo le permitió localizar la puerta de entrada al palacio, abrirla y salir al embarcadero dominado por los dos colosos de piedra percudida: allí había llegado con ella varias horas antes con un propósito incierto, que tal vez se había cumplido o tal vez no. Una vez allí suspiró aliviado; ahora, fuera del laberinto, todo le parecía bello: las losas resbaladizas del embarcadero, el agua muerta del canal, incluso la compañía tenebrosa de aquellos dos colosos severos, inmóviles y erosionados. Pronto comprendió, sin embargo, que su situación sólo había mejorado en apariencia. Por aquel canal estrecho y sombrío no transitaba ninguna embarcación y aunque a corta distancia podía ver otro canal más ancho, en el que todavía se apreciaba un tráfico regular, ni sus gritos ni sus aspavientos llegaban a oídos de quien pudiera acudir a recogerle o, si llegaban, eran tomados por los desafueros de un orate. Al final, convencido de que nadie iba a acudir en su busca y habiendo desechado de nuevo la idea de llamar a la puerta en petición de ayuda, se sentó en el suelo, apoyó la espalda en la pantorrilla de uno de los colosos y se dispuso a permanecer allí, como un náufrago, hasta que el azar dispusiera de su suerte. El cielo estaba estrellado y se entretuvo un rato contemplando aquel espectáculo raro. Una vez, de pequeño, alguien había intentado iniciarle en los rudimentos de la astronomía, pero él, advirtiendo en seguida que lo que de antemano prometía ser un periplo fascinante en realidad era una ciencia árida y sin sorpresas, se había desinteresado pronto del tema. Ahora, desprovisto de toda referencia científica, el firmamento se le presentaba como algo familiar y tranquilizante, del todo extraño a las magnitudes disparatadas que se le atribuían para desconcierto del profano. Por suerte la noche era tibia. Después de todo, pensó, no se está tan mal aquí. Le dolían las articulaciones y se sentía débil, pero ninguna d ambas sensaciones le resultaba molesta. Perdido su pensamiento en la contemplación del cielo, no experimentaba ni sueño ni cansancio, sino una mezcla de laxitud corporal y agudeza perceptiva que le sorprendía grandemente. Esta perceptividad exacerbada no se concretaba en nada-no era una herramienta que le permitiera analizar las cosas con provecho ni un vehículo mediante el cual llegar a conclusiones radicales; en realidad era un estado de gracia, una especie de pasmo beatífico y, en definitiva, un despilfarro de sus facultades.

– ¡Córcholis! -exclamó una voz a sus espaldas, sacándole bruscamente de su arrobamiento.

Se volvió sobresaltado hacia la puerta del palacio, d donde procedía aquella exclamación, e involuntariament ofendido de que alguien osara perturbar así su exaltad sosiego. En aquel instante debía de parecer un demente o un perro furioso, porque el doctor Pimpom retrocedió unos pasos prudentemente. Entonces se le hizo patente lo absurdo de su actitud y lo grotesco de su situación, enrojeció y recobró su talante habitual.

– Buenas noches, doctor Pimpom -dijo con suave urbanidad-. La verdad es que no esperaba verle de nuevo tan pronto.

– Ni yo, a fuer de sincero -respondió el médico-. Pero, dígame, ¿qué está haciendo en este lugar a estas horas?

– Estaba esperando que pasara alguna embarcación para pedirle que me llevara al hotel -dijo él después de buscar en vano alguna justificación menos bochornosa a su desvalimiento.

– Pero, hombre, ¿no sabe que por aquí no pasa nadie nunca? -dijo el médico-. Si quería que vinieran a buscarle, ¿por qué no pidió por teléfono que le enviaran un taxi?

– Porque soy forastero y porque nadie tuvo la amabilidad de indicarme lo que había que hacer.

– Ah, vaya -dijo el médico-. La verdad es que, al verle salir con tanta decisión, pensé que disponía de medios propios de locomoción. De todos modos, acabo de llamar un taxi; con mucho gusto le depositaré donde más le convenga.

– Es usted muy amable, pero no quisiera desviarle de su ruta.

– No tengo ruta -dijo el médico-. Én realidad, voy de retirada. Hoy he tenido una jornada larga y tediosa. Pero, dígame, ¿verdaderamente ha estado aquí todo este tiempo?, ¿de veras? Y, ¿qué hacía? ¿Miraba las estrellas? -preguntó coligiendo la verdad de la mirada que su interlocutor dirigió al cielo-. ¡Qué cosa extraordinaria! Le confesaré que a mí me produce vértigo todo lo referente al cosmos. Antes no era así, pero ahora, con estos programas de divulgación científica que echan a veces en la televisión… ya no sé. ¿Sabía que algunas de estas estrellas que ahora mismo están ahí, en realidad se extinguieron hace miles de años, pero que, debido a su lejanía, continuamos percibiendo su luz y admirando, por consiguiente, lo que ya no existe? Esto demuestra hasta qué punto son engañosos los sentidos y hasta qué punto nos es fácil engañar y ser engañados. Y, sin embargo, ¡cuánta importancia damos a la verdad!, ¿no le parece?

La llegada de una lancha motora interrumpió en este punto la plática del médico sin dar tiempo a que Fábregas decidiese para sus adentros si en aquellas frases convencionales había una intención específica o si en realidad no tenían más objeto que amenizar un intervalo forzoso en compañía de un desconocido. Cháchara de médico, se dijo mientras éste saltaba a bordo de la lancha motora con una agilidad notable, aunque no insólita en un habitante de aquella ciudad acuática. A instancias del médico, Fábregas hizo lo propio con gran dificultad.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó el médico, a cuyo ojo experto no había escapado la torpeza del otro-. ¿Cojea usted? ¡Qué raro! Hace un rato no cojeaba. ¿Reúma, tal vez?

– Acabo de darme un buen trastazo -admitió Fábregas.

– ¡Atiza!, ¿quiere que le eche una ojeada?

– No es preciso: no me he roto ningún hueso.

– A la plaza de San Marcos, por favor -dijo el médico dirigiéndose al taxista-. Mañana tendrá un moretón.

– Eso de fijo -dijo él.

Al llegar a su destino Fábregas insistió en abonar la carrera del taxista, pero el médico no se lo consintió. Luego anduvieron un rato en silencio por la plaza. A aquella hora tardía todavía quedaban algunos grupos de turistas que deambulaban cansinamente. De los bares y cafés salía un humo aceitoso y ruido de platos.

– Venga -dijo de repente el médico cogiendo a su acompañante por el brazo-. Le invito a un helado, salvo que tenga algún compromiso.

– No lo tengo, pero no quiero abusar más de usted.

– Le dejaré pagar -dijo el médico.

Fábregas asintió por puro agotamiento y se dejó guiar por el otro, que se le colgó familiarmente del brazo y pareció recobrar su campechanía habitual, como si acabara de reponerse repentinamente de su cansancio.

– Salgamos de esta zona cursi, infestada de cafés artificiales -le dijo-. Son trampas para desplumar incautos y verdaderas engañifas arquitectónicas. Cuando yo era niño, poco después de acabada la guerra, estos cafés estaban más o menos como están ahora. Entonces, en vista de que escaseaba la clientela, fueron transformados en cafeterías modernas, al estilo americano: self service y rock and roll , usted ya me entiende. Luego empezó a llegar esta masa de pazguatos en busca de antiguallas y hubo que reproducir lo que había antes a toda prisa. Naturalmente, los materiales originales se habían perdido irremisiblemente: quien más, quien menos, todos habíamos usado la madera de los artesonados para caldear las casas; de modo que hubo que improvisar, como siempre. A puntapiés avejentamos cuatro tablones, desportillamos unos mármoles y el resultado, a la vista está. Ésta es una ciudad de tramoya y sablazo. No crea nada de lo que ve ni escuche nada de lo que le cuenten. Mire, entremos aquí: éste es un buen sitio; un auténtico bar veneciano.

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