Javier Moro - El sari rojo
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– ¿Te imaginas tanta gente junta sin una Sonia Gandhi?
– Simplemente no existiría este mitin -le contesta el otro-. Sin Sonia, no hay mitin; sin Sonia, no hay partido.
«Aunque he nacido en el extranjero -dice Sonia en cuanto la sonora y larguísima ovación la deja hablar- he hecho de la India mi país. Soy india y seguiré siéndolo hasta mi último suspiro. Aquí me he casado, aquí he tenido a mis hijos, y aquí me he convertido en viuda. En mis brazos murió Indira. Si he decidido regresar hoy es porque el partido me ha dado una renovada confianza y esperanza. Quiero un partido que esté preparado a seguirme y listo para morir por los principios que he decidido adoptar.»
Así, poco a poco, a base de sinsabores, Sonia Gandhi va haciéndose al juego de la política. Ciertos reflejos le vienen inconscientemente, no por vocación, sino por contagio, por haber vivido tantos años en ese caldo de cultivo. Ha limpiado el partido de sus ovejas negras. Ahora tiene más influencia sobre la organización que la que tuvo su marido. Lo ha conseguido sin tener la habilidad de distribuir poder, y sólo con una remota esperanza de conseguirlo algún día, lo que demuestra lo desmoralizadas que estaban las filas.
46
Con el tiempo consigue hacerse una imagen pública de política reacia a la política, la que transmite la prensa. Pero vive en un estado de terror perpetuo hacia los medios de comunicación. Cada palabra suya es minuciosamente escrutada por sus adversarios para descubrir algún signo de que no es tan india como pretende. Vive encerrada en su caparazón, atrincherada en el número 10 de Janpath, una fortaleza más difícil de franquear que todas las residencias donde ha vivido con anterioridad. Vive sin libertad, atendiendo desde el alba a comités, a miembros del partido, a compromisarios que vienen de todos los rincones del país a pedirle consejo, a solicitar su opinión como guía máxima. Sólo las visitas de sus hijos le aportan calor. Su madre pasa los inviernos en Nueva Delhi, y las hermanas y los viejos amigos van periódicamente a visitarla. Pero son visitas que mantiene en secreto, para que no la acusen de «extranjera».
La sola mención de su nombre es capaz de animar la más aburrida de las cenas o acto social, dividiéndose con vehemencia las opiniones entre los que la admiran y los que la desprecian. Dos conocidos diputados de su partido se lamentan en cada cocktail de tener como líder a «un ama de casa italiana sin estudios». Poca cosa comparado con el veneno de algún miembro de la coalición en el poder, como el fundamentalista hindú Narendra Madi, que la tacha públicamente de «zorra italiana». Sonia sabe que su condición de extranjera es su talón de Aquiles, y la coalición en el gobierno, ferozmente nacionalista e hinduista, no pierde oportunidad de meter el dedo en la llaga. Su radical negativa a conceder entrevistas se debe a que no quiere definirse. Piensa que así puede dejar a sus adversarios sin argumentos para atacarla. No quiere tener que decir que es católica, aunque no practique. No quiere tener que hablar de su Italia natal, ni de sus recuerdos de infancia ni de sus amigos ni de su familia. Al contrario, le parece esencial que se la vea cómoda con las tradiciones de su país de adopción. Se esfuerza en visitar santones en grandes templos hindúes, como hacía Indira. Cuando el BJP arrecia sus ataques en el Parlamento contra sus «orígenes extranjeros», Sonia se refugia en el templo de la Misión Ramakrishna de Nueva Delhi y pasa tardes enteras con el Swami Gokulananda, un santón muy respetado que le ata un cordel rojo en la muñeca en signo de hermandad. Sonia tiene mucha fe en ese cordel, se está haciendo un poco supersticiosa, como lo era su suegra. Cada vez que hay una celebración familiar, convoca al sacerdote de la familia, que vive en Benarés, para que acuda a oficiar los ritos religiosos pertinentes. Cuando nace su primer nieto, el hijo de Priyanka, el pandit realiza ofrendas sofisticadas recitando sus oraciones. De la misma manera que Indira escogió los nombres de sus hijos, ahora Sonia es la encargada de elegir el de su nieto. «¿Rajiv?», propone. Priyanka teme que ese nombre condene a su hijo a ser comparado toda su vida con su padre. Sonia sugiere un nombre que empiece por R. Al final, se deciden por Rehan, un nombre parsi, para conectar con la tradición del abuelo Firoz Gandhi. Pero Sonia insiste en llamarlo Rajiv. Al final, se queda en Rehan Rajiv. Gracias a Dios, el horóscopo que le prepara el santón predice fama y fortuna para el retoño, pero no un papel político para la sexta generación de los Gandhi. Madre e hija suspiran de alivio.
Pero ante la constante provocación, el Swami Gokulananda se ve obligado a salir en defensa de Sonia: «Es tan india como cualquiera -declara-. Lleva una vida disciplinada y no veo nada malo en sus orígenes extranjeros.» En Gujarat, el estado del que Narendra Madi, su feroz adversario, es jefe de gobierno, una oleada de ataques acaba con la vida de varios misioneros cristianos, acusados por los hinduistas de fomentar las conversiones. «No dejes que te provoquen -le dicen a Sonia sus consejeros-, quieren que salgas en defensa de los cristianos, no entres al trapo, no lo hagas.» Ella les escucha y opta por callarse, pero entonces las críticas cambian de orientación. «¿Por qué se aleja del catolicismo? -se preguntan sus adversarios con perfidia-. ¿Por qué está acomplejada de su propia religión?» Sonia se da cuenta de que, haga lo que haga, su religión y su origen italiano son un estigma imborrable. Obsesionada por disimularlo lo más posible, cansada de la campaña de los hinduistas sobre su fe, el 22 de enero de 2001 decide hacer un gesto simbólico de gran significado religioso. Durante la Khumba Mela, la gran celebración religiosa hindú que reúne cada doce años a decenas de millones de personas en la confluencia del Ganges, el Yamuna y el mítico Sarásvati a las afueras de la ciudad de Allahabad, la ciudad de los Nehru donde fueron a echar las cenizas de Rajiv, Sonia decide darse un baño ritual Se mete en el agua vestida, de pie, y hace una ofrenda de pétalos de flor al son de los mantras y del ulular de las caracolas de mar que hacen sonar los pandits en la orilla. Junto a ella hay grandes santones hindúes, y también representantes de otras religiones, como el Dalai Lama. La explanada de arena entre los ríos está llena de gente hasta donde alcanza la vista. Es una multitud tan impresionante como lo es el orden y la ausencia total de disturbios o de episodios violentos. El servicio de seguridad de Sonia es tan estricto que la policía no permite acercarse a nadie a menos de doscientos metros de la orilla donde se encuentra.
En los días siguientes, su foto haciendo la puja a los dioses, publicada en periódicos y en panfletos, es vista por millones de campesinos en cientos de miles de aldeas. Sonia espera así neutralizar las críticas de sus adversarios. De todas maneras, está convencida de que el pueblo no da la más mínima importancia al hecho de que haya nacido en Italia. Además, se pregunta… ¿Qué significa ser indio? Entre un habitante del Himalaya y otro del sur, las diferencias son abismales: ni hablan el mismo idioma ni comen igual ni veneran a los mismos dioses. Ni siquiera tienen el mismo color de piel. Sin embargo, ambos comparten el orgullo de ser indios. La tolerancia es parte esencial de la cultura del sub continente, si no… ¿Cómo hubiera podido sobrevivir tantos siglos esa amalgama de pueblos, tradiciones, culturas, etnias, razas y castas que se llama la India? En un lugar que siempre ha sabido asimilar la diversidad, la noción de extranjero pierde sentido. Sus consejeros le dan argumentos para defenderse. Le recuerdan que cuando la India alcanzó la independencia, fue un inglés su primer jefe de estado: se llamaba Lord Mountbatten, era el último virrey del Imperio. Los líderes del partido recuerdan que en 1983 Sonia redactó un testamento expresando su deseo de que su cuerpo sea quemado según el rito hindú. En aquel entonces, no era probable que Rajiv Gandhi acabase de primer ministro, y aún menos que Sonia asumiese ningún papel político algún día. Lo hizo porque creía en ello.
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