María Janer - Las Mujeres Que Hay En Mí

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Finalista Premio Planeta 2002
«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

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El almuerzo fue bueno y abundante. Hubo guisos de pechuga de pollo y albóndigas de cerdo, patatas de Sa Pobla y hierbas aromáticas. Bebieron vino de Binissalem, y el novio, haciendo gala de ciertas veleidades poéticas, recitó unos versos de un poeta persa, cuyo nombre no supo retener ninguno de los presentes, que decía bellas palabras respecto del amor y del vino: «De mi tumba emanará tal olor de vino que los paseantes quedarán embriagados. Rodeará mi tumba tal serenidad que los amantes nunca podrán alejarse de ella.»

– ¡No es hora de hablar de la muerte! -exclamó el padre del novio, haciendo esfuerzos por disimular el disgusto que le producía aquella boda.

– ¡Claro que no! -dijo la vocecilla de la tía Antonia, mientras sus hermanas la acompañaban negando ostensiblemente con la cabeza.

– ¡Qué versos tan bonitos! -musitó la novia, y los ojos le chispeaban al decirlo.

En Mallorca dicen que el tiempo que transcurre en la mesa no cuenta. La conversación y los ágapes suculentos tienen el poder mágico de conjurar el paso del tiempo y detenerlo. Por eso nadie envejece en la mesa. Los invitados a la boda no tuvieron, pues, ninguna prisa en abandonar la protección de los manteles y los manjares.

Era un mediodía reluciente de principios de otoño. Los días tenían una placidez de hojas que empiezan un trayecto breve de la rama al suelo, de atardeceres que se acortan hasta devorar el claro, de noches largas. En la mesa había un muchacho muy joven. Sentado entre el resto de invitados al chocolate, tenía la mirada huraña de quien quiere robar las imágenes de la fiesta de un solo golpe de vista. Llevárselas. No hablaba apenas. Era alto y tenía una falta de destreza en los movimientos de los brazos y las piernas que insinuaban un crecimiento rápido, que le había dejado los miembros descompasados. Todo en su rostro tenía aires de provisionalidad, de rasgos que justo acaban de perfilarse con aquella rotundidad incipiente que insinúa futuras certezas. La cara demasiado delgada, marcada de pómulos y con los labios suaves, recién dibujados por el pincel de la vida. Labios de hombre que acaba de hacerse en un instante, que manifiesta los primeros impulsos de una vida que se estrena.

Se llamaba Ramón y no comió apenas. Le pasaban de largo las bandejas de pasteles que dejaban rastro de buenos olores, las jarras de chocolate humeante. Cuando alguien tiene el pensamiento cautivo, no nota el hambre. En realidad, se había prometido un buen festín aquel día. En la casa nunca faltaban unas buenas sopas de pan, un cocido de habas que los calentaba para el frío otoñal, una rebanada de pan con sobrasada. No estaba acostumbrado a las golosinas, y el deseo adolescente se concentraba en ello como si fuera a dar con el cielo. Nunca había probado los dulces que comían los señores en sus fiestas.

Por esta razón, él, que era de naturaleza solitaria, había aceptado con entusiasmo la invitación. Se había imaginado devorando dulces repletos de delicias azucaradas, pero no probó ninguno. Desde que entró por la puerta lateral, la cabeza baja y las manos en los bolsillos, sólo tenía ojos para mirar a la novia.

Verla fue como contemplar el cielo y el mar a la vez. Le invadió una sensación de movimiento, como si nada ocupara un lugar concreto, sino que los objetos y las personas se movieran a un tiempo, en una danza que lo aturdía un poco. Sólo ella estaba quieta, sentada en una silla forrada de terciopelo, con las manos apoyadas sobre la mesa, salvándose del naufragio de los otros. Un naufragio en el que participaba también él, sometido a la sensación de que el suelo no estaba hecho de una materia sólida, sino que se había transformado en la orilla de una playa, allí donde la arena se diluye entre nuestros pies, que se hunden en ella a cada paso.

Observó a los otros lleno de curiosidad, porque le parecía extraño que no participasen de su desconcierto. Se habría imaginado que se daban cuenta de lo que sucedía, pero nadie lo miraba. Todo el mundo comía, hablaba, se reía sin hacerle caso, lejos de sus obsesiones. Descubrió que se le había agudizado el sentido del oído, que tenía una percepción renovada, curiosamente sensible, que le permitía escuchar cada conversación, seguir las palabras que pronunciaban y que no iban dirigidas a él, captar la estridencia exacta de una risotada, de una frase fuera de tono. A la vez, empezó a sudar. Le invadían por entero oleadas de un calor desconocido, desde el cuello de la camisa hasta los tobillos. Tenía la sensación de haberse orinado encima. Se notaba húmedo, y le incomodaba sentirse como en un torrente. Habría querido irse, salir de la sala donde los movimientos de los demás -un ir y venir como de oleaje- y el zumbido de las palabras servían para subrayar su malestar.

Tardó en comprender que aquella mezcla de sensaciones significaba enamorarse. Por el momento, tenía que bregar solo con la certeza de hallarse perdido. Se preguntaba si estaba enfermo, si alguno de los condimentos de la comida, apenas degustados, le habían revuelto las entrañas. Para él, el desconcierto no era una sensación nada familiar. Estaba acostumbrado a vivir en un mundo de pequeñas certezas, de historias que crecían y tomaban forma, vinculadas a la tierra y a sus frutos. Era un adolescente y no se había permitido muchos sueños. En invierno, cuando se sentaba con los otros hombres alrededor del fuego, le gustaba escuchar leyendas. Las escuchaba en silencio, porque era de pocas palabras. Luego pensaba en ellas antes de dormirse, en el lecho de paja del porche, en donde encogía su cuerpo y lo cobijaba bajo una manta vieja para protegerse del frío. A la novia, nunca la había visto antes.

La conoció el día del casorio. Había ido a la casa en contadas ocasiones, ya que el señor era quien coordinaba las obras de mejora para instalarse en ella. Sofía prefería seguir el trajín de lejos, esperando en el pueblo a que llegara el día en el que podría empezar allí una vida nueva.Pensaba en el jardín y sólo existían ojos para mirarla. También estaba el corazón, acelerado como una carrera de cien yeguas, que le recordaba que algo le rompía la vida.

Nada volvería a ser como antes, estaba seguro de ello. Desde aquel otoño color de miel y de manzana, los días tendrían siempre la tonalidad del cabello de Sofía, la forma de sus labios, la intensidad de unos ojos que no se posaban en él. Pensó que eran como pájaros y que, un día u otro, en la avidez de su vuelo, se pararían un instante en el jardinero de La Casa de Albarca.

III

Mi abuelo tenía los huesos y el corazón de cristal. Los huesos le anunciaban el mal tiempo, cuándo iban a venir vientos y lluvias. El corazón llevaba años callando, temeroso por romperse en cualquier movimiento. Lo adiviné observando sus gestos de hombre miedoso que sabe hasta qué extremo la vida duele. Aquella existencia, que se había imaginado generosa cuando era un médico joven en Andratx, mientras cortejaba a Sofía Riba, pero que muy pronto descubrió que era adversa. Lo he imaginado a menudo: hay dolores que son punzadas. Nos deshojan la piel como si fuéramos las ramas de un árbol en primavera, hasta que no queda más que el esqueleto del árbol florido. Suelen ser hirientes y rápidos. La intensidad es proporcional a lo que dura: a más breves, más intensos. Tras el aguijón inicial mueren, y dejan un recuerdo poco grato. Hay otros dolores que tienen ritmos larguísimos. Se instalan en nuestro cuerpo y lo transforman. Llegan a confundirse con el aliento, con las huellas que marcan el suelo, con nuestra sombra. Cuando el dolor alcanza nuestra sombra, todo es inútil. No valen esfuerzos para vencerlo, porque tan sólo sabremos enmascararlo. Daremos con un disfraz que nos ayude a convivir con él, que permita que paseemos por las calles sin llamar mucho la atención, que tengamos un aspecto vulgar, que nadie pueda confundirnos.

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