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Fernando Schwartz: El Desencuentro

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Fernando Schwartz El Desencuentro

El Desencuentro: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de África Anglés es la historia de una mujer casada a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulesco. Durante la guerra civil le nace una hija justo cuando su marido la abandona por una querida más dada a la lujuria que ella. A partir de ese momento será la suya una vida normal, semejante a la de miles de mujeres españolas aplastadas por el peso de las convenciones. Sin embargo, un paréntesis en esa monótona existencia se abre con su estancia, durante tres años, en México, pe-ríodo clave que marcará para siempre el resto de sus días. Desgarrado relato de amor y desencuentros, esta espléndida novela recuerda con nostalgia escenas familiares de la protagonista tanto en Madrid como en México. Aparecen por sus páginas personajes llenos de contradicciones, de humor, de ternura, de rabia y de soledad. Pero también el amor nos sorprende y nos atrapa con dos historias paralelas, casi contemporáneas, que se rozan una y otra vez, pero que jamás llegan a coincidir. Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1996.

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La enfermedad que la mató empezó de forma benigna, inadvertida y hasta casi graciosa.

En uno de mis viajes a Madrid -recuerdo bien que era el mes de mayo de cuatro años atrás-, nos habíamos reunido toda la familia a cenar. Tampoco éramos tantos: doce o quince personas repartidas en tres generaciones. No nos frecuentábamos mucho, entre otras cosas porque, de las tres hijas de mis abuelos, una, la mayor, se había peleado con mi madre, más por lo idiotas y manirrotos que eran mis primos que por otra cosa, mientras que la más pequeña, África, se debatía entre ambas intentando apaciguarles la animadversión sin demasiado éxito.

En aquellos ágapes solíamos respetar las antiguas costumbres familiares del tiempo de mis abuelos: se comía una barbaridad, caldo, tortilla de patata, ensaladilla rusa con espárragos, lubina cocida con mayonesa, jamón de York con huevo hilado, croquetas con patatas fritas y ensalada, flan, tocino de cielo, macedonia de frutas, en fin, de todo y por su orden. Los más jóvenes bebían cerveza; otros, especialmente África y sus hermanas, tomaban vino tinto con sifón y los primos mayores dábamos buena cuenta de dos o tres botellas de buen Rioja, generalmente aportado por mí.

Disfrutaba enormemente con aquellas comidas, etapa infrecuente de mis raras visitas a España. Eran simples, directas, carentes de complicaciones o de altibajos emocionales. Se charlaba plácidamente, los hombres permitíamos que las mujeres llevaran la voz cantante y sólo de vez en cuando se debatía algún tema de interés verdadero como la vida en Estados Unidos o la libertad de costumbres y pensamiento y las carencias de unas y otro en la España franquista. Cosas así. Después de cenar siempre se organizaba una mesa de bridge que ocupábamos los cuatro primos a los que mi padre había enseñado a jugar años atrás.

En la época en que África empezó con su enfermedad, yo vivía en Nueva York y allí escribía de temas europeos para dos revistas cosmopolitas mientras preparaba mi tercera o cuarta novela. No recuerdo muy bien cuál. Es más: ahora que lo pienso me parece que ni siquiera era una novela, sino un libro de relatos que me había encargado mi editor americano.

– Chamaquito -dijo aquella noche de mayo África; se había cortado un dedo pelando patatas y se había puesto un pequeño esparadrapo en él-. ¿Cuántas novias tienes en Nueva York? ¿Tres, cuatro?

– Bah, ¡qué exageración, tía África! -respondí-. No tengo más novia que tú. Es un hecho conocido en el mundo entero.

– Ya -contestó ella-. Ya. Lo que es un hecho conocido es que eres un sinvergo… sinvar… ¡uy, he bebido más vino con gaseosa de lo conveniente! -se corrigió riendo-. Sinve… ¡un frescales, vamos! -Frunció el entrecejo, sorprendida de la patosería de su lengua-. Estoy piripi.

Todos reímos, porque así de inocentes eran nuestras comidas. En cuanto África bebía más de un vaso de vino, se le subía a la cabeza y empezaba a disparatar muy graciosamente. (Ella y yo nos poníamos serios únicamente cuando discutíamos de toros y toreros; en México, África había aprendido mucho más de lo que yo nunca podría sobre el mundo del toro. Por eso para mí era un rito sagrado llevarla a las tres o cuatro grandes corridas de la feria de San Isidro en Madrid. Se ponía guapísima, vestida con camiseros de seda estampada con grandes flores rojas o de vivos colores o con trajes de chaqueta entallados -ésos eran mis atuendos preferidos- y siempre unos zapatos de tacón altísimo que realzaban la finura de sus tobillos y lo largas que tenía las piernas. Con más de cincuenta años, con el pelo muy negro y sus ojos malva, con su enorme boca irregular, llamaba la atención cuando llegaba a la plaza de Las Ventas colgada de mi brazo. Como a ella le parecía una barbaridad que yo perdiera el tiempo convidándola a los toros, repetíamos siempre un mismo ceremonial de invitación y rechazo, ella con gran seriedad y yo con sorna. «Oye, chamaquito, ¿por qué no te llevas a un mango de esos que andan sueltos por Madrid? ¡Mira que ir a los toros con tu anciana tía en vez de con un bombón!» «Claro, ¿y con quién hablo yo de la fiesta mientras tanto?» Entonces yo aún fumaba: me divertía encender un 8-9-8 mientras una gitana me colocaba un clavel en la solapa. Ahora me da vergüenza recordar mis concesiones vanidosas al tipismo folclórico, pero entonces me divertían sobremanera.)

Aquel día la cena familiar se celebraba en casa de mi madre.

– Sí que estás trompa, África, sí -dijo ésta. Y volviéndose a mí afirmó-: Eres un galán… Eso es lo que tú eres… ¡Novias! Estás tú bueno. A ver si sientas la cabeza… Pues sí que tomaré un poco más de tortilla. Os ha salido estupenda.

José Luis, mi hermano pequeño, me puso la mano en el brazo y exclamó:

– ¿Éste? Hay un rumor en Madrid que asegura que Javier se ha traído una modelo rubia que mide dos metros y que la tiene escondida en el Palace.

– ¡Bah! Tonterías.

– No. Que es verdad, que va en serio.

– Mira, José, el día que me pase una cosa así, serás el primero en enterarte. No ligo ni con polvorones, majo.

Aquel día de mayo de hace cuatro años, sin darnos cuenta, la enfermedad mortal de África se nos había colado de rondón, sin avisar: un pequeño corte en un dedo, un trastabilleo inocente y había llegado la muerte.

II

Abrí la caja de zapatos.

Solo en mi habitación de hotel me puse a escudriñar su contenido como si pudiera haber en ella alguna revelación sobre África o sobre su vida que fuera capaz de sorprenderme. Pero no. ¿Por qué habría de haberla? ¿Por qué habría de haber más de lo que yo ya había buscado sin encontrar?

El contenido de la caja me pareció más bien anodino. Una foto suya de muy joven disfrazada de china como para ir a un baile de carnaval; tendría dieciséis o diecisiete años, y era ya tan guapa como habría de ser. Una foto de las tres hermanas de más o menos la misma época. En el reverso de esta última, escrito con la letra picuda de África, ponía: «Sta. Cruz de Tfe. 1935.» Una medalla de la Virgen de Guadalupe, naturalmente. Ningún lazo de raso. Otra foto más en la que, a la izquierda, aparecía África de pie, vestida con un traje blanco muy ajustado y llevando una gran pamela blanca en la cabeza; miraba al frente con cierta solemnidad y una media sonrisa notándole en los labios. Sentados en dos sillones de mimbre un hombre y una mujer, ya mayores, que reconocí instantáneamente aunque más por la familiaridad que me daba haber contemplado sus retratos muchas veces encima de una cómoda del salón de mis abuelos que por haberlos tratado directamente: el gran poeta Adolfo Anglés y su hermana Ramona, ambos hermanos de mi propio abuelo. Los dos miraban fijamente a la cámara sin sonreír. Un poco apartado de los demás, a la derecha de la fotografía con un pie apoyado en el borde redondeado de una fuente de jardín, un hombre joven, alto, impecablemente vestido de lino blanco, miraba pensativamente hacia otro lado. Parecía no haberse dado cuenta de que lo retrataban. Un sombrero de fieltro blanco le tapaba parte de la frente y dejaba en sombra la sien derecha. Tenía la mano diestra en el bolsillo del pantalón y con la izquierda se acariciaba el bigote. Aunque nunca lo había visto encima de la cómoda del salón de los abuelos, supuse que se trataba de Carlos Mata, el gran torero mexicano que era primo hermano de África y de mi madre e hijo de María, tercera de los hermanos de mi abuelo. En mi familia española no estaba bien reconocer que teníamos a un torero entre los primos, por famoso que fuera, o a un poeta entre los tíos, precisamente por ser éste un cantor maldito de las dolencias del alma colectiva. Nunca se hablaba de ellos; ni siquiera África los mentaba ya en los últimos años de su vida. En nuestra familia no había lugar para cómicos y artistas.

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