Menos de un día después, sin saber lo que había pasado y sin que a Cosme le hubiera dado tiempo a avisarnos, fuimos todos a la tasca de Tomás en Lavapiés. Cosme nos recibió con aire abatido.
– ¿Está Tomás? -pregunté.
Rehaciéndose, Cosme señaló con los ojos a dos policías de paisano que bebían un vaso de vino acodados a la barra. Iban sucios, con sendas gabardinas llenas de lamparones, y uno de los dos llevaba días sin afeitarse.
– Han detenido a mi hijo y lo van a juzgar.
– ¡Dios mío! ¿Cuándo? -Los dos policías giraron la cabeza para mirarnos.
– Ayer, cuando volvía en tren desde Barcelona.
– Pero, hombre. ¿Y por qué? -pregunté asustado. Detrás de mí, Juan y las Castañas y Biel y Andresito se movieron como queriendo hacerse más pequeños, apelotonarse para que no se los viera.
Cosme se encogió de hombros.
– Por nada. El chico no ha hecho nada. Yo qué sé por qué… No sé lo que va a pasar…
En ese momento, uno de los dos policías nos interpeló:
– A ver, identifíquense.
– ¿Y por qué? -Me latía el corazón muy de prisa-. No hemos hecho nada.
– ¡No me discuta! ¡Enséñeme su documentación o me los llevo a todos a la Dirección General!
– ¿Y qué hacen unos niños tan monos y tan bien vestiditos en este antro? -preguntó el otro policía-. ¿Vamos a tener que llamar a papá? ¿Para que les dé tas tas en el culito? ¿O vamos a tener que darles de hostias nosotros?
Detrás de mí, mis amigos se encogieron aún más y a Lucía se le escapó un gemido. Tragué saliva.
– No hemos hecho nada -repetí. Le entregué mi DNI-. Y no tiene usted por qué insultar de esa manera.
– Insulto lo que me sale de los cojones -dijo girando varias veces la cabeza como si le estuviera estrecho el cuello de la camisa. Dio un paso hacia mí-. ¿Habráse visto el niñato este?
– Espera, Pepe, tranquilo -dijo su compañero, y dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Es usted algo de don Javier Casariego?
– Soy su hijo.
En esos días, después de la ejecución de Julián Grimau y el escándalo que se había armado en el extranjero, se hablaba de que el Generalísimo iba a hacer nueva crisis de gobierno y que mi padre iba a ser nombrado ministro de Justicia. «¿Yo, un hombre de Marañón y de Ortega y Gasset? -había exclamado cuando le habían llamado sus amigos para contárselo-. ¿Yo colaborar con la dictadura? Están locos. ¡Nunca seré ministro de Franco! Por muy hombre de orden que sea.»
– Bueno, hombre -dijo el policía más tranquilo-, usted, el hijo de un hombre público y respetado, metido en estos líos, aquí en este antro…
Miré a Cosme con el rabillo del ojo; estaba apoyado sobre la barra con las dos manos separadas y los brazos rígidos y miraba negro negro a los dos policías de la social. Si las miradas hubieran matado, ambos policías habrían caído al suelo fulminados.
– No hemos hecho nada… Conozco a Tomás y… y…
– Bueno, bueno… Mejor será que se vayan a casa, ¿eh? Y ya hablaremos con su padre.
– Venga, largaos ya, niñatos -dijo el que se llamaba Pepe.
– Lo siento, Cosme. Ya le diré a mi padre lo que ha pasado.
– Déjalo, Borja. No te metas en líos. Nosotros ya saldremos de ésta y como Tomás no ha hecho nada… pues eso…
– Tú a callar -dijo el policía tranquilo.
– Bueno, bueno -dijo Cosme-, es mi hijo, ¿no?
– Venga… -dijo Pepe con impaciencia.
Estábamos en primavera de 1963, si no recuerdo mal. Yo había terminado la carrera casi dos años antes, igual que Biel, Juan y Andresito. Mi padre nos había metido en el despacho como pasantes a Biel y a mí una vez que hubimos terminado los meses de prácticas de las milicias universitarias que nos quedaban por hacer a todos como traca de fin de carrera. A mí me había tocado en Valencia. Marga estaba en tercero de Arquitectura pero se las compuso para pasar un mes en la ciudad, se supone (eso había contado a sus padres) que en casa de una compañera de facultad, pero en realidad en una pensión que no recuerdo como sórdida. Fue el momento más feliz de nuestra vida juntos: totalmente despreocupados, en manos del destino, vivíamos como marido y mujer, como si fuera un período estanco, separado de todo, sin antecedentes ni consecuentes.
Durante los dos veranos en que hacíamos las milicias en La Granja, Marga había venido a visitarnos. Una de las dos veces yo estaba arrestado y no pude verla. Pero luego, durante los permisos, íbamos a Mallorca, viajando en tren toda la noche y en barco todo el día, y al regreso igual, para aprovechar en el mar los cinco días que nos daban.
Y mientras nosotros empezábamos a trabajar en el despacho de mi padre, Juan se había quedado en el colegio mayor a estudiar la oposición de notaría y Andresito hacía lo propio para intentar entrar en la judicatura.
Juan y Sonia ya eran novios formales.
Javier y Elena eran novios formales y serían los primeros en casarse, claro.
Marga y yo éramos novios formales, los más formales y los menos formales de todos.
España andaba muy revuelta. Meses antes de la detención de Grimau (y de la de Tomás, que era la que nos afectaba e importaba de verdad), mucha gente de la oposición había viajado a Munich para reunirse con gente del exilio, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. Estos de la oposición interior eran sobre todo católicos, demócrata-cristianos. Uno de los pasantes de mi padre había acudido; con su consentimiento, claro. A mí no me había dejado ir.
Para lo que podrían haber sido, las represalias fueron mínimas. Al pasante de nuestro despacho le cayó un extrañamiento a Canarias y, cuando el ministro de la Gobernación le preguntó a mi padre cómo había podido tolerar esta deslealtad de su empleado, mi padre se limitó a encogerse de hombros y decir: «Bueno, estamos en un país libre, ¿no? Lo ha dicho el otro día el Generalísimo. Y yo no puedo controlar lo que piensan quienes trabajan para mí.» Es revelador de la influencia de mi padre y del respeto que inspiraba que no le hicieran nada.
– Papá, tienes que ayudar a Tomás… -le dije aquella noche, cuando hubimos vuelto de la tasca de la calle Lavapiés y una vez que le hubimos explicado con detalle todo cuanto había ocurrido.
A punto estuvo mi padre de llamar por teléfono al ministro de la Gobernación para quejarse del trato que me habían dado, pero luego lo pensó mejor y decidió no complicar más las cosas.
– ¿Ayudar a Tomás? No te entiendo. ¿Cómo podría ayudarlo?
– Defendiéndolo, sacándolo de la cárcel… eso, ayudándole.
Cerró los ojos y con las manos unidas se masajeó la nariz.
– Ni aunque quisiera, podría. ¿Defenderle?
– Sí, claro que sí. Eres un abogado de prestigio, te respetan… Si hablas con el ministro de la Gobernación -levantó una mano para recordarme que había decidido no hacerlo-, bueno, no ahora mismo, tal vez, pero ¡si hablas con él a diario! Papá, que te han ofrecido ser ministro de Justicia… Seguro que si tú lo pides, le dejan en libertad.
– ¡Pero si es comunista! Tú mismo lo has reconocido. Aquí las cosas se han puesto mal. Ya has visto cómo dieron garrote a Grimau. Ni con la petición de clemencia del papa se ablandó Franco. Los comunistas, Dios mío, los masones -sacudió la cabeza con incredulidad- son el enemigo público número uno en esta mierda de país. Hay cosas a las que mi influencia no alcanza, Borja, y la principal es ésta de liberar a comunistas… Además -apretó los labios-, contra la jurisdicción militar no podemos hacer nada.
– Espera, espera, papá, llevamos semanas hablando del Tribunal de Orden Público que van a crear para acabar con la jurisdicción militar sobre crímenes políticos…
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