Fernando Schwartz - La Venganza

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En los albores de la transición democrática, Borja, un prestigioso abogado madrileño, abandona su bufete londinense para instalarse en el pueblo mallorquín donde pasó los veranos de su infancia y su juventud. En los salones de la acomodada burguesía isleña, el viejo círculo de amigos que aún conserva fingirá sorpresa al encontrarse con él de nuevo, por más que sepa de su regreso por la prensa. El reencuentro de Borja con sus viejos compañeros (Jaume, Biel, Marga…) y con su hermano Javier revivirá viejas rivalidades y conflictos, lo que acaba poniendo de manifiesto la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido. Es cierto que Borja busca la paz después de su fracaso matrimonial, pero también lo es que él aguarda, desde su retiro mallorquín, el ofrecimiento de un alto cargo político en el nuevo gobierno de Adolfo Suárez. Sin embargo, el amor trastrocará los planes de Borja y el rescoldo de un antiguo romance arraigado en lo más profundo de su pasado lo llevará a pasar revista a su vida y lo abocará a un final tan revelador como sorprendente.

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– Cojones -dijo Tomás, y ninguna de las chicas se escandalizó.

Javier sonrió.

– Ven, Tomás, siéntate conmigo -dijo.

Y ambos al piano rompieron a tocar las melodías que se reconocían uno a otro y que tarareábamos los demás. Blue moon y Chattanoga choo choo y La mer y Walkin'my haby back home y When the saints go marchin'in, que cantamos todos sin desafinar demasiado. Se quitaban la palabra, la nota, el acorde, y lo recuperaban y lo cedían y reían, y Javier y Tomás se hicieron aquella tarde amigos para toda la vida.

– Oye, chaval -dijo Cosme, el padre de Tomás-. Tú vienes aquí a tocar esta carraca cuando te dé la gana, ¿me oyes?, y si alguien se queja, como a veces se quejan del aporreo de éste -señaló a su hijo con la barbilla-, yo mismo me encargo de cortarle los huevos. -Miró a las chicas con gran seriedad-. Ya sabéis, chicas, le corto los huevos con perdón, no os vayáis a ofender, que este chaval es un fenómeno.

Tomás y Javier, con orgullo el uno y en secreto el otro porque se hubiera dicho que el arte se ofendía (y porque mi padre sí que le habría cortado los huevos como había dicho Cosme), empezaron a tocar por ahí, en fiestas y bares, cobrando, claro. Nadaban en oro y se lo gastaban todo, pero en el caso de Javier era porque no se le ocurría qué otra cosa hacer con el dinero. Me prestó una cantidad grande para irme a Barcelona una Semana Santa. Se vino conmigo y con Tomás, y Marga les dio un beso a los dos. Javierín se puso muy colorado.

Y cuando poco tiempo después mi hermano tocó en la final del Mozarteum en Salzburgo y ganó y luego dio el concierto del vencedor, además de toda su familia estaba Tomás llorando a moco tendido. A mi madre no le había parecido bien que viniera («este chico no me gusta, ya lo sabéis»), pero Javier no se amilanó y exigió la presencia de su amigo.

Fue extraña esta amistad que se estableció entre Javier y Tomás. Se querían y se respetaban con puntillosidad, pero tenían muy poco en común. Ni el ambiente familiar respectivo ni la sensibilidad ni la delicadeza de uno cuando se la comparaba con el desgarro chulesco del otro facilitaban la relación, la complicidad y el entendimiento mutuo. Por eso acabé siendo yo el nexo de unión entre ambos. Me consultaban los dos sobre cómo debían hablarse, las cosas que les gustaban, la interpretación de lo que uno y otro decían. Y al final fue el propio Tomás el que aprendió a distinguir lo que podía y lo que no podía hacer en relación con Javier. Y lo que sobraba lo dejó para mí.

Así fue como salimos con unas osas extranjeras que había conocido Tomás en el bar de Filosofía y Letras. Y debo decir que mi primera cita a ciegas no fue un éxito sin paliativos. La de Tomás era una francesa, aquella que había llegado a Madrid impresionada por la abundancia de campos de deportes a lo largo y ancho de la geografía española, y la que me correspondía era una inglesa, Barbara, de carnes abundantes y ojos de cerdito relleno. Una chica simpática pero poco tentadora como posible aventura. Aclararé que nada estaba más lejos de mi ánimo en aquel momento que embarcarme en un episodio carnal. Si alguna utilidad podía tener todo aquello era la de establecer una relación amistosa con alguien a quien acudir en Londres cuando me mandaran mis padres a aprender inglés durante el siguiente verano. Pero para Tomás las cosas eran bien diferentes: tenía un solo objetivo y si no salía a solas con su amiga francesa era para no alarmarla innecesariamente al principio y que se pusiera a la defensiva antes de haber intentado él, qué sé yo, darle un beso («con lengua, ¿eh?») o tocarle los pechos.

A mí, por el contrario, me atrajo mucho más la idea (más limpia, menos comprometida) de ir a un guateque de gente bien, una familia amiga de mi madre con dos hijas que dieron una fiesta prenavideña. Mi madre hizo que Juan fuera invitado y allá nos fuimos los dos vestidos con nuestras mejores galas.

No tuvimos mucho éxito en aquel primer guateque. Juan se aburrió de solemnidad y yo me topé con la resistencia de casi todas las chicas a bailar conmigo. Se debía, claro, a que nadie nos conocía aún. Sólo las niñas de casa accedieron. Era evidente que lo hacían obedeciendo órdenes estrictas de su madre. Las demás me despacharon con un «estoy cansada» o un «acabo de bailar» o un misterioso «no puedo, guardo ausencias». Pregunté a una de las dos anfitrionas qué significaba aquello de guardar ausencias y me fue explicado que se debía a que tenían un novio que estaba ausente y que, por consiguiente, respetaban la circunstancia no bailando con nadie. A Juan le pareció una idiotez («pues si se van a poner tan estrechas, que no vengan a la fiesta, ¿no, tú?»), pero a mí se me antojó una muestra sublime de fidelidad y lealtad. Pensé en Marga y creí que, respetando la nueva teoría, yo tampoco debía bailar con nadie; me iba a costar un poco, pero lo haría.

Sin embargo no era la ausencia en sí lo que me atraía en verdad, sino el juego de la pureza algo coqueta que encerraba. Se trataba de un sacrificio activo, de los que pedía don Pedro, una actitud virginal a la que yo a lo mejor no era ya acreedor pero que me resultaba de instinto más atractiva que la negrura apasionada de lo que me ofrecía Marga. Y de ese modo fui separando pasión de elegancia, fuerza de limpieza, amor de blandura, y me refugié en las tres virtudes teologales, elegancia, limpieza y blandura, acentuando así mi alejamiento del mundo real.

Escribí a Marga explicándole el asunto de las ausencias. Creo que se me adivinaba entre líneas un toque de admiración, de añoranza por tan poco arriesgada actitud vital, y Marga, como siempre, lo adivinó al instante: «Ay, mi amor. ¡Y pensar que hay gente a quien atraen estas cosas! Pues vaya una tontería, ¿no? Guardar ausencias porque el novio no está equivale a confesar que el amor con ese novio es completamente superficial, que no ha calado más adentro que la epidermis. Yo puedo bailar con quien me da la gana porque, mientras bailo, el rescoldo que llevo dentro es tuyo, mi entraña es tuya, sólo ha sido tuya. Vaya niñas ésas con las que vas a bailar. Qué montón de sinsorgas. Si no te conociera el sexo y cómo se te pone cuando estamos juntos, hasta creería que te gustan…»

Esta doble o triple vida que llevaba me tenía algo esquizofrénico y, en el fondo, añorante de una existencia sin complicaciones que me permitiera dedicarme a labrar el famoso futuro que recomendaban mi padre y don Pedro.

La escapatoria estuvo en las cosas de la política, porque me pareció que los riesgos que empecé a tomar en aquella dirección (mínimos, todo hay que decirlo) justificaban toda mi vida y me permitían trampear y jugar a ignorar que todo quedaba en la superficie de las cosas, de los amores, de las pasiones, de los sentimientos. Cuando se pasa miedo, cuando la adrenalina se descarga, no se suele analizar la verdadera justificación moral de los actos.

Esa época coincidió más o menos con el comienzo de los verdaderos problemas de Tomás con la policía.

A Tomás lo venían siguiendo desde algún tiempo atrás. Como era joven, chaparro, descarado y con pinta de inocente golfillo, Cosme y la demás gente de su célula comunista lo utilizaban como correo. Nada era impuesto: él se ofrecía gustoso y se reía del peligro.

Yen un viaje a Barcelona lo detuvieron. Tuvo suerte porque, habiéndose dado cuenta de la vigilancia, se metió en el váter del vagón y tiró los papeles que llevaba por la taza. «Así, si los descubrían en la vía, tendrían que leerlos limpiándoles la mierda con las manos», me dijo meses después. Reía un poco de lado porque le había quedado una cicatriz en la barbilla a consecuencia de las palizas recibidas en los calabozos de la Puerta del Sol. Le pegaron menos que a Julián Grimau cuando había sido detenido unos meses antes porque era menos importante, no porque se apiadaran de él o de su juventud, y porque comprendieron que sabía pocas cosas. Luego me contó que lo único en lo que pensaba era en exculpar a su padre, como si no supiera nada.

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