Lucia Etxebarria - Un Milagro En Equilibrio

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2004, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Pere Gimferrer, Juan Marsé, Carmen Posadas, Antonio Prieto, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Una historia que conmoverá a los hijos y pondrá a prueba a los padres
Eva Agulló se ha hecho famosa con un libro sobre adicciones. La propia Eva es, en realidad, una adicta. Adicta al alcohol, a la angustia, a la valoración de los otros. En una carta-diario escrita a su hija recién nacida mientras su madre agoniza en el hospital, Eva intenta explicar de qué familia viene para poder imaginar hacia qué familia se dirige. A caballo entre el pasado, el presente y el futuro, entre Nueva York, Madrid y Alicante, reconstruye la historia nunca contada de la familia Agulló Benayas: los secretos a voces, las herencias, materiales o no, que los padres legan a sus hijos, y cómo para algunos lleva toda una vida aprender a vivirla. Para acabar concluyendo que la vida es, en sí misma, un milagro. Un milagro en equilibrio.

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Aquella mañana me había despertado al lado del novio guitarrista, el mismo cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado dentro de una botella enterrada en un descampado de la zona de Cuatro Vientos. Eché un vistazo al reloj de la mesilla y me di cuenta de que casi era la una del mediodía y, si no me apresuraba, iba a llegar tarde a la comida. Me levanté de un salto y me dirigí al cuarto de baño. El preguntó a qué venía tanta prisa y yo le contesté que tenía que comer con mis padres, mis hermanos y mis sobrinos. Me dijo que no fuera, que llamara para excusarme, y yo le respondí que aquello no podía ser. No sé por qué sigues esforzándote por complacerlos, dijo él, si al fin y al cabo nunca te hacen ni caso, si no te tienen en consideración, si ni siquiera han querido conocerme, si sólo quieren apartarte de mí… Yo interrumpí: tú tampoco has insistido en que te presentara. Es cierto, dijo él, pero nunca ha salido de ellos. Además, yo noto que nunca te llaman, y he visto la mirada despectiva que me dirigió tu hermano cuando coincidimos a la salida de aquel cine, no me hace falta más. Anda, quédate en la cama, conmigo, y vamos a tener un domingo para nosotros solos… No me quedé en la cama y eso le sacó de sí. Y lo siguiente fue acusarme de egoísta, de manipuladora. No te importo, decía, sólo me haces caso cuando te intereso y cuando ya no te hago falta me tratas como a un kleenex usado. Sí me importas, argumentaba yo. Pues, si de verdad te importo, llama a tu familia y quédate aquí conmigo. No puedo, sabes que no puedo… Y así durante diez minutos, veinte minutos, media hora, hasta que él recogió sus cosas y se marchó pegando un portazo.

Los pensamientos empezaron a aparecer en mi conciencia como relámpagos. Trataba de apresar uno, pero los que venían detrás lo empujaban y hacían imposible que me concentrase en alguno. Intentaba canalizar la corriente, pero la resistencia cedía. No sabía cuál de las dos partes tenía razón, si el hermano que había contado a la familia que el chico que me acompañaba a la salida del cine tenía pinta de drogadicto; si el padre que me dijo en su momento que sólo le presentara a un novio si estaba segura de que la cosa iba a durar toda la vida porque, de lo contrario, prefería no enterarse de mis aventuras, pero que sin embargo se mostraba amabilísimo, excesivamente amable, casi al borde del flirteo, con la sucesión de Olgas, Mashenkas, Natalias y Tatianas que acompañaban a mi hermano; o si el novio al que tanto le molestaba que comiera con la familia y no con él, el chantajista sentimental que me ponía entre la espada y la pared, obligándome a elegir entre dos lealtades que tiraban de mí con idéntica fuerza. Como era de esperar llegué tarde al restaurante, y cuando me encontré con la escena que me esperaba empecé a pensar, por vez primera, si no había elegido a aquel hombre precisamente porque se parecía mucho a las dos figuras masculinas más importantes de mi vida, mi padre y mi hermano, pese a que no compartiera rasgos físicos, ni indumentarios, ni de estilo, ni religión, modos o creencias con ellos. Sólo había en común un rasgo de su carácter muy particular: el de creer que a él le asistía siempre la razón y que los demás estábamos desposeídos de ella por principio.

Aquella comida fue el detonante de la espectacular bronca que tuvimos sólo un día después en un bar debajo de mi casa, pues mi entonces pareja no me perdonaba que le hubiera dejado solo un domingo, y después de esa discusión fue cuando me bebí un litro entero de vodka yo sola, etcétera, etcétera, etcétera…

Los recuerdos invaden la cabeza como una marea negra.

En aquel Mercedes blanco, de camino a Madrid, me vinieron a la mente muchas cosas, muchos recuerdos que creía enterrados bajo una espesa capa de silencio, sueño y olvido, como todos esos años de infancia vividos junto a una madre siempre callada que juraba a quien quisiera oírla que su marido estaba loco por ella, como si necesitara repetirlo sin parar para poder creérselo. Pero qué sabía yo de mi madre si no sabía nada, si desconocía por completo que su cuñado, mi tío, estuvo enamorado de ella, si ya se había ido y nunca podré preguntarle si vivió feliz o infeliz, si se casó enamorada o eligió la renuncia por sistema y la resignación por destino, una especie de acomodo sin adaptación, por inercia. Años enteros en los que ella vivió persiguiendo la aprobación de otros como quien persigue el horizonte, que se intuye pero nunca se alcanza, y años enteros de mi vida en los que yo hice exactamente lo mismo. Y toda mi historia, dentro de aquel vehículo, se me confundía en un laberinto donde me extravié de mí. Porque había vivido lo que creía que era mi vida entre la confusión y el ruido, creyendo avanzar cuando sólo me movía en círculos, creyendo amar cuando no hacía sino chocar una y otra vez contra un espejismo del amor que interponía como un cristal entre yo misma y mi reflejo. Hubo quien vivió esa vida, y había sido yo, pero de pronto me sentí como si hubiera despertado de un sueño ajeno, y pensaba que nada de por lo que yo había luchado merecía la pena, ni siquiera mi familia, o quizá y sobre todo mi familia.

Mi familia de origen. Porque la primera familia había dejado de serlo desde que naciste tú.

¿El amor de mi padre? ¿El de mis hermanos? No sé si me quieren, no me atrevería a afirmarlo. Ni siquiera conozco si saben lo que es querer porque no creo que les hayan enseñado, si el amor es algo tan subjetivo como Dios o la literatura, conceptos que cada cual interpreta y aplica a su manera, ni siquiera yo sé lo que es querer si, hasta hace poco, sólo sabía obsesionarme por quien no me quería o por quien representaba lo socialmente aceptable, el sello que imprimir sobre el pasaporte que me permitiera cruzar la frontera que separaba mi mundo del de los otros.

Yo no quería a aquel famoso músico negro, sólo estaba alucinada, transportada y engañada, autoengañada, sólo me atraía el hecho de que el mundo le quisiera, de que miles de personas compraran sus discos, incluso de que los porteros de los clubs de lujo supieran su nombre. En algún rincón de mi cabeza suponía que su encanto se me contagiaría, que mientras estuviera a su lado no tendría que esforzarme como siempre por conseguir la aprobación ajena, que la adquiriría por ósmosis, por contacto.

¿Mi padre siente algo por mí? Ignoro lo que siente por mí, porque apenas lo conozco ni lo entiendo. Sé que dice que me quiere, como sé que yo nunca lo he sentido así, nunca. Sé que me hace daño, que me hunde, que cada vez que le veo vuelvo a mi casa odiándome. Pero también sé, porque te tengo a ti, que un hijo tira de tal manera del corazón de quien lo cría que sería imposible o muy difícil que mi padre hubiera olvidado ese lazo invisible y sólido que pese a todo nos une. Quizá lo que sucede es que, como el mono del documental, no puede impedir desahogar su frustración, y que el amor y el odio se encuentran íntimamente conectados en su cerebro, emociones que se basan en idénticos circuitos primarios, que atraviesan las mismas regiones en su camino hacia el hipotálamo. Qué puedo yo entender o aspirar de un hombre del que en el fondo todo ignoro, que vivió más de cuarenta años en un mundo en el que yo no existía, cuando yo no era ni una ilusión de futuro siquiera. Un hombre con sus propios miedos, angustias y sueños rotos que nada tienen que ver conmigo, un hombre cuya vida no gira a mi alrededor, por más que así yo lo deseara, tan intensamente, cuando era niña.

No, yo no fui muy feliz en la infancia. Ni mucho ni poco. De hecho, conozco poca gente que lo fuera. Los padres de Sonia se divorciaron cuando ella tenía cuatro años. Tania, por su parte, ni siquiera conoció a su padre, un señor casado que dejó a su madre embarazada. El conocimiento me ha hecho entender que las únicas familias felices son aquellas que no conocemos bien y que mi tragedia personal no es ni mejor ni peor que la de otros, sólo distinta. Pero es mía, es mi equipaje, mi recuerdo, mi memoria. Es el fardo con el que tengo que cargar o del que me tengo que deshacer. El caso es que no fui feliz. Desde que tuve uso de razón vi llorar a mi madre al menos una vez por semana por una cosa u otra, bien porque se había peleado con mi padre o porque se trataba de uno de aquellos días en que se encontraba demasiado fatigada y no podía levantarse de la cama. ¿Su corazón? Sí, era su corazón el que le impedía levantarse, pero nunca sabré si se trataba del órgano físico, el músculo que bombea la sangre a los tejidos del cuerpo a través de los vasos, ese que tiene dos atrios y dos ventrículos, o el metafórico, los sentimientos inexpresables que se guardan ahí y que afloraban en forma de síntomas físicos, el puro cansancio de cargar cada día con la culpa, la amargura y la frustración a las espaldas. No importaba lo que hiciéramos por ella, nunca era suficiente. Como los niños, exquisitos barómetros sensitivos, están tan bien sintonizados a la frecuencia emocional de sus padres, y como yo vivía en mi propio mundo y era incapaz de darme cuenta de que ella tenía un mundo ajeno, personal e intransferible, del que yo no formaba parte, vivía convencida de que, si mi madre no estaba bien, de alguna manera yo había sido la causante, y así estar cerca de ella se convertía en una experiencia de culpa constante y, consecuentemente, cuando crecí acabé por evitarla al máximo. Tenía por otra parte un padre guapo e inteligentísimo, pero también distante e imprevisible. Ya te he dicho que un día parecía encantado con nosotros y al siguiente nos prohibía entrar en su despacho bajo ningún pretexto y no salía de allí excepto para irse a la cama. Mi hermano, como bien dijo Jaume, era el repelente niño Vicente, un crío acusica y resentido, herido en el alma con el dolor agudo y puro que sólo los niños pueden sentir, un niño con el que no se podía jugar a nada porque no le gustaba perder y porque a la mínima se aprovechaba de su superioridad física para emprenderla a patadas o pellizcos. Y mis hermanas vivían en su propio universo exclusivo, en su habitación compartida de estampados florales y colchas y cortinas a juego, en una existencia paralela que se intuía brillante y armoniosa y a la que yo no tenía acceso porque,

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