Jaume estuvo en casa ayer por la noche. Sí, el mismo Jaume que me escribió un mail diciendo que hablara a mi madre porque él sabía por experiencia que aun inconsciente en apariencia, en pleno sopor mórfico, un enfermo se entera de lo que sucede a tu alrededor. Visita relámpago desde Alicante. Vino a firmar algo de un contrato y se vuelve a casa hoy mismo, según él porque tiene mucho trabajo pendiente, pero sospecho que la verdadera razón es que no quiere dejar a Manolo, su novio, solo. A Jaume y a Manolo los conozco desde que éramos críos y críos debían de ser ellos cuando se liaron. Ante familiares amigos y conocidos siempre fueron una pareja de amigos inseparables. De la solidez real de esta inseparabilidad me enteré yo a los veinte años, cuando me explicaron la situación, pero nunca me han dicho en qué momento la cosa pasó de amistad a amor. En cualquier caso, no iba aquí a hablarte de sus vidas sino de un tumor cerebral que a Jaume le extirparon cuando era muy joven y que le costó tres meses en cuidados intensivos. Dice que sobrevivió porque ni un solo día dudó de que lo lograría. Me contó que cuando ya le habían quitado la morfina y estaba despierto, jugaba a las cartas con otros pacientes de la planta. Tenían una norma: cada uno debía pagar sus deudas a final de partida. No se fiaban, porque nunca se sabía si el deudor despertaría vivo a la mañana siguiente.
Lo que sucedió en el cuerpo de tu abuela se parece mucho a lo que sucede en el entorno del enfermo. Se vuelve a aplicar ese viejo axioma de la sociología del cuerpo como metáfora de la sociedad. Una pancreatitis que provoca una mediastinitis que provoca un absceso que provoca un neumotórax que exige antibióticos que provocan un fallo en el riñón… Una reacción en cadena. Una hija de una madre que se pone enferma, una hija que va al hospital y vuelve cansada y enferma a su vez de complejo de culpa, y entristece a la persona que vive con ella, que a su vez se deprime… Y la tristeza se va extendiendo como una mancha negra, inexorable como un cáncer. Otra reacción en cadena.
El hospital es un caos. Hay camas arrumbadas en los pasillos y por todas partes se ve al personal corriendo de un lado a otro como hormigas despavoridas de un hormiguero pisoteado. No puedo dejar de pensar que transcurrieron casi dos días desde el ingreso de mi madre hasta que se confirmó el diagnóstico de pancreatitis. Tal vez, de haberlo sabido antes, no estaríamos en las que estamos pues se habría podido atajar la infección. Pero qué más podía hacer un grupo de médicos estresados en un hospital al que le falta personal, medios, y, sobre todo, dinero.
El sábado estaba haciendo zapping de cadena en cadena, contigo en brazos, con la vana esperanza de encontrar algo que te distrajera, cuando aterricé en un programa del corazón. Una invitada anunció alegremente que había habido un desfalco en el ayuntamiento de Marbella de cincuenta y seis mil millones de pesetas y luego siguió hablando de su divorcio como si tal cosa, como si el tema del dinero robado no tuviera mayor importancia y, desde luego, fuera mucho menos relevante que los cuernos que le puso su marido, como si la desaparición de semejante cantidad fuera cosa de todos los días y como si esa cantidad no fuera propiedad en realidad del pueblo de Marbella, que se la han cedido al ayuntamiento vía impuestos. Por menos se montó la Revolución Francesa.
Aveces estoy tan cansada y tan desesperada que me gustaría estampar algo contra la pared. Pero no lo hago porque racionalizo: pienso antes de actuar. En el pasado, cuando bebía, ese paso intermedio, la milésima de segundo de razón que precede al acto impulsivo y lo aborta, no existía: el alcohol lo eliminaba. Por tanto actuaba siempre por puro instinto y acababa haciendo todo tipo de estupideces.
Lo curioso es que en lugar de deprimirme sienta rabia. Rabia. No quiero llorar, no. Mi primer impulso sería emprenderla a puñetazos con alguien, salir a quemar el Ministerio de Hacienda. Y eso lo he aprendido de mi familia. En mi familia nadie llora en público, ni se coge la mano o se besa. Pero sí gritan a la mínima ocasión. Incluso mi madre, que tenía prohibidas las alteraciones por expresa indicación médica, se enzarzaba a gritos con mi padre día sí día también. Obvia decir que estas discusiones las ganaba siempre él. Ya te he dicho que era quien tenía siempre la razón y la última palabra. Es una extraña contención de sentimientos propia de esta familia, que sólo sabe expresarlos cuando ya están acumulados y de pronto explotan como una olla a presión. Será por eso por lo que, por mucho que lo intente, no he sido capaz de acercarme a mi madre inconsciente y decirle al oído que, a pesar de que nunca lo haya parecido, en realidad sí la quiero. Pero nos opone un mundo derruido que se alza como obstáculo entre mi madre y yo, un montón de ruinas cercadas por una impenetrable barrera de silencio.
Y te preguntarás por qué me concentro en contarte la historia del FMN, que al fin y al cabo tan poco duró y nada dejó, ni estelas, ni marcas, ni pisadas ni recuerdos tras de sí. Pues te he contado la historia porque la encuentro muy importante a pesar de que muchos puedan pensar, y con razón, que poca importancia llegara a tener, si ni siquiera cumplió el mes, una historia vivida junto a un hombre del que nunca más volví a saber nada, cuyas intimidades o secretos jamás conocí, al que sólo me unía un lazo muy precario hecho de ilusión e inseguridad. Pues bien, a mí me resulta muy importante esta historia porque el FMN representaba el Santo Grial que yo me había pasado media vida persiguiendo, en aquellos tiempos en los que no entendía por qué Susan Sarandon rechazaba a Michael Madsen en Thelma 8c Louise, en aquellos tiempos en los que trepaba trabajosamente por la escala social de Madrid tratando de que me invitaran a las mejores fiestas para ver si allí encontraba a ese hombre rico, famoso, talentoso, glamuroso y demás adjetivos terminados en -oso que me gustara, que cuidara de mí, que me hiciera la mitad de una pareja, de la pareja del milenio a ser posible, y que me diera una vida fácil y llena de lujos, una vida en la que el dinero nunca fuera un problema, una vida en la que las entradas y salidas viniesen a colmar el vacío inmenso del que estaba hecha mi historia, una vida en la que experimentara por primera vez sensación de pertenencia, en la que pudiera llamarme «señora de» para poder decirme a mí y al mundo que efectivamente yo era de alguien, una vida en la que los demás me colocaran en un puesto fijo, en la que los otros me reconocieran por mi nombre y así me explicaran quién era, una vida en la que se acusara mi presencia, se registrara mi nombre, se perdonaran mis errores y se atendieran mis necesidades. Una vida delegada a la que dejara de llamar mía, cuya responsabilidad recayera, por fin, en otro.
Por eso, el hecho de que nunca respondiese a la retahila de llamadas que se fueron acumulando en el contestador podría revestir poca importancia a ojos ajenos, pero marca para mí el momento en que te concebí sin ni siquiera haberte concebido, pues el hecho de verme una persona entera y no como una mitad en permanente búsqueda de la otra mitad que debía completarla, implicaba además la asunción de mi capacidad de enfrentarme a la vida yo solita, sin muletas. Y de rebote, mi capacidad de reproducir esa misma vida si quisiera. Porque por supuesto yo nunca había siquiera soñado con tener hijos, no era aquella una perspectiva que me llamara lo más mínimo la atención porque, como solía decir por entonces a quien quisiera escucharme repitiendo una coletilla muy de moda entre la gente con la que me movía: ¿cómo iba a saber cuidar de otra persona cuando ni siquiera sabía cuidar de mí misma?
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