Pues bien, esas niñas nunca pidieron nacer. Tú tampoco. Pero me parece que a ti te va a tocar pagar menos por el dudoso privilegio de haber llegado a esta tierra sin sentido.
Pienso en la tía Reme, que nunca tuvo hijos. Mi madre aseguraba que había sufrido mucho por eso. Y si sufrió, nunca lo exteriorizó. Ni una sola palabra al respecto, ni una sola queja o reproche a su marido. Desde luego, se notaba que los niños le gustaban porque siempre fue cariñosísima con nosotros y nos colmaba de besos y regalos. Recuerdo cuando, hace unos años, cruzamos a la perra de mi madre, una teckel de pelo largo, greñuda como una fregona, a la que llamábamos Puxa -pulga-, aunque en realidad se llamaba Sandra von Lehrschen Forst y no sé cuántos apellidos más, pues vino con unos papeles que así lo atestiguaban y que decían que era hija de campeones. Esta perra había sido el costoso regalo de Navidad para los niños que yo cuidaba por entonces, y los padres se gastaron una auténtica pasta en el regalito. Pero en cuanto la madre cayó en la cuenta de que el monísimo cachorro se hacía pis en las alfombras persas y mordisqueaba los cojines de los sofás de cuero del saloncito ideal, me ofreció quedármelo, digna y encastillada en su orgullosa antipatía, como si me estuviera haciendo el favor de su vida, una oferta hecha en el mismo tono de aburrido menosprecio que siempre usaba para dirigirse a mí, esa chiquilla vulgar que formaba parte del servicio. Y no acepté el perro porque fuera caro, me lo llevé porque me daba mucha pena y con la idea de buscarle una casa. Al final no hubo ni que buscarla, porque mi madre se encariñó inmediatamente con la cachorrita y se la quedó. Y con el tiempo la perra nos salió bien cara porque, como suele suceder en estos casos, para conseguir su pedigrí de generaciones el criador había cruzado a padres con hijos y a hijos con hermanos, y el resultado había sido un animal muy cariñoso, pero más delicado que un Borbón y que estaba siempre enfermo. Cuando por estricta recomendación veterinaria, para evitar un posible cáncer de mama, cruzamos a la perra, fue con otro hijo de campeón, un novio de buenísima familia que le buscó el de la clínica. Yo habría querido un pretendiente más golfo, sin tanto apellido, para que nos salieran unos cachorros fuertes, pero mi madre dijo que los cachorros nobles eran más fáciles de colocar y que ella no quería verse, de la noche a la mañana, con cinco perritos a los que nadie quisiera. Así que nos vimos con cuatro chuchos von no sé cuantos por los que nos ofrecían varios billetes de los azules. Cuando quisimos regalarle uno a la tía Reme nos dijo que no quería un cachorro, porque de lo contrario en el barrio iban a murmurar, dirían que se había buscado un perrito faldero sólo porque no podía tener hijos. Fue la única vez que le oí mencionar el tema. Y una de las muy pocas en toda su vida en la que detecté en su voz un poso de amargura.
Quizá por eso bebiese tanto en las cenas familiares.
Cuando la teckel tenía catorce años las cataratas le velaron los ojos con una telilla transparente. Ya casi no veía y se iba dando golpes con todos los muebles de la casa. Además, se hacía pis por las esquinas, como un cachorro. El veterinario nos sugirió sacrificarla, pero dijimos que no. Poco más tarde empezó a vomitar todo lo que comía y se pasaba el día tumbada en su cestita, gimiendo bajito, así que volvimos a llevarla al veterinario, que esta vez nos vino a decir que la perra tenía el hígado hecho migas y que no iba a sobrevivir, que en nuestra mano estaba evitar que sufriera y proporcionarle una muerte dulce. Así que le pusieron una inyección y ése fue su fin.
Y no sé por qué me acuerdo de aquella historia precisamente ahora, porque se me vienen las lágrimas a los ojos, y creo que no exactamente por la perra.
La misma resignación nos falta para aceptar la muerte. Esta tarde, en la UVI, había dos señoras venga a llorar. No me sonaban ni de lejos, estoy casi segura de que no las había visto antes. Estaban dando todo un espectáculo bastante incómodo, sobre todo para los que nos venimos esforzando en contener las lágrimas por no desanimar más aún a los que tenemos alrededor. Un señor que iba con ellas ha comenzado a amenazar a uno de los ATS con el puño, a gritos, y no me he enterado muy bien de lo que decía. Al final al señor se lo han llevado entre dos celadores y un guardia de seguridad. Después Caridad me ha explicado que a la madre del señor le habían ingresado de urgencia con unos dolores agudos en el estómago, algo que no parecía nada grave pero que ha resultado ser una peritonitis muy avanzada. Le habían hecho una intervención de urgencia, pero sufrió un shock séptico y la mujer no sobrevivió al postoperatorio. El hijo prefería culpar a los médicos que al destino, o a la madre naturaleza, o a la misma paciente o a su familia, a los que no se les había ocurrido visitar al médico antes, cuando la cosa aún se hubiera podido solucionar.
De la misma forma que no vemos gordas en las revistas de moda ni en los programas de televisión, tampoco vemos la muerte a nuestro alrededor. Ya nadie o casi nadie lleva luto y nunca se habla de los familiares muertos, como si no existieran. Sólo cuando cuentas que tu madre está en el hospital descubres que a la mayoría de tus amigos les falta un padre, o una madre o un hermano, una ausencia que hasta ahora nunca habían mencionado. Me recuerda un poco a lo que pasaba en el Mundo Feliz de Aldous Huxley, cuando de vez en cuando alguien vislumbraba el perfil o el humo de los crematorios pero no acertaba a recordar para qué servían aquellos edificios.
Sigue igual. Abre un pelín los ojos si se le grita al oído y de vez en cuando ladea la cabeza ligeramente o mueve la boca. Eso no quiere decir que nos entienda o que sepa que estamos ahí: puede tratarse de simples actos reflejos. Aunque Caridad intentó animarme y me dijo que estaba segura de que entendía, porque por la mañana le había preguntado si le dolía mucho y ella movió la cabeza para decir que no. Me gustaría creer a Caridad, pero a nosotros no nos ha hecho ningún gesto revelador. Sé que sabe que estamos ahí, pero su percepción podría ser tan limitada como la tuya, que sabes quiénes somos y entiendes nuestro tono, pero no comprendes nada de lo que te estamos contando.
Resulta curioso cómo la vejez acerca a los humanos al estado de bebé. Porque ahora ella es como tú: incapaz de moverse o incluso de sobrevivir sola. Y, sin darnos cuenta, sin querer, sin pensarlo, todos le hablamos como a un bebé, empleando un tono agudo al dirigirnos a ella y moviendo exageradamente la boca.
Me ha sorprendido ver que alguien ha colgado en la cabecera de su cama una estampita de la Virgen de la Asunción. Le he preguntado a Caridad quién la ha puesto ahí y me ha contestado que no está segura, pero que juraría que mi padre, lo que me ha sorprendido todavía más, porque de toda la vida siempre fue muy escéptico con respecto a lo que consideraba supercherías.
Mi madre sufría una cardiopatía congénita que los profesionales no supieron diagnosticarle hasta los veintitantos años. Cuando ella era pequeña, en Alicante, el médico aseguró que sufría fiebres reumáticas. Le costaba muchísimo hacer esfuerzos, se ahogaba si tenía que ascender por un tramo de escalones, no podía cargar con las bolsas si iba a la compra y siempre estaba sufriendo de palpitaciones. Sus manos, desde que yo las recuerdo, llamaban mucho la atención porque eran blancas como la cera, exangües, consumidas, de dedos largos y frágiles como pequeñas cañas de bambú y surcadas, desde las muñecas a los nudillos, de finos ramales verdiazules. Cuando tenía una crisis de palpitaciones los labios se le ponían de color violeta y parecía una resucitada. Por eso había adquirido el hábito de llevarlos siempre pintados y de no salir a ninguna parte sin un pintalabios y un espejito de bolsillo. Este aspecto lánguido y enfermizo no mermaba su belleza, más bien al contrario: de la enfermedad le venía la extrema delgadez y el aire elegante y delicado.
Читать дальше