El hombre al que una brújula eliminó de mi paisaje bebía mucho, lo que se dice mucho, salía todas las noches y se ventilaba un mínimo de tres o cuatro copas. Pero también bebía de día: las cañas del tapeo, los güisquis para la sobremesa y los carajillos de media tarde. El caso es que a base de seguirle el ritmo yo misma me había convertido, si no en una alcohólica anónima, sí en una borracha conocida, conocida en todos los bares de Malasaña y Lavapiés.
Pero no todo era negro en mi vida. Había perdido un montón de amigos, cierto, pero también conservaba muchos que habían demostrado una lealtad inquebrantable y que me habían aguantado en los peores momentos, cuando gritaba a la menor nimiedad o me ponía a llorar porque se me derramaba la taza de té; estaba redonda, pero no obesa, seguía teniendo una cara bonita y, desde luego, no me costaba ligar; había escrito un libro del que me avergonzaba, pero al menos había conseguido publicarlo; me había quedado sin novio, pero había ganado en tranquilidad; tenía casa propia (o que llegaría a serlo algún día, porque en realidad la casa era del banco), un perro al que adoraba, varios trabajos (por más que malpagados) y, sobre todo, tenía ganas de vivir, no demasiadas ni exultantes, pero desde luego muchas más de las que tuviera antes, pues por cada pensamiento suicida que surgía dentro de mí había dos momentos en los que pensaba: «Esto se puede arreglar, las cosas se pueden arreglar, todo puede ir a mejor.» Porque como te he escrito antes no disponemos de más armas que la razón para combatir los sentimientos.
Te explico lo que son «contracciones ineficaces». Son las que tuve yo durante casi un mes antes de que nacieras. Son muy fuertes y se diferencian por su intensidad de las «contracciones de Braxton-Hicks», que son, por así decirlo, unas contracciones de prueba, poco dolorosas, con las que el útero se va entrenando para el parto y que se notan desde el octavo mes de embarazo. Las que yo sufría, sin embargo, eran serias, de esas que te hacían doblarte en dos de dolor, pero resultaban ineficaces porque la capacidad de contracción del útero estaba disminuida y eran movimientos demasiado débiles como para dilatar el cuello de la matriz. Creo que a esto se le llama distocia uterina. En fin, el caso es que me tiré días doblada de dolor antes de llegar a parir. Cuando le conté esta historia a Miguel Hermoso me hizo una metáfora preciosa, me dijo que él conocía otro tipo de contracciones ineficaces: las que uno experimenta cuando escribe un guión por la noche y se siente convencido de que está escribiendo la escena del siglo y de que ya puede dar la obra por terminada para descubrir, a la mañana siguiente y cuando lee la escena bajo otra luz (la del día) y tras haber dormido, que lo que había creado ni tiene originalidad ni hace avanzar la acción ni resulta interesante ni nada, y que lo que se había tomado por el parto de la obra maestra no había sido más que un ataque de ineficaces contracciones… artísticas. Las mismas, me temo, que me llevaron a pergeñar esas novelas que tengo guardadas en el cajón y que algún día te dejaré leer para que veas lo pedante que podía llegar a ser tu madre antes de que siquiera se planteara concebirte, mucho menos escribir para ti.
Habían pasado escasos seis meses desde el asunto de la brújula cuando me invitaron a una fiesta en la que conocí a una chica aparentemente normal y corriente (unos treintaypocos años, rubia, ojos muy claros, sin un 666 tatuado ni un pentáculo colgándole al cuello ni una cabellera que le llegara por debajo de la cintura ni ningún signo externo que delatara algún interés esotérico ni vinculación con lo paranormal). No sé cómo salió a colación el tema de la cartomancia, pero cuando yo le conté que la única vez que me habían leído las cartas la predicción se había cumplido, ella me dijo que siempre llevaba a mano las suyas y que le gustaría hacerme una tirada. Acepté encantada y entonces la desconocida me llevó a una habitación apartada del salón donde la reunión hervía en plena ebullición para, lejos del mundanal ruido, extraer de su bolso dos barajas, una del tarot y otra española, proceder a mezclarlas concienzudamente, extender algunas cartas sobre la mesa, y hacerme las siguientes predicciones:
La primera carta que salió fue la de La Emperatriz, la carta de la fecundidad.
– Vas a ser madre -me dijo-. Está claro. En poco tiempo. Alrededor de un año.
«¡Anda ya…!», pensé yo. Hacía poco me había hecho una revisión ginecológica exhaustiva y el médico me señaló que, si bien no se me podía definir categóricamente como estéril, sí tenía un problema de infertilidad derivado de una endometriosis y de un desequilibrio hormonal. Este problema, según él, se podría solucionar con una intervención y un tratamiento a base de hormonas costosísimo tanto en tiempo como en dolor como en dinero, pero como a mí la maternidad como función biológica tampoco me llamaba gran cosa la atención, había decidido no someterme al tratamiento, de forma que la predicción de la bruja no es que me sonara imposible, pero sí bastante poco probable.
La segunda carta fue una Sota de Copas.
– El padre de tu bebé es más joven que tú -dijo ella.
«Pues sí, bonita…», dije para mis adentros, «mejor que hagas un curso de ofimática, que de bruja como que te veo poco futuro». Y es que en la vida me había liado con un hombre más joven que yo, nunca (o casi nunca, a excepción de mis escarceos con David Muñoz, al que apenas sacaba un mes, cuando aún íbamos a las clases de José Merlo, y eso sólo por darle en las narices a las pijas que babeaban por él y que nos miraban por encima del hombro a Sonia, a Tania y a mí porque no llevábamos Loden). Muy al contrario, tenía tendencia a colgarme de señores que me sacaban diez años, como me los había sacado, sin ir más lejos, el tipo aquel cuyo nombre estaba escrito en un pergamino encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos.
A continuación descubrió la carta de El Colgado, pero colocada a la inversa, de forma que El Colgado no pendía, sino que se mantenía en pie.
– No te asustes -quiso tranquilizarme, aunque yo no me había asustado porque, a aquellas alturas de la tirada, creía tanto en las cartas como en los anuncios de la teletienda-. En esta carta se unen, según la Cábala, Hod (la mente) con Geburah (la severidad). En Geburah encontramos todas las órdenes y leyes que rigen en el universo, y una de ellas es la del Karma, que es la ley de causa y efecto. La letra hebrea que corresponde a este sendero es la letra Mem, que significa agua. Otros significados secundarios de la letra Mem son los de Madre Que Concibe y Fecundidad… ¿Me sigues?
Asentí con la cabeza pese a que no entendía nada.
– Por todo esto, yo diría que el padre de tu hijo vive cerca del agua. Un mar os separa.
Acto seguido apareció la carta de El Mago.
– Éste es. Esta carta representa al padre de tu hijo. En su trabajo transforma cosas. Creo que el padre trabaja en un laboratorio, quizá sea científico.
Mi escepticismo se iba convirtiendo en incredulidad pura y dura, porque yo siempre había salido con artistas o presuntos artistas o proyectos de (tres músicos, un corto-metrajista, dos aspirantes a escritores y un artista conceptual), pero no con un científico. Nunca me atrajeron los hombres de ciencias, y mucho menos los de ciencias puras. La palabra laboratorio me sonaba a formol, vivisección, ratas abiertas en canal y monstruos de Frankenstein. Sinceramente, empezaba a dudar mucho de la fiabilidad de las predicciones que me estaba haciendo aquella aprendiza de bruja o lo que fuera.
El As de Copas cayó sobre la mesa:
– Éste es El Hogar -me dijo la bruja.
Читать дальше