No sé por qué digo todo esto. Será un rodeo para hablar de Leo, pues él está al principio y al final de todos los pensamientos, su rostro golpea mis parpadeos y no consigo centrarme en otras imágenes y otras ideas que no estén inspiradas por él. Pero también me falta el tabaco para alcanzar un ápice de tranquilidad y desalojar de mi cuerpo una obsesión que parece tener origen desconocido. El humo forma parte de mi ecosistema. Necesito fumar como necesito el oxígeno. Quiero combatir esa dependencia con todas las armas que la razón pone a mi alcance, pero cuanto mayor es mi lucha, más fuerte se hace también la obsesión y, por tanto, la dependencia.
No tengo tabaco a mano. He decidido dejar la cajetilla en el buzón de la correspondencia para poner freno a mis tentaciones. Cuando ya no puedo más, bajo al portal, rescato la cajetilla del buzón como quien rescata el tesoro de un cofre, y cojo un cigarro. Sólo uno. La penitencia que me impongo es implacable: nada de ascensor. Cada vez que sufro una sacudida de necesidad, mis piernas devoran escaleras con un frenesí desaforado. A fuerza de repetir el ejercicio varias veces al día ya podría hacer el camino a ciegas. Conozco perfectamente los ladridos del perro del tercero -su intensidad, su espesura marrón, su frecuencia-, el macetero que me sale al encuentro en el rellano del cuarto y que driblo con maestría casi futbolística, el olor a brócoli que impregna el descansillo del quinto y la sonrisa resignada de la señora de la limpieza, a quien siempre sorprendo con el piso recién mojado. Podría reproducirlo todo con una fidelidad perfecta, hasta los diseños de los felpudos que salpican el recorrido. Los primeros días que puse en marcha el experimento contaba las escaleras de una en una, pero en seguida me aburrí y ahora compruebo cuántas escaleras soy capaz de restar engullendo peldaños de dos en dos. Cuando llego al ático resoplo como una olla exprés. A lo mejor no consigo dejar el tabaco, pero se me pondrán unas piernas fantásticas, digo mientras enciendo el pitillo con mano temblorosa. Fumo para curarme la obsesión de Leo, y pienso en Leo para quitarme la obsesión del tabaco. Al final la obsesión se duplica porque una idea me conduce a la otra y no puedo fumar sin dejar de pensar en Leo ni puedo dejar de pensar en Leo sin encender un pitillo. Es un juego perverso: el tabaco, Leo y, entre medias, las escaleras. Cuento las escaleras para simplificar mis pensamientos, pero la cabeza se me llena de números y por la noche mis sueños son desfiles de peldaños que cruzan la vida sin parar nunca, como las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Yo escalo peldaños sin tocarlos, igual que cuando voy por la calle y camino por las aceras tratando de no pisar las rayas de las baldosas. En mis fantasías nocturnas las rayas y los peldaños se reproducen atropelladamente, y cuando me despierto tengo esas imágenes tan enganchadas al cuerpo que me siento hecha de geometrías imposibles. En cuanto tomo el primer café y pongo en marcha los mecanismos de mi consciencia, voy hacia la puerta del piso, y de la puerta a las escaleras, y de las escaleras al tabaco. Rocco baja conmigo hasta el portal, y se me enreda entre las piernas mientras cruzo descansillos, felpudos y cubos con fregonas. La primera dosis de nicotina despierta en mí el recuerdo persistente de Leo. Imagino que me está esperando y empiezo a contar los días que faltan para reunirme con él. Este mediodía, cuando he bajado a buscar el tercer cigarrillo del día, en el buzón he encontrado una carta suya. La he abierto casi sin respirar, con los dedos disparados.
Fidela: como dice el disco que me regalaste, hoy comienzan de nuevo mis noches sin ti. Todavía llevo en el cuerpo la huella latente de tu presencia, el chasquido de los besos, la lumbre de tus muslos, esa espiral de fantasías que construimos para atrapar estrellas, la premonición del huracán y el huracán mismo del orgasmo que jamás he tenido, y luego el dulce cansancio y la luz de tus párpados entreabiertos. Todo lo que hasta el miércoles fue mío, lo sigue siendo pero de otra forma. Porque lo nuestro no es un recuerdo. Igual que montar a caballo no es algo que se recuerda sino que su conocimiento te acompaña siempre aunque ya no cabalgues.
Las palabras de Leo han precipitado en mí una brusca necesidad de él. Me sentía una mujer incompleta, he cogido la cajetilla y, para aliviar mi nerviosismo, he pasado el resto del día fumando como una descosida.
El mar se metió bajo mis faldas. Era verano, y como siempre que era verano, un alborozo de caricias se había apropiado de mi cuerpo. Desde entonces lo he sentido así. El verano se materializaba en sensaciones concretas cuya degustación alcanzaba la magia de un ritual. Tras las pesadillas de los exámenes en el liceo, asociados siempre a un revuelo de golondrinas que cruzaban el cielo del patio delirantes de luz, venía el festival de fin de curso, la despedida con guitarras, el intercambio de direcciones, las lágrimas bobas. Y luego, olvidado ya todo -los exámenes, las guitarras y las lágrimas-, aparecía el pórtico exultante del verano, con un decorado que se abría hacia el horizonte sobre una playa de arena abrasadora donde, año tras año, coincidíamos las mismas gentes, las mismas familias, los mismos adolescentes que crecíamos y nos amábamos y nos odiábamos, las mismos padres que vigilaban nuestro baño desde la orilla y que, siempre a las dos en punto, nos apremiaban a sacudir toallas, cargar bolsas, sombrillas, zapatos, y a iniciar el camino de regreso por un sendero empinado e infernal. De aquellos veranos lo recuerdo todo con minuciosidad: las carreras por llegar los primeros a la ducha, el almuerzo en el porche ante la visión de un jardín siempre sofocado, las siestas acompañadas por el canto amarillo de las cigarras, las carreras de bicicletas o las panzadas de horchata, pero lo que más recuerdo es aquel camino de vuelta a casa desde la playa, siempre con el traje de baño empapado y el salitre pegado a los labios. Podría ahora pasar la lengua por ellos y sentir el sabor caliente y salado con la misma intensidad, porque en aquel sabor están atrapados un caudal de recuerdos a cuya evocación nunca podré sustraerme, aunque los años pasen y los veranos vuelvan a ser un día tan luminosos y ardientes como los de entonces.
Pero el mar se había metido bajo mis faldas y en las piernas me acariciaba una espuma como de cerveza. Muchos otros días habíamos cometido travesuras, pero la de aquella tarde fue especial: el muchacho me retó a bañarme vestida y yo quise ganarle la apuesta. Varias veces he vuelto a bañarme vestida después, siempre intentando alcanzar un destello de aquel placer que estaba más alimentado por la transgresión que por el abrazo del agua y el abrazo del muchacho sobre el abrazo del agua. Pero era un gran placer sin duda, primero el rizo fresco del mar en las piernas, como cosquillas de una mano ascendente y azul, y luego el agua rozando la orilla del vestido y mordiéndola, conquistando poco a poco el tejido hasta que el cuerpo entero se convertía en un traje de agua aplastado a mi silueta. Él reía, voceaba, me incitaba a bucear y a dar volteretas dentro del agua. Lo hice todo para complacerle, o quizás para complacerme a mí misma y demostrar que era capaz de hacer lo que cualquier chico, especialmente si el chico me gustaba como me gustaba él, aunque no fuera de la pandilla y tuviera sobradas razones para sospechar que no lo sería nunca. Ni siquiera se lo había confesado a Loreto. Era un secreto que guardaba bajo la piel del bañador. Él trabajaba en las obras de construcción de uno de los muchos chalés que por aquella época ya habían empezado a romper la armonía de un paisaje poblado de pinos y alcornoques. Era bajito, renegrido, con los ojos picaros y algo descarados. El primer día de conocernos me compró un helado, el segundo me contó chistes verdes y el tercero me llevó a la playa. Jugamos en el agua hasta que se nos arrugó la tarde en los dedos, él escurrió mi vestido, me ayudó a secarme, sacudió la arena de mi pelo y luego propuso que fuéramos en bicicleta a un pueblo cercano donde había uno de los tugurios más celebrados de la comarca. Nunca llegamos al pueblo porque se nos pinchó una rueda, pero bebimos cubatas (entonces se llamaban cuba-libres) y comimos pipas en un bar frecuentado por alemanes de cogote encendido. Pasada la medianoche, cuando regresé a casa, mis padres ya habían dado parte de mi desaparición a la Guardia Civil y los vecinos organizaban batidas para buscarme por las calas próximas. Fue la única vez que padre me pegó. No un bofetón, ni dos ni tres, sino muchos seguidos. Descargó toda su ira en mí y me tuvo castigada en casa lo que quedaba de verano. Al chico sólo volví a verlo una vez, desde lejos. No preguntó por mí ni me hizo llegar ningún mensaje. Aunque entonces aún desconocía cómo puede degradar el sufrimiento, me dolió su indiferencia y estuve sin probar bocado varios días. Pasaba las horas muertas en el porche, exhibiendo mi contrariedad y leyendo las revistas musicales que me ofrecía Loreto. Con aquella primera aventura juvenil nació seguramente el lado más oscuro de mi vida, la atracción por los chicos difíciles y una vaga pero irreprimible tendencia a la morbosidad. Tenía entonces quince años, alguno menos de los que tiene ahora Marius, y me peleaba mucho con madre a cuenta de los horarios nocturnos. Nunca he llegado a saber si mis travesuras la hicieron sufrir a ella tanto como sufro yo ahora cuando Marius desaparece de la circulación y no se molesta en llamar por teléfono para avisarme de su tardanza., Ventura tiene un talante distinto, no se muerde las uñas, no sufre ataques de ansiedad, no consulta el reloj cada cinco minutos, no se pone en lo peor, no tiene ganas de precipitarse sobre el teléfono para llamar a todos los hospitales de la ciudad, no maldice las motos, no jura en arameo y no se queda despierto haciendo crucigramas hasta el alba, mientras el miedo revienta en las sienes confundido con el latido de la noche.
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