Algunos días venía Charo a buscarla y juntas desaparecían. Charo se desinteresó de mí, pero lo acepté como algo inevitable. Loreto, por su naturaleza arrolladora, siempre se había apropiado de todo lo mío, y ahora estaba apropiándose también de mi amiga. Charo y Loreto se complementaban muy bien y a veces, al oírlas, yo me sentía excluida de sus complicidades. Sibilinamente me habían cerrado el paso a su mundo, no entendía las claves con las que se comunicaban y sólo en contadas ocasiones me prestaban atención. No puedo negarlo: sentí un poco de rabia. Charo, con la que había discutido a raíz de su desaparición, estaba tranquila, llevaba una vida inusualmente convencional, había recuperado el equilibrio ecológico familiar y apenas se quejaba de su suerte. Charo nunca me dijo dónde estaba cuando ingresaron a la loca de su madre ni por qué había tardado tanto tiempo en aparecer. Loreto lo sabía, pero también ella me lo ocultó, ahondando así la pequeña barrera que existía entre nosotras. No lo comprendí hasta más tarde, cuando pasó lo que pasó y yo me quedé como sin sangre en las venas. Loreto, que se dejaba manipular por Charo, suavizó bastante sus viejas actitudes de manual del Reader's Digest y aprendió a responderme con evasivas, incluso a criticarme, a sacarles punta a mis faldas cortas o a mis pantalones gastados, a mis gestos sabios y a mis andares torpes. Incluso a mi melena. Bien es verdad que Loreto mejoraba por días y había ganado en presentación, pero a mis ojos era una mujer exenta de interés y poco enriquecedora, su vida transcurría linealmente y yo no hubiera dado nada por parecerme a ella. Mi revancha consistió en mantenerla alejada de Leo, cuya existencia ya le había apuntado una noche de debilidad. Tampoco ella requirió más información, pero estaba contrariada y lo expresó a su manera.
Así que cuando vi al hombrecillo de la camioneta perdiéndose en el ascensor con la rama del poto a rastras, respiré tranquila. No quisiera hacerle un feo a Loreto, que al fin y al cabo es mi hermana, pero me sentí libre.
Siempre recordaré aquella mirada que pasó sobre mi escote sin llegar a prenderse. Era una mirada descolorida y limpia como el primer rayo de sol que asoma después de un aguacero, algo resbalosa también, y quizás poco intencionada, pues ahora que lo pienso la intención estaba en mí, que crepité por dentro al sentirme mirada como jamás me habían mirado. Probablemente era una presunción mía, quiero decir que yo estaba ocupada por una mirada que no me dirigía nadie, la mirada sólo crecía dentro de mí, desde mi condición de sujeto pasivo yo la interpretaba, le atribuía contenido, voluntad, chispa y suspense, como si fuera una secuencia cinematográfica en blanco y negro (parece que se me ponen los pelos de punta según lo recuerdo), una secuencia con dos protagonistas únicos al borde del abismo inexplorado: él, un tipo que miraba sin mirar, y yo, una mujer que se sentía mirada. Pero todo era falso o, cuando menos, no era como yo lo estaba viendo. Debo confesar sin embargo que aquella tarde yo no veía nada, me encontraba aturdida y tenía más preocupación por encontrar una postura cómoda y una sonrisa de circunstancias que por hilvanar tres frases seguidas y responder a las ocasionales preguntas que me dirigían algunos de los asistentes a la recepción. Hablaba yo con la torpeza atropellada de los tímidos, sin saber qué hacer con mi cuerpo, si vencer su peso sobre la cadera derecha o si mantenerlo erguido como los demás, que conversaban con una copa en la mano, más atentos a la plática que a las reglas de cortesía. Hasta poco antes de descender con la mirada sobre mi escote, también Leo había estado enfrascado en una conversación agotadora a la que asistí como un convidado de piedra sin entender nada. Las palabras iban y venían de la actualidad al menudeo político, a los nombres propios y a las anécdotas impropias, todo mezclado y confuso, como un potaje cuyo sabor me resultaba ajeno. Aproveché la escasa cohesión física que brindaba el acto -es lo que tienen de bueno las recepciones: si te aburres cambias de grupito y en paz- para ir en busca de un cenicero y escabullirme. Los minutos se hacían larguísimos, todo me importaba un pimiento y además estaba incómoda, no comprendía qué pintaba en aquella remota embajada y esperaba ansiosa el momento de largarme al hotel. Nada de lo que se hablaba allí me parecía interesante y sin embargo aguanté, una fuerza extraña me retuvo en aquel salón desangelado, si los destinos están trazados de antemano debo admitir esa posibilidad: alguien dirigía mi vida desde fuera y yo obedecía como un fiel robot.
Poco tiempo antes había empezado a germinar en mí la idea de la derrota. Me sentía atrofiada, pasiva, y caminaba con los hombros abatidos como si la vida me pesara más de lo que mi cuerpo estaba dispuesto a soportar. Él me lo comentaría más tarde; se había fijado en mi pereza de movimientos, en la curva blanda de mis hombros y en el cansancio que delataban mis andares. Leo siempre veía más allá. Pero a mí no me pesaba nada, tengo que advertirlo, si acaso la ligereza, que en lugar de aliviarme me vencía, porque era una ligereza plúmbea, alimentada por la certidumbre de que en el último año mi vida se encontraba hueca de experiencias. El peso del vacío aprisionaba, pues, mis gestos, mis palabras, mis aburridas sonrisas, incluso mi forma de disparar las niñas de los ojos. Estaba cansada porque no me sucedían cosas, pero yo no lo pensaba, o lo pensaba pero no lo combatía. El hastío de tanta normalidad había prendido en mi vida, y sin darme cuenta echaba en falta esos enloquecidos percances de juventud que para sí hubieran deseado algunas protagonistas de ficción. Porque durante mucho tiempo yo había sido la persona más interesante que conocía, nunca paraba de hablar de mí y sorprendía a todos con las cosas que me habían pasado y que ahora empezaban a darme la espalda como si ya no tuviera valor para encajarlas.
Entonces su mirada cruzó el abismo y se detuvo frente a mí. Era una mirada normalísima aunque yo creyera lo contrario, y me tensé entera, desde el dedo último del pie, donde tengo ese pequeño callo cuyas durezas no me canso de hurgar, hasta el primer rizo de mi melena. Había huido del grupo con el pretexto de buscar un cenicero y me abría paso con el cigarrillo en una mano y la otra debajo, formando cuenco, para recoger la ceniza que amenazaba con derramarse. Como en las escasas mesas de la sala no había un solo cenicero, me aproximé a la ventana dispuesta a apagar la colilla en un macetero. Tuve que deslizarme entre la gente haciendo filigranas con el cuerpo, rozando a unos y a otros, excusándome por interrumpir, por pisar, por enganchar mi reloj al jersey de una señora que se sintió molesta, por fumar -hasta entonces no me había dado cuenta de que no fumaba nadie- y casi por estar allí, pues a todo lo ya expuesto se unía el hecho de que nadie me conocía, salvo la persona que me había invitado, que tampoco me conocía tanto, las cosas como son.
Yo estaba de espaldas y él me seguía. Dicen que las miradas se sienten también de espaldas, pero yo no noté nada, me di de bruces con ella al volverme tras apagar la colilla y la vi resbalando hacia el escote, donde se detuvo unos segundos, dos o tres, a lo mejor menos, lo justo para que yo brincara por dentro y me llevara instintivamente la mano al pecho en un gesto estúpido y puritano. Él se dio cuenta, pero yo no pude deshacer el ademán ni decirle que no era una puritana estúpida y que sólo estaba incómoda, primero por la presencia de esa gente en aquel acto tan aburrido, y segundo por mi propia indumentaria, pues me había vestido con una blusa fina y notaba la marca de mis pezones en la seda. Más que incómoda me encontraba insegura, como cuando llevas el pelo sucio o una carrera en las medias. Pero no pude decir ni hacer nada, permanecí con la mano estampada contra el pecho, disimulando lo indisimulable, mientras él descendía hacia el vértice del escote y sus ojos de agua, de primer rayo de sol después de un aguacero, acariciaban mi piel encogida y fresca. Alargó su brazo y yo me quedé como de pasta de boniato, que diría Loreto, con un sofoco que me iba y otro que me venía. Fue patético. El me tendía algo con la mano: era mi hombrera, la más asquerosa y sobada de todas las hombreras que tengo (por eso la uso, claro, porque ya ha cogido la forma de mi cuerpo y está moldeada a mi arquitectura), llena de pelusa de los jerseys y con el velero gastadísimo. Se me había caído al suelo cuando me dirigía hacia la ventana y él había tenido la delicadeza de recogerla. Horrorizada, se la arrebaté de las manos y entonces su sonrisa se volvió cínica y sus ojos dejaron de parecerme líquidos como el sol después de un aguacero. Pero eran los ojos de Leo, aquel primer Leo que hallé vestido de uniforme, con la comisura de los labios subrayada bajo su poderosa nariz de narcoadicto y un perfil distinto a todos los perfiles conocidos hasta aquel día. La enfermedad del amor acababa de desatarse.
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