Un día quise saber cosas de su mujer, pues la idea de su existencia empezó a inquietarme y a fomentar en mí unos estúpidos resquemores. Hasta entonces no había necesitado hurgar en esa parcela de su vida, pero la curiosidad pudo más que la razón y revoloteé en torno a ella con objeto de acorralarla. No me molestaba tanto el hecho de que Leo tuviera mujer como que la escondiera y yo no lograra ponerle cara, nombre, cuerpo y voz. Bien mirado, lo que deseaba era establecer comparaciones, saber si era más alta o más baja que yo, más lista o más tonta, con melena ondulada o con melena lisa, con pantalones o con faldas, pero Leo me lo impedía. Alguna vez deslizaba hacia ella una palabra ambigua, algo despectiva, aunque luego neutralizaba el comentado con un adjetivo amable para restituirle el honor de esposa. Los hombres casados a menudo hablan mal de sus mujeres, pero tarde o temprano se desdicen, porque empeñarse en ello sería como hablar mal de sí mismos. Leo no era diferente a los demás. Me quedé, pues, con las ganas, contrariada, y los celos me arrebataron la posibilidad de mostrarme ante él como una señora. En el fondo Leo estaba encantado, le gustaba verme celosa, enrabietada, mientras él mordía mi cuerpo con su cuerpo y sugería que nos escapáramos juntos al otro lado del mundo.
Una noche bebimos más de la cuenta y allí, en la taberna que era nuestro observatorio, jugamos procazmente a la vista de todos. Cansados ya de tentarnos como animales en celo, nos fuimos abrazados hacia el coche. Unos segundos me bastaron para comprender que tomábamos un camino contrario al hotel. Leo atravesó la ciudad por calles marginales y se adentró en un barrio que, desde el interior del coche, parecía oler a fritanga y a polvo. En los bajos de las casas había bares mal iluminados, puestos de menudillos, hombres estáticos que ofrecían cambio, tabaco, droga. Las aceras eran estrechas y en ellas se arracimaban cazadores noctivagos que gesticulaban mucho y proferían voces extrañas. Leo detuvo su coche junto a una casa que tenía un pequeño rótulo sobre una ventana situada al nivel de la calle. No pregunté nada porque no deseé arrepentirme. La aventura me hacía cosquillas en el vientre y como consecuencia del exceso de vino tenía la mirada deshilachada y me costaba mucho concentrarla en los perfiles del paisaje. Atravesamos una puerta cromada y se abrió ante mí una panorámica que no guardaba ninguna relación estética con el mundo de afuera. Yo sabía que estábamos en un prostíbulo, pero a primera vista me pareció como un ambulatorio de la Seguridad Social, con las paredes lechosas y unas láminas de dibujos estrafalarios que sugerían más el apunte de un bosque que el de un cuerpo femenino despatarrado.
Nos recibieron dos hombres; uno de ellos conocía a Leo y lo obsequió con un cabezazo que delataba cierta actitud reverencial, como si Leo fuera un hombre importante y dejara allí buena parte de su sueldo. No era así. O lo era, pero no tanto. Intercambiaron unas palabras de cortesía, luego desaparecieron en el interior de un gabinete que tenía el aspecto de un despacho en desuso y cerraron la puerta tras ellos. Yo no vi a ninguna puta ni olí a ninguna puta ni oí a ninguna puta. Todo era silencioso y aséptico, deshabitado de sordidez. El segundo hombre se situó detrás de la barra de un minúsculo bar y, sin preguntarme nada, me preparó una bebida que batió en una coctelera. Recordé entonces las advertencias que mi madre nos hacía a Loreto y a mí cuando éramos niñas: «No hay que aceptar nada de ningún extraño, ni siquiera un caramelo.» Aquel brebaje era sin duda algo más que un caramelo, pero allí estaba Leo para librarme del peligro y batir su pecho contra cualquier desconocido que pretendiera hacerme desaparecer por los sumideros de la trata de blancas. Actuaba yo con falsa naturalidad, mi única obsesión era que no se me notara incómoda, así que estiré el frunce de la sonrisa y engullí el cóctel blanco en dos o tres tragos largos. El hombre también doblaba la cerviz para agradarme, yo levantaba la copa para brindar y juntos nos reíamos en nuestros respectivos idiomas. Cuando volvió Leo en compañía del maitre principal -digo maitre, pero desconozco cuál es la jerarquización de cargos en los prostíbulos-, la mirada aún no se me había nublado de estrellitas y el cuerpo me bailaba entero al compás de un excitante bamboleo. Me llamó por mi nombre, Fidela, y me ofreció asiento en un sofá que estaba tapizado de plástico y se pegaba al pantalón y del pantalón, a los muslos. Me junté mucho a Leo, como deseando dejar claro que formábamos parte del mismo lote, y pedí un nuevo brebaje porque el dulzor me había hecho costra en el paladar y tenía más sed.
Desfilaron en seguida las chicas. Siete, u ocho, o diez, no las conté, todas muy juntitas y bien puestas, como en fila de colegio. No parecían putas, pero lo eran. A mis ojos les faltaba edad, desgarro, canallada y literatura. Les sobraban en cambio modales y aderezos finos, pretensiones, tontuna. Luego diría Leo que debían de sentirse cohibidas por mi presencia y deseaban quedar bien. Lo que yo no imaginaba es que me tocaría elegir la primera. Hice como quien actúa con desgana, para salir del apuro, y señalé a una morenita de rizos que tenía cierto aspecto racial, mezcla de morena de copla y mulata oxigenada con un dedo de raíz. Leo no dudó y eligió dos más, dos que no tenían nada especial, aunque una de ellas se revelaría más tarde como una buena negocianta y utilizaría todas sus artes para sacarnos más dinero. Iban vestidas con esos aderezos que prodigan tanto los anuncios de erotismo prét-á-porter: ligueros, bodis de encaje, minifaldas de cuero, corpiños con el ombligo al aire, medias negras y mucho trasero marcando bulto. Los hombres valoran mucho el trasero. Leo también. Por eso las chicas esmeraron los andares ante su presencia y hasta le pasaron las nalgas por la cara.
A partir de ese momento los recuerdos son algo confusos, y cuando nos dirigíamos a la habitación llamada «Pacha room», el cuerpo se me desmadejaba solo, ausente de sincronía entre los pies y los brazos. Pedí ir al baño para revisar mi ropa interior y allí me encontré con una pequeña tropa de mujeres afanadas en ponerse a punto el cuerpo. Unas se depilaban los sobacos, otras untaban sus pechos con afeites, se retocaban el pelo o el esmalte de las uñas. En aquel compadreo mujeril me sentí bien, divertida, curiosa, un poco descarada también. Pero la procesión iba por dentro.
Que la desnuden, dijo cuando entramos en la «Pacha room». Hizo una divertida mueca desde la punta de la nariz, y rió enseñando las encías con la procacidad de quien enseña lo más íntimo. Para entonces ya todos estaban desnudos, él y ellas, las tres, o sea, los cuatro en total; lo habían hecho sin ningún tipo de ceremonia, rápidos y eficaces, como las personas que tienen prisa por meterse en una ducha y se quedan un poco ateridas de frío, con el cuerpo simplón, cómico, los brazos resbalando sobre el cuerpo y las caderas lacias. Allí dentro hacía calor, pero a mí me pareció que aquellas mujeres usaban ademanes de piel de gallina y estaban vacías de lujuria. Sólo les salvaba que permanecían encaramadas en sus tacones y reían con risa ensalivada y pegajosa. Iban y venían atentas a él y a sus órdenes; una de ellas reptó a cuatro patas por la cama donde yo me había encaramado dispuesta a ver el espectáculo desde platea y empezó a quitarme los jeans, cosa que al principio no logró porque yo me resistía, encogía las rodillas, me doblaba como si tuviera retortijones de barriga y apretaba con fuerza el culo al colchón, un cuadrilátero de gomaespuma insuficiente para una sesión amorosa a cuatro bandas. Todo aquel movimiento nubló aún más mis sentidos, especialmente la vista, que empezó a derramarse en todas direcciones como un caleidoscopio. Lo veía a él jactándose, echándome encima a las demás, haciendo más risas, dando más órdenes, asomándose entre los escasos espacios que aquel revuelo de brazos dejaban libre, y veía su polla trascendental, que parecía el cetro poderoso de un rey y se imponía a todo. Su polla y su risa giraban alrededor de mis ojos mientras las chicas arañaban mi ropa con fuerza, primero los jeans, luego la blusa, el sostén -que era un sostén de los que se abrochan por delante y les costó quitármelo-, las bragas, los calcetines, hasta que me quedé desnuda, más desnuda incluso que ellas, como un pollito recién venido al mundo. Empezaron así los pescozones, las caricias locas, las carreras alrededor del colchón, y muy pronto mis risas, porque a mí también me hacía gracia aquel espectáculo, que no era un espectáculo erótico sino más bien circense, él anudaba su cuerpo con todas menos conmigo, a mí me controlaba a distancia y sólo de vez en cuando volvía la cabeza hacia mis risas y sin desatender su faena alargaba el brazo para pellizcarme un pezón y comprobar las humedades de mi entrepierna. Leo las sobó a todas, las humilló, les hincó los dientes repetidas veces, las penetró una a una y finalmente se vació en mí, que estaba abierta sobre el colchón como un libro de anatomía, con la cabeza colgando hacia el suelo. Me dio un beso largo, un beso hipnótico, porque yo tenía los ojos clavados en un urinario blanco, incrustado en la pared como una concha, cuya visión me llegaba al revés a causa de la postura, y eso fue lo último que recuerdo. El urinario vuelto del revés y una explosión gaseosa por todo el cuerpo, las piernas, el pecho, la espalda, las manos, los ojos, todo, como si yo fuera una botella de champán derramada de espuma.
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