Carmen Rigalt - Mi corazón que baila con espigas

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Mi corazón que baila con espigas: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta de Novela 1997
Siempre había pensado que si alguna vez me separaba de Ventura sólo me llevaría el cuadro de las espigas. Es lo único que tenía cuando me casé y lo único que quisiera llevarme cuando me descase. Mi corazón siempre ha bailado con las espigas de ese cuadro que adquirí al ganar mi primer sueldo. En realidad no es un cuadro, sino una copia de otra copia, pero en sus colores están contenidos todos los vaivenes emocionales que he sufrido en los veinte años de mi última existencia, el entusiasmo, los nervios, el amor innecesario, la ternura y, al fin, esa desazón que se ha apoderado de mí y me hace sentir como si tuviera el cuerpo burbujeando en alka-seltzer.` Así es Fidela, una mujer a la deriva en el ancho mar de los sentimientos, en un mundo y un ambiente en los que apenas hay lugar para ella. Sólo el tórrido romance que mantiene con un hombre casado consigue proyectarla más allá dé su desazón cotidiana y la invita a pasar revista a su azarosa vida. El resultado es un relato vibrante y arrollador en el que las relaciones afectivas de la vida familiar cobran vida propia y se convierten en puntos de referencia de nuestras propias vidas.

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Quién sabe si las cosas hubieran resultado distintas de no haber conocido nunca a aquella gente. Posiblemente sí. Pero yo quise que Ventura se comprometiera más allá de la amistad y un día le pedí que me llevara a la casa familiar. Me había hablado un poco de sus padres en las largas noches de confidencias y estaba consumida por la curiosidad. Quería comprobar las miradas de los suyos cuando se encontraran frente a mí, una mujer bastante más joven que él, indómita, señorita y un poco tonta, que movía la melena con aire despectivo y decía tacos sin fingir un mínimo decoro. Para Ventura también era una prueba. Apenas mantenía relaciones con los padres y aquel viaje suponía un examen a sus propios sentimientos. Desde que había abandonado la pequeña ciudad acogiéndose al pretexto de su independencia, contadas veces había regresado a casa. A su escaso apego familiar se unía la complejidad de su situación, varios años en una universidad extranjera, una larga relación que no terminó en boda y ahora, de pronto, el reencuentro con determinados pasajes de una biografía que le infectaba el cuerpo de fantasmas. Para su familia tampoco resultaba cómoda la visita de aquel hijo cuya presencia siempre había despertado la suspicacia de los vecinos, deseosos de hurgar en los pormenores de las vidas ajenas. Pero yo me empeñé y al final Ventura elaboró su aventura con una excitación desaforada, impropia.

Me hubiera gustado tener una familia así, abundante, descabalada, una familia donde las cosas no obedecieran a un orden convencional y nunca se supiera qué protagonismo tenía asignado cada uno de los miembros. Una familia que vivía en una casa de campo cubierta de malezas históricas, junto a una vía de tren apagada por el tiempo. A la primera persona que conocí fue a Dulce, cuya figura brotó con todas las características de un personaje de novela. Dulce no era madre, ni tía, ni abuela, y ni siquiera vecina de vecindario. Dulce era Dulce dulcísima. Un enigma.

Recorrí el trecho de camino que se abría a partir de la cancela y el minuto me pareció eterno, escuchaba el sonido de mis propios pasos sobre la gravilla y busqué inútilmente la aparición de una silueta que me abriera los brazos. Ventura no hablaba; era como si estuviera reconstruyendo desde el silencio todos los fotogramas de una vieja película interior. El reencuentro se obraría, como dijo después, desde el aroma que le asaltó unos metros antes de alcanzar la puerta de la casa. El olfato aviva la memoria y Ventura sintió una vaharada de placidez mezclada con el dulzor fresco de la madreselva. Saboreaba una gratificante palpitación bajo su camisa mientras yo descubría la figura de una casa despellejada, con restos de un remoto encalado y balcones abiertos hacia una cascada de retales verdes. La puerta estaba entornada; cruzamos por ella con paso dudoso, sin dejar de mirar a un lado y a otro, y nos adentramos por el corredor hasta llegar a una salita que parecía una sacristía. Allí estaba Dulce en su silla de ruedas. Tenía una labor entre las manos que depositó sobre el regazo para ofrecerle los brazos a Ventura. Él correspondió sin entusiasmo tras abandonar la bolsa de viaje en el suelo. Yo observé que la mujer estaba vencida por el peso de una joroba desproporcionada respecto a las dimensiones del resto de su cuerpo. Aquella frágil anciana me produjo un extraño repelús, por eso la besé como se besa a los viejos, procurando no sentir sobre mi mejilla las rugosidades del rostro caduco. Pero Dulce era dulce, como no podía esperarse de otro modo, y sus palabras, marcadas por un acento extraño, en seguida empezaron a fluir armoniosamente de sus labios y a envolverlo todo en una música indescifrable.

Con los días Dulce me cautivaría y hasta llegué a pensar que su joroba era un depósito de ternura. Nunca supe muy bien cómo había aterrizado en aquella casa, ni qué grado de parentesco le unía a los padres de Ventura, suponiendo que le uniera alguno. Ventura se limitaba a decir que era una solterona y que siempre la había conocido allí, sentada en su silla de ruedas y tejiendo interminables labores de ganchillo. En mi corazón se estableció pronto una frontera clara entre Dulce dulcísima y el resto de la familia, una madre arrogante y voluminosa, un padre de afectos blindados, la viuda tía Asun, hermana del padre y que desde el primer momento me miró con el gesto esquinado, y Susana Cáceres. También me dejé querer por Susana Cáceres, una chica de nalgas temblorosas cuyo papel no estaba demasiado claro, si bien limpiaba con frecuencia la cocina y hacía camas desganadamente, aburrida ante el ansia de siestas que tenían casi todos los componentes de aquella dilatada familia. Susana Cáceres veía mucho la televisión, cualquier momento era bueno para afincar su trasero en un sofá y devorar concursos con un tarro de magdalenas en la mano. Susana Cáceres me miraba y alargaba el tarro para que cogiera magdalenas, pero, como yo rehusaba, pasaba a ofrecerme refrescos, café, tila o una copita de coñac. Las botellas estaban alineadas en una pequeña vitrina y ni siquiera el padre, que tenía voz de bebedor impenitente, sucumbía a su tentación. La madre era un arrebato de actividad, recorría la casa cientos de veces, hacía incursiones por el jardín con un machete en la mano para doblegar aquella espesura de carne vegetal, trasplantaba las plantas de macetas, teñía el pelo de tía Asun y todas las noches cargaba con Dulce dulcísima para llevarla a la cama. Tenía un cuerpo poderoso, el escote cuajado de verrugas y unas facciones de trazo fuerte en las que no se adivinaba un solo rasgo de Ventura. Junto a ella el padre era un curioso postizo. El padre sí tenía rasgos de Ventura, quizás la forma de mirar, o la disposición de la frente, abierta y limpia como un parabrisas, cierta dejadez de hombros y una forma especial de andar, con los pies en acento circunflejo, casi tocándose por la parte de los dedos, abiertos luego los talones hacia afuera. La voz de seda de Dulce dulcísima, que veía pasar la vida desde su silla de ruedas mientras los demás deambulaban como impulsados por un mecanismo sin rumbo, constituía el mejor entretenimiento para rellenar el hueco de las sobremesas, con aquellas horas apelmazadas en las que Ventura dormía sin dejar de silbar, como si tuviera entre los labios el pito de un arbitro. Dulce dulcísima me contaba historias de los prójimos, historias que sonaban a libros, porque Dulce dulcísima alternaba las vainicas y los ganchillos con largas sesiones de lectura y todo lo impregnaba de un halo ilustrado, con muchos puntos y muchas comas, con ristras interminables de adjetivos y una musicalidad que iba más allá de su enigmático acento. Aquella anciana era capaz de recitar a los románticos del siglo xix con la facilidad que contaba los puntos de las cadenetas, y todo le sabía a gloria, lo mismo una rima de Bécquer que una página de Crimen y castigo. Más de una vez me pregunté si Dulce dulcísima no sería la madre de aquella hipotética tía Asun, porque evitaba hablar de ella y la miraba siempre con gesto arrebolado y blando. Sin embargo, por algún resquicio de sus relatos siempre asomaba un punto de misterio que era la clave de su propio misterio.

Fue una semana muy extraña. Ventura y yo dábamos largos paseos por el jardín, apenas nos acercábamos a la ciudad, comíamos como fieras hambrientas y ocupábamos habitaciones separadas. A veces también jugábamos a las cartas o nos encerrábamos en nuestros respectivos cuartos a leer. El mío era un cuarto sin ventanas ocupado por una gran cama de caoba con un cabecero presidido por un cristo al que le faltaba un pie. La cama estaba cubierta por una colcha blanca de crochet, con cinco cojines, también blancos y de crochet, distribuidos estratégicamente sobre la colcha. En la mesilla de noche había una lámpara que era una cariátide en cuya cabeza reposaba la pantalla. La lámpara iluminaba débilmente un portarretratos con la foto de una mujer joven y sepia, o sea, de una mujer que fue joven hace muchísimos años y a la que yo trataba de buscar parecidos con tía Asun o con Dulce dulcísima. Vestía un traje de mangas abullonadas, con unos puños larguísimos decorados por una hilera de botoncitos, y con la mano sostenía un abanico cerrado y un bolso forrado de tela clara. Yo la miraba a ella y ella miraba al objetivo, es decir, ella me miraba a mí, y ese cruce de miradas producía una turbulencia que de noche se colaba en mis sueños y me sobresaltaba.

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