Zoe piensa esas cosas mientras empaca: elige distraídamente algo de ropa, artículos de higiene personal, un par de libros, su pijama de la buena suerte, un cuaderno para tomar apuntes, y entremezcla todo, sin demasiada paciencia, dentro de una valija grande, de cuero duro, que suele llevar consigo en los viajes largos. Le diré a Ignacio que he salido de viaje a ver a mis padres, piensa. Le dejaré una nota para que se quede tranquilo. Ya veré luego si viajo y adónde viajo. No me provoca ir a casa de mamá: me hará muchas preguntas, sabrá que algo está mal con sólo verme la cara. Al duro de Gonzalo, que me desea pero no me ama, no le diré nada: que me extrañe, que me llame al celular. Le voy a dar una lección. La necesita. Cree que estaré siempre a su disposición cuando quiera tirar conmigo: se equivoca. Cree que no me atrevo a dejar a mi marido: también se equivoca. Cree que no puedo vivir sin él: quizás tenga razón, pero me conviene demostrarle que puedo estar sola y bien, que soy más fuerte de lo que presume. Puede que sólo necesite irme unos días de esta casa, puede que no vuelva más: no lo sé. Pero tengo clarísimo que hoy no dormiré en esta cama. No aguanto más.
Cuando termina de hacer la maleta, mira su reloj: son pasadas las cuatro de la tarde. Debería estar en mi clase de cocina, piensa. Al diablo. No quiero seguir jugando a la esposa hacen-dosa que muere por aprender un nuevo postrecito: si Ignacio quiere comer rico, que coma en la calle. No soy la cocinera de nadie y hoy no tengo ganas de coquetear con el profesor de cocina. No quiero sonreírle a nadie. No quiero que me miren con ojos libidinosos. No quiero estar perfecta, radiante, guapísima. Quiero, por una vez en mi vida, estar sola, sucia, descuidada y sin tener que sonreírle a nadie, todo lo triste o aburrida que me provoque sentirme, comiendo lo que me dé la gana, durmiendo hasta cualquier hora. Quiero vivir para mí, sólo para mí, y no para mi marido ni para el avispado de su hermanito.
Querido Ignacio:
Me voy unos días a ver a mis padres. Necesito descansar. Todo está bien, no te preocupes. No me llames, por favor. Yo te llamaré mañana o pasado. Cuídate y descansa de mí. Cariños, Zoe.
Nada más escribir esa nota, duda: ¿le digo «Querido Ignacio» o simplemente «Ignacio» ? ¿Termino con «Cariños» o mejor «Besos» ? Al diablo, piensa. La dejo como está. Que piense lo que quiera. Zoe deja caer el papel sobre la cama, segura de que él, al llegar del banco, ya de noche, lo leerá y sentirá un sobresalto, pues es la primera vez, en tantos años juntos, que ella se va sin avisarle, sin despedirse con un beso, de un modo tan misterioso. No voy a llamar a mamá para pedirle que mienta si él la llama, se dice. Le he dicho que no me llame: si no me hace caso, es problema suyo, que sufra. Me he pasado los últimos años sintiendo que Ignacio no me escucha, no me presta atención, no me hace caso. Hoy, aunque sea por unos días, necesito sentir que las cosas han cambiado y que se harán como yo decida, sin pedirle permiso a nadie.
Zoe llama por teléfono al taller de Gonzalo. Es un alivio para ella que él no conteste, pues prefiere no hablarle. Deja un mensaje seco: «Soy yo. Me voy de viaje unos días. No me llames. Yo te llamaré cuando tenga ganas de verte, y no sé cuándo será eso. Necesito estar sola. Todo se está complicando demasiado y no aguanto más.» Cuando cuelga el teléfono, llora. Ha ahogado el llanto al grabar esas últimas palabras a su amante, al hombre por quien siente, a la vez, rabia y deseo. Soy una idiota, se dice, sollozando. Yo tengo la culpa de todo. No debí meterme en esto, enrollarme con él. Ahora estoy más sola y confundida que nunca, y a él le importo un pedazo de mierda. No llores, se recrimina. Sé fuerte. Nunca has sabido estar sola. Tienes miedo, eso es lo que pasa: tienes miedo a estar sola unos días. No tengas miedo: será bueno, te hará bien, aprenderás a estar sola y entonces, quizás, te animes a dejar a Ignacio del todo.
Tras meter la maleta en el coche, Zoe se sorprende a sí misma, entregándose a un impulso destructivo y, a la vez, liberador: camina hasta la piscina, arroja su celular al agua, lo ve hundirse rápidamente y, sonriendo, regresa al auto y enciende el motor. No quiero que nadie pueda ubicarme, que nadie sepa dónde estoy, piensa, mientras retrocede el coche con cierta brusquedad. La piscina de mi casa ha terminado siendo el lugar al que uno arroja los objetos que odia, se dice. Sólo me falta arrojar allí a los dos hermanos que han hecho de mi vida un calvario. Qué esplendida sensación la de tirar mi celular a la piscina: mucho mejor que la de ir al psiquiatra un año entero.
Conduciendo de prisa por la autopista, prende la radio y canta una canción de moda, el lamento de una mujer que dice sentirse deses-perada porque ha sido abandonada por el hombre al que ama. Cuando Zoe canta, acompañada por la radio, esas letras quejumbrosas, ríe sola de su suerte, de aquel desvío impredecible por el que discurre ahora su vida, sin saber adónde ir, pero disfrutando de una cierta levedad de espíritu y una mirada risueña que, se dice, parecerían señales de que acaso no fue del todo descabellado hacer la maleta y partir de viaje a ninguna parte. No me provoca subirme a un avión, piensa, al tiempo que conduce. Quiero estar sola, dormir, no ver a nadie. No me apetece pasar por los mil trajines odiosos de un viaje. Iré al mejor hotel de la ciudad, me hospedaré en la suite más linda, no saldré tres días seguidos y me trataré como una reina: eso me suena bien, es exactamente lo que necesito ahora mismo. Quince minutos más tarde, ingresa al vestíbulo de un hotel lujoso. Viste un pantalón ajustado, botas altas y una chaqueta de cuero negro; apenas se ha maquillado; no obstante su aspecto informal, se conduce con las maneras suaves y distantes de una señora que sabe lo que quiere: la mejor suite del hotel, por tiempo indeterminado. Entrega su tarjeta de crédito y, haciéndole un guiño coqueto al caballero de la recepción, pide que la registren con su apellido de soltera:
– Me he tomado unas vacaciones de mi marido -sonríe, y se sorprende de haber dicho tal cosa.
Un momento después, el botones la conduce hasta la habitación, deja su maleta, recibe la propina y se marcha presuroso. Zoe se acerca a la ventana y mira hacia el casco viejo de la ciudad, el centro histórico que, desde allí arriba, se ve plomizo y desaseado. El tacaño de Gonzalo pudo haberme traído a este hotel, piensa. Qué diferencia con la pocilga a la que me suele llevar a tirar: aquello parece el matadero de la tropa, el motel de las secretarias esforzadas y sus jefes. Una señora como yo pertenece a este hotel: me siento muy libre y muy puta, muy dueña de mi cuerpo y mi destino, sin ganas de darle mi coñito a nadie y más bien dormir tres días enteros. Disfruta, Zoe. Relájate. Estás de luna de miel contigo misma. Sé tu mejor amante.
Lentamente, con una cierta languidez, como si estuviese encantada de estar allí y ser ella misma, cierra las cortinas, se desviste, se despoja del anillo matrimonial, lo mete debajo de la cama y, desnuda, libre, extenuada, curiosamente feliz, se mete en la cama y cierra los ojos, sonriendo.
Al llegar a casa tras un largo día de trabajo, Ignacio se siente decaído, y sólo tiene ganas de comer algo ligero, hablar lo menos posible con su mujer, distraerse viendo la tele y dormir temprano. Aunque quisiera, no puede sacudirse de un recuerdo opresivo que ensombrece su ánimo, la acusación feroz que le lanzó su hermano esa mañana, cuando discutieron a gritos en el taller. No pienses en eso, se ha dicho el día entero en el banco, tratando de reponerse del golpe que no ha sabido encajar bien. Olvídalo. No le des más importancia de la que realmente tiene. Fueron juegos de niños, travesuras adolescentes: nunca hubo maldad en lo que hicieron, los chicos en la pubertad hacen esas cosas, eso no significa que seas una mala persona o que abusaras de Gonzalo, fue tan sólo un acto de complicidad entre hermanos que él, por acom-plejado, por inseguro, por perdedor, ahora quiere convertir en algo horrendo, atroz, en una violación que en realidad fue apenas un juego tonto entre hermanos. Ignacio nunca ha hablado de ese recuerdo con nadie; lo ha ignorado deliberadamente durante años; pero ahora no puede seguir engañándose y borrando el pasado; ahora le duelen las cosas tremendas que le ha oído decir a su hermano esa mañana: violador, maricón de mierda. No puede evitar que esas palabras lo persigan desde entonces, taladrando su conciencia, minando su digni-dad, robándole la confianza en sí mismo, aquella con la que ha hecho sus mejores negocios.
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