Ignacio baja la mirada, no se atreve a mirarlo a los ojos.
– Y por eso creo que de repente eres un maricón reprimido. Y se lo dije a Zoe porque me da pena que la hagas tan infeliz.
– ¡No te metas con mi mujer! -recupera Ignacio la seguridad en sí mismo, mirando con desprecio a su hermano-. ¡Estás inventándote una absoluta falsedad para hacerme sentir mal y para que Zoe me deje! ¿Le has dicho esa mentira, que yo te violé?
– No -contesta Gonzalo, sin exaltarse-. Pero tú sabes que no es men-tira.
– ¡Claro que es mentira, Gonzalo! ¡Siempre he sido un buen hermano contigo, he sido todo lo generoso que he podido, te he perdonado todas las deslealtades, he complacido tus caprichos más ridículos! Pero ¿sabes qué? ¡Esto se acabó! ¡No quiero verte más! Desde hoy, no te considero mi hermano.
Ignacio mira a su hermano con un odio del que se creía incapaz y le dice:
– No quiero verte más. No te aparezcas por mi vida. No te atrevas a volver a hablar con Zoe, que te voy a destruir. Eres un miserable. No quiero volver a verte. Adiós.
Cuando Ignacio camina hacia la puerta, Gonzalo le dice:
– Violador. Maricón de mierda. Lárgate. Yo tampoco quiero verte más.
Cinco minutos más tarde, Ignacio conduce su camioneta y llora en silencio, agobiado por los recuerdos. En la soledad de su taller, todavía sentado sobre la cama, en calzoncillos y camiseta de dormir, Gonzalo se toma la cara con las manos y llora, furioso, por lo que pasó hace tanto tiempo y no puede perdonar.
Tumbado en su cama, sollozando, Gonzalo recuerda. Era un niño, no había cumplido doce años. Ignacio acababa de festejar sus diecisiete, lo recuerda bien porque hizo una fiesta con sus amigos del colegio en la que bailaron y bebieron hasta al amanecer. Al día siguiente de la fiesta, Ignacio y Gonzalo jugaron tenis en el club; como de costumbre, fue el mayor quien se impuso. Luego volvieron a casa. Estaban solos, sus padres habían salido a un almuerzo. Ignacio propuso que vieran el vídeo de una película pornográfica que le había prestado un amigo. Gonzalo, algo nervioso, celebró la idea. Entraron a la habitación de sus padres, pusieron el vídeo y, todavía en ropa deportiva, sudorosos, se sentaron sobre la alfombra a ver la película. Fue la primera vez que Gonzalo vio las imágenes explícitas de una mujer y un hombre copu-lando: le pareció menos excitante de lo que había imaginado, por momentos incluso le dio asco que la cámara se acercase tan obscenamente a esos cuerpos agitados. Para orpresa, Ignacio empezó a masturbarse y le sugirió, con a sonrisa maliciosa, que él lo hiciera también, mientras veían, en el televisor de sus padres, algo que no podía parecerse siquiera vagamente al amor, algo que, pensaba Gonzalo, debía de ser sólo sexo mecánico y con toda probabilidad impostado. Por complicidad con su hermano, no porque lo deseara de veras, Gonzalo, tocándose debajo del pantalón deportivo, endureció su sexo y vio sorprendido que Ignacio no escondía el suyo y lo frotaba como si quisiera que él lo viese. Gonzalo e Ignacio se habían visto des-nudos en numerosas ocasiones, pero era la primera vez en que el mayor se masturbaba tan visiblemente al lado de su hermano. De pronto, Ignacio sugirió que se echasen en la cama, para estar más cómodos. Gonzalo estuvo de acuerdo. Cuando se pusieron de pie, Ignacio dijo:
– Mejor nos quitamos la ropa.
– No, así está bien -discrepó tímidamente Gonzalo.
– No, sin ropa es mejor. Te voy a enseñar algunos trucos.
– ¿Qué trucos?
– Vas a ver. Te van a gustar. Cosas que tienes que aprender para después hacerlas con una chica.
Ignacio se desvistió de prisa y se echó sobre la cama de sus padres.
– Quítate la ropa -insistió.
– Bueno, ya -dijo Gonzalo.
Al verse desnudos, comprobaron lo que, en realidad, ya sabían: que el menor estaba mejor dotado para las cosas del sexo. Lo tiene más grande y más bonito que el mío, pensó Ignacio con cierta envidia. Pero yo soy más inteligente, se consoló.
– Échate saliva en la mano -le dijo a su hermano menor-. Es más rico. Resbala mejor.
Gonzalo le hizo caso.
– Tienes razón -dijo, mientras agitaba su sexo.
Había aprendido a masturbarse gracias a su hermano, quien, unos meses atrás, le enseñó lo que debía hacer para darse a solas ese placer furtivo.
– Déjame que te la chupe -dijo Ignacio.
Gonzalo se sorprendió, lo miró a los ojos con cierta extrañeza, le pareció raro lo que acababa de oír.
– ¿Qué? -se hizo el tonto.
– Te la voy a chupar.
– No, mejor no.
– ¿Por qué? No seas tonto.
– No quiero, no me provoca.
– Sólo para que sepas lo que se siente cuando te la chupa una chica. Sólo para que aprendas, huevón. No te asustes.
El tono seguro y viril de Ignacio le hicieron creer que era sólo un ejercicio didáctico, una extraña generosidad de hermano mayor, y por eso Gonzalo se resignó:
– Bueno, ya, pero sólo un poquito.
– Cierra los ojos, mejor. Piensa en la chica que más te guste.
– Está bien.
Gonzalo cerró los ojos y sintió algo cálido y agradable ahí abajo.
– Ahora échate boca abajo -dijo Ignacio.
– ¿Para qué?
– Haz lo que te digo. No preguntes tanto. ¿Te gustó la chupadita o no?
– Sí, más o menos.
– Hazme caso, entonces. Échate boca abajo, mirando la película.
Gonzalo se tendió en la cama y sintió que su hermano lo tocaba entre las nalgas.
– ¿Qué haces? -preguntó, volteándose.
– Quédate callado. No hables. Mira la película.
– No me toques el poto, Ignacio.
– Cállate. Es sólo un ratito. Te va a gustar.
Ignacio echó bastante saliva en su sexo, se inclinó sobre la espalda de su hermano y trató de metérselo.
– ¿Qué haces? -se quejó Gonzalo-. Duele.
– Aguanta un poquito -susurró Ignacio con una voz extraña que le dio miedo a Gonzalo.
– No jodas, para.
Ya era tarde: Ignacio empujó con fuerza e introdujo su sexo entre las nalgas de su hermano, que dio un grito:
– ¡Duele, imbécil! ¡Sácamelo!
– Cállate -dijo Ignacio, moviéndose-. Aguanta un poquito. Ahorita ter-mino.
Gonzalo cerró los ojos, aguantó el dolor, lloró de rabia mientras su hermano se movía detrás de él hasta terminar de prisa y sacársela.
– Me voy a duchar -dijo Ignacio, y detuvo la película-. Otro día te dejo que me la metas, si quieres.
Gonzalo no dijo nada, se mantuvo quieto, tirado en la cama, los ojos cerrados, el estupor de sentirse vejado por su hermano, la perplejidad de no entender lo que había pasado.
– Tienes que ir aprendiendo estas cosas, para cuando estés con tu enamorada -dijo Ignacio, y le dio una palmada cariñosa en la cabeza-. Ven a ducharte.
– Después -sólo atinó a decir Gonzalo.
– ¿Te dolió mucho?
– No, sólo un poquito -mintió.
– No digas nada de esto. Es un secreto entre tú y yo.
– Ya.
Ignacio fue a ducharse. Gonzalo guardó el secreto, humillado, pero nunca lo perdonó. Eres un perro, pensó, mientras él silbaba duchán-dose. No sabía que podías ser un perro conmigo. Algún día, cuando sea grande, me voy a vengar.
No aguanto más, piensa Zoe. Tengo que cambiar de vida. No puedo dormir una noche más con Ignacio. No puedo seguir fingiendo que lo quiero. Tampoco me apetece ver de momento a Gonzalo. Es un sinver-güenza. Está jugando conmigo. Me manipula sin asco. Le importo un pepino. Cree que me tiene en el bolsillo sólo porque me calienta como nadie: pues te equivocas, guapo. Quiero perderme unos días. No quiero ver a ninguno de los dos. Que me extrañen, que me busquen, que se vuelvan locos sin mí. Eso: voy a desaparecer unos días. Me vendrá bien.
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