Jaime Bayly - La Mujer De Mi Hermano

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Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio. Tiene treinta y cinco años y se pasa el día trabajando, es banquero. Lleva nueve años casado con la bellísima Zoe, a quien irrita comprobar que su marido le hace muy poco caso. En cuanto a Gonzalo, el hermano de Ignacio, se dedica a la pintura y es un seductor nato; y aunque su cuñada le gusta, ha decidido no intentarlo «por respeto a su hermano». De momento… Pero el triángulo está servido. Y es una bomba que va desencadenar secretos familiares, el furor contenido de los celos, la fuerza ingobernable del deseo…, y también la melancolía del desamor. Todo ello, narrado a un ritmo trepidante, en una historia que es a la vez tierna y descarada, tragicómica. El Jaime Bayly más deslumbrante.

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– ¡Ignacio! -dice, y se pone de pie, haciéndole adiós con una mano.

Procurando evitar una escena demasiado efusiva, pues le avergüenza mostrar en público sus sentimientos, Ignacio sonríe sorprendido, le da un beso fugaz en los labios y la abraza el poco tiempo que demora en decirle:

– ¿Qué he hecho yo para merecer esta sorpresa tan agradable, mi amor?

– Portarte bien -susurra Zoe, y prolonga el abrazo un poco más.

– Yo siempre me porto bien -dice Ignacio.

– Yo sé, mi amor. Por eso te quiero tanto. Porque eres un hombre bueno.

Tomados de la mano, caminan hacia el estacionamiento. Ignacio no ha enviado equipaje en la bodega del avión, pues, como ahora, suele viajar con un maletín de mano que arrastra sobre dos ruedas pequeñas, así no pierde tiempo esperando a que sus maletas aparezcan en la faja circular. Es uno de esos viajeros impacientes que gozan cuando salen antes que nadie del avión y caminan por los aeropuertos con una prisa salvaje, con el único objetivo de llegar pronto a su destino.

– ¿Qué tal el viaje? -pregunta Zoe.

– Bien, todo bien.

– ¿Mucho trabajo?

– Lo de siempre. Ya estoy acostumbrado.

– ¿Dormiste bien?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque no estabas tú.

Zoe lo besa en la mejilla mientras caminan por el parqueo en busca de su auto y, aunque sabe que su esposo exagera, le agrada oír esas palabras dulces, reconfortantes, que reafirman la solidez de ese matrimonio que ahora, curiosamente, le produce, a falta de una sensación de felicidad, el consuelo de saberse querida por un hombre bueno. No me importa que me mientas, piensa. Mentir con cariño es también una forma de amar. Me gusta que me digas esas mentiras de galán antiguo. Me gusta que nos mientas a los dos para seguir estando juntos. Sé que no me extrañaste en el hotel, que dormiste mucho mejor sin mí, pero también que mientes porque me quieres. Y sé que estás feliz de verme aquí, en el aeropuerto, esperándote.

Ahora están en el auto. Ignacio conduce lentamente, paga la tarifa del estacionamiento, se despide con amabilidad de la señora que le ha cobrado desde una pequeña caseta, acelera al llegar a la autopista -aunque siempre dentro del límite de velocidad que establece la ley- y mira a su esposa, que va callada, limándose las uñas. Está rara, piensa. Es muy raro que venga a recogerme al aeropuerto. La siento triste, golpeada. Algo le ha pasado. Está demasiado sensible. No creo que me haya extrañado. Estoy seguro de que la ha pasado muy bien sin mí. No dudo de que habría preferido que yo volviese en un par de días más. Pero algo me esconde, algo la atormenta, algo la aleja de mí y precisamente por eso, para ocultarlo y ocultárselo a sí misma, finge que estamos cerca, más cerca que nunca. No me lo creo. Pero me apena. No me gusta verte así, Zoe. Sé que estás dolida y me entristece que no compartas esa pena conmigo. No importa. Yo te quiero más de lo que nunca has sospechado. Es bueno saber que estás de vuelta, aunque sólo sea por esta noche.

– ¿Te molesta si bajo un poco la calefacción? -pregunta Ignacio.

Nunca coinciden con la temperatura que desean preservar en el auto. Zoe suele quejarse de que Ignacio exagera con el frío. A ella le gusta prender el aire acondicionado y helar el auto en verano, como disfruta, en esta noche de invierno, encendiendo la calefacción a tope y dejándose abrigar por ese vapor cálido que se filtra por las rendijas del tablero y el piso. Ignacio se incomoda con el aire acondicionado y la calefacción. Teme los cambios súbitos de temperatura, pues alega que lo resfrían con facilidad, y por eso ahora, aunque sabe que puede irritar a su mujer, ha sugerido no calentar tanto el interior del automóvil, que conduce con menos parsimonia de la habitual, porque quiere llegar a casa, darse una ducha, leer sus correos y meterse a la cama en su vieja pijama que huele a él.

– No, no me molesta -dice Zoe-. Apágala, si quieres.

Es la eterna discusión, piensa ella, resignada, pero hoy no estoy dispuesta a molestarme por esta tontería. ¡Cuántas veces hemos peleado porque quieres apagar el aire, subirlo un poco, bajar la calefacción, y yo me opongo porque sentía que lo hacías sólo para fastidiarme, para joderme! Pero ahora no me molesta, Ignacio, porque sé que me quieres todo lo que puedes, que es menos de lo que yo quisiera, pero lo suficiente para dormir tranquila esta noche a tu lado.

– ¿Estás bien, mi amor? -pregunta Ignacio, y la acaricia en una pierna.

– Sí -dice Zoe.

No me mientas, tontita, piensa él. Algo no está bien.

– Un poco cansada -añade ella-. Necesito dormir bastante.

– ¿Dormiste mal anoche?

– Fatal. Tuve insomnio. Me quedé despierta la noche entera.

– ¿Por qué? ¿Qué pasó?

– No sé. No pasó nada especial. Me vino uno de esos insomnios terribles.

– Pobre. Lo siento, amor. Hoy vamos a dormir rico. Llegando a la casa, nos metemos a la cama y dormimos como dos bebés.

Eso quiero esta noche, dormir como un bebé, piensa Zoe. No quiero sexo, no quiero pasión, no quiero engaños y traiciones, no quiero a un hombre haciéndome el amor para que luego escape en la madrugada aprovechando que estoy dormida. Sólo quiero a un hombre que me abrace y me consuele. Estoy hecha mierda y no puedo decírtelo, Ignacio. Estoy destrozada porque creo que amo a tu hermano y estoy segura de que el canalla no me quiere, salvo para llevarme a la cama. No llores, Zoe. Contrólate. No llores, que se va a dar cuenta de que algo está mal contigo.

A pesar de que intenta ahogar esa tristeza, Zoe se abandona a un llanto silencioso, apenas dos lágrimas que caen por sus mejillas. Ignacio la mira de soslayo, advierte que está llorando y no le dice nada, no hace preguntas, sabe que ella prefiere mantenerse callada, impenetrable, y sólo la toma de la mano, estrechándola con fuerza, y le dice:

– Tranquila, ardillita. Todo va a estar bien.

Zoe no dice nada. Se seca las lágrimas con un pañuelo que ha sacado de la cartera y dice con voz triste:

– Te adoro, Ignacio.

– Yo también, mi amor.

Llora porque ya no me quiere y no se atreve a decírmelo, piensa él.

Soy una puta y además una loca, cómo se me ocurre acostarme con Gonzalo y no cuidarme, piensa ella.

Gonzalo termina de pintar, muerde una manzana, se mira en el espejo, que le recuerda su aspecto desaliñado y algo barbudo, bebe un buen trago de agua mineral y se acerca al teléfono. Alguien tiene que ceder, piensa. Si ella no me llama, la llamaré yo. Seguro que se muere de ganas de verme, pero, como es orgullosa y está despechada, no va a llamar. Te conozco, Zoe. No sabes jugar este juego mejor que yo. Olvídalo.

Cuando marca el número de la casa de su hermano, Gonzalo piensa que, siendo las seis de la tarde, casi con seguridad Ignacio estará en el banco y Zoe, aburriéndose en casa. Nadie contesta. Luego de varios timbres, escucha la voz grabada de ella pidiendo que dejen un mensaje. No dice nada. Cuelga. Es la voz de una mujer insatisfecha, piensa.

En seguida abre su agenda, busca los números de Zoe y la llama al celular. Contéstame, muñeca. No te hagas la difícil conmigo. No seas rencorosa. No puedes haber olvidado tan rápidamente lo bien que la pasamos la otra noche. Contéstame.

– Mi amor, lo siento, se cortó -escucha la voz de Zoe.

– ¿Qué se cortó? -pregunta él, sorprendido.

– ¿Ignacio?

– No, soy Gonzalo. Pero no me molesta que me digas «mi amor».

– No es gracioso. Estaba hablando con Ignacio hace un minuto y se cortó.

– ¿Dónde estás?

– En la calle.

– ¿Qué haces?

– Saliendo de mi clase de yoga.

Gonzalo la siente tensa, a la defensiva, pero se hace el tonto y mantiene el tono cariñoso. Si bien Zoe está contenta de oír su voz, quiere mostrarse distante y por eso hace un esfuerzo para no dejarse desbordar por el afecto que él le inspira.

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