– Sí, claro.
– ¿No me crees?
– No. Creo que te dio miedo y saliste corriendo como un conejo.
– ¿Miedo? ¿Miedo a qué, a quién?
– Miedo a que llegase Ignacio. Te dije que recién debe llegar esta noche.
– Nunca le he tenido miedo a Ignacio. Me da pena, pero no miedo. Yo diría que es él quien me tiene miedo a mí.
– ¿No te vas a disculpar, entonces?
– Estás demasiado sensible, Zoe. ¿Por qué debería disculparme?
– Por irte de esa manera tan fea.
– Lo siento. Debí dejarte una nota.
– No. Debiste quedarte conmigo en la cama. Debiste desayunar conmigo. Era una noche mágica y la cagaste.
– Lo siento, Zoe. No volverá a ocurrir.
– ¡Claro que no volverá a ocurrir! ¡No seré tan idiota de dejarme seducir de nuevo por ti! ¡Ya sé que sólo querías tirar conmigo y punto!
Zoe se ha enfurecido, respira de un modo agitado, camina de prisa con el teléfono.
– No digas eso. Cálmate. Estás exagerando.
– No estoy exagerando. Eres un patán, Gonzalo.
– ¿Sólo porque me fui sin despedirme?
– Sí. Y porque hoy no has tenido la delicadeza de llamarme en todo el día.
– Zoe, te estás portando como una quinceañera histérica. ¿De qué me estás hablando? Yo pinto durante el día, no me gusta hablar por teléfono, tampoco quiero llamar a tu casa porque podría contestar Ignacio.
– Te dije que vendría a la noche. No me escuchas. No me prestas atención.
– ¡Cálmate, carajo! ¡Me estás hablando como si fuera tu marido! ¡No soy tu marido!
– No, no eres mi marido, pero eres tan cobarde como él.
– ¡No digas tonterías, por favor! Estoy pintando tranquilo y llamas a estropearme el día. Cálmate. No sé qué te pasa. ¿Estás arrepentida por lo de anoche y por eso me tratas mal?
– ¡Claro que estoy arrepentida! ¡Es la primera vez que engaño a mi marido con otro hombre! ¡Y me haces sentir que te importo un carajo, que sólo fue un buen polvo y no quieres que te joda más!
– Yo no he dicho eso, Zoe. Me encantaría verte otra vez. ¿Por qué no vienes un rato y nos tomamos una copa y conversamos?
– Olvídalo.
– Ven un rato. Estás actuando como una mujer despechada, como una loca histérica.
– No soy una loca ni una despechada, Gonzalo. Soy una mujer sensible y no me gusta que me traten como si fuera un objeto sexual.
– Pero anoche me pareció que te gustaba ser un objeto sexual -dice Gonzalo en tono de broma.
– No seas cretino. No me sigas ofendiendo.
– En serio. Ha sido una de las noches más increíbles de mi vida. No la voy a olvidar.
Ahora Gonzalo habla con una voz cariñosa y Zoe se conmueve un poco.
– Cállate. No sigas. Me haces daño.
– ¿Por qué te hago daño?
– Porque sé que no me quieres. Porque sé que sólo soy una aventura más para ti.
Ahora Zoe solloza y no puede evitarlo.
– No digas eso, tontita. No eres una aventura más. Eres la mujer más alucinante. Hemos pasado una noche mágica. Tú sabes que me tienes de rodillas.
– Cállate. Eres un mentiroso, Gonzalo. Si estuvieras a mis pies, llamarías para ver cómo me siento después de serle infiel a mi marido nada menos que con su hermano.
– Que no te llame no significa que no piense en ti. Estás exagerando, muñeca. ¿Por qué no vienes un rato a verme?
– Ya te dije que no voy a ir. No iré a verte más.
– ¿Por qué dices eso? ¿Por qué estás tan tremendista?
– Lo nuestro fue una noche y se acabó, Gonzalo. No ha pasado nada. Ha sido un sueño, una ilusión. La noche de ayer no existió.
– La que tiene miedo ahora eres tú.
– Quizás. Tengo miedo a que me sigas usando para sentirte un gran conquistador. Tengo miedo a que me uses para tirar y luego te aburras de mí y me dejes botada como un artículo descartable. Sí, pues, tengo miedo.
– Ven. Ven a verme. Quiero verte.
– Olvídalo. Ya te dije que no.
– Entonces ven más tarde, o mañana.
– No iré más, Gonzalo. Lo nuestro se terminó. Nunca pasó nada. Bórralo de tu cabeza.
– Imposible.
– Me voy. Te dejo.
– ¿Adónde te vas?
– Al aeropuerto, a recoger a Ignacio.
– Mándale saludos.
– No seas tan cínico. ¿No te da vergüenza ser tan canalla?
– No. No me da vergüenza haberme acostado contigo porque sé que eres infeliz con él y que yo puedo hacerte gozar como él no podría nunca.
– Cállate. No sigas. Me lastimas.
– Yo no te voy a llamar ni te iré a visitar y tú sabes por qué. Pero te estaré esperando.
– Espérame sentado. No iré.
– Sí vendrás.
– No iré. No quiero verte más.
– Ven mañana cuando puedas. Quiero hacerte el amor. Quiero verte molesta y callarte la boca a besos.
– Eres un grosero.
– Pero me excitas como nadie me ha excitado.
– Vete a la mierda.
– Ven mañana. Sabes que vendrás.
– Te odio, Gonzalo.
Zoe cuelga, saca un pañuelo, se seca las lágrimas y grita: «¡Hijo de puta! ¡No me quieres!» Luego se dice «cálmate, cálmate, cálmate», sube al auto y sale a recoger a Ignacio del aeropuerto.
Es de noche. Apenas un puñado de personas aguardan, sentadas en hileras de butacas idénticas, la llegada de los últimos vuelos del día. El aeropuerto se ha calmado luego de los trajines de la hora punta. Empleados de limpieza, uniformados en mandiles azules, recorren la alfombra con grandes aspiradoras que succionan el polvo de miles de pisadas presurosas y anónimas que habrán llegado ya a su destino. Es un aeropuerto moderno que no ha ahorrado en comodidades para los visitantes, pero, a pesar de eso, Zoe se siente incómoda, porque los aeropuertos, como los hospitales, le recuerdan que está de paso, que sus días están contados por algún designio superior y que la muerte es una de las pocas certezas de la existencia. Aunque le deprimen los aeropuertos, ha querido ir a recoger a su marido. No suele hacerlo. Pero esa noche, quizás porque se siente culpable de haberlo engañado, quiere darle una sorpresa, abrazarlo tan pronto como descienda del avión que lo trae de sus citas de negocios. Sentada en un asiento de plástico verde que imita malamente al cuero, Zoe hojea una revista de modas que ha comprado en una tienda del aeropuerto, mira su reloj, echa un vistazo a la pantalla que anuncia la llegada del vuelo de su marido y aguarda impaciente. Se ha vestido sin demasiado cuidado, un pantalón oscuro, blusa blanca y chaquetón de cuero marrón. A lo largo del día, ha hecho gimnasia con un rigor desusado, como si quisiera castigarse por los excesos de la noche, y se ha bañado hasta tres veces, tratando de borrar de su cuerpo, con jabones muy finos, todos los olores que la pudieran delatar ante su marido. Bosteza. Está cansada. Sólo quiere abrazar a Ignacio y dormir con él. Sólo quiere una noche aburrida más, una de las tantas que ha aborrecido en secreto últimamente, para sentir así que todo está bajo control, que nada se ha dañado de un modo irreparable. Piensa en Gonzalo mientras hojea a esos modelos guapos de la revista y se le agolpan, en el nudo de la garganta, una mezcla explosiva de sentimientos: quiere abofetearlo, ignorarlo, herirlo, vengarse de él, porque siente que la ha usado de la manera más vil para tener una noche de sexo, pero también -y se avergüenza por eso- quiere volver a besarlo con una violencia turbia que ningún otro hombre ha despertado en ella. Debo olvidarlo, se dice. No debo verlo más.
Cuando Ignacio aparece con traje y corbata, caminando de prisa y jalando un maletín de mano, Zoe se sorprende de verlo tan apuesto. En los pocos segundos que él tarda en descubrir que ella lo está esperando, Zoe lo mira con cariño y piensa que su marido es un hombre con una energía extraordinaria, alguien que trabaja con pasión y nunca se queja, un tipo de buen corazón, un caballero a la antigua que viste con indudable buen gusto, una alma noble. No me equivoqué, piensa. Después de todo, no me equivoqué. Es un hombre bueno, a diferencia de su hermano. Jamás me engañaría. No merecía que le hiciera eso. Viendo a su esposo que camina con apuro, como si quisiera tomar cuanto antes el taxi que lo lleve de regreso a casa, Zoe se enternece, siente ganas de llorar pero se contiene. Me extraña, piensa. Está pensando en mí. Camina tan rápido porque quiere llegar lo más pronto que pueda a la casa para estar conmigo.
Читать дальше