Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– No sé qué es tener una vida normal, pero la echo de menos.

– Yo tampoco la tengo, pero reconozco que disfruto de una vida más estable.

El dueño del restaurante les sirvió el vino en dos copas enormes. Permaneció ante la mesa hasta que Martínez lo probó. Le felicitó por la elección. Se marchó satisfecho. El español era uno de sus parroquianos. Salud, se desearon.

– Querrás volver a Irlanda, supongo.

Martínez se atrevió a incidir en la conversación. No se planteó si era oportuno o no. Al fin y al cabo, parecía que esta vez Liam venía con ganas de soltarlo todo.

– Para mí, Irlanda es como tu Israel. No me sentaría tranquilo a la mesa de un restaurante.

Martínez ensayó un gesto de sorpresa.

– Sabes que puedes confiar en mí.

– Lo sé.

Pero, aunque el irlandés abrió de nuevo un paréntesis de silencio, como si estuviera analizando el mejor modo de contárselo, Martínez prefirió no obligarle y le preguntó qué actividades tenía previstas durante los días que pasaría en Andorra. Era cuestión de tiempo, reflexionó el español mientras Liam le detallaba sus planes de relax, que en un momento u otro el irlandés sintiera la necesidad de confesarse. Nadie podía soportar la presión de una vida como la suya. El español lo sabía muy bien por el número de vidas similares que había tratado. Sabía qué mal sufría Liam: fatiga psicológica, soledad, melancolía, nostalgia, la ansiedad por el constante deseo de normalizarse… No hay nada que mate más deprisa a un hombre que una vida asediada por circunstancias que trazan un círculo cada vez más reducido.

6

Domingo, día de reuniones en Valencia. Podía afirmarse que la ciudad, políticamente, estaba convulsa. En el tablero de la política autóctona todo el mundo movía sus peones para situarlos según la estrategia necesaria, en busca de pactos dudosos entre caballeros de dudosa ética que se necesitaban mutuamente. Se intuía una lucha encarnizada. Por resultados y pronósticos electorales, siempre había sido así. Pero, ahora, la presencia ingrata y agresiva del empresario Juan Lloris añadía una amenaza más al bipartidismo. Una irrupción inquietante, inesperada, cuando todo el mundo le creía tranquilo y satisfecho con los beneficios que como presidente del Valencia C. F. había obtenido por la venta de parte de sus acciones y por el traspaso del africano Bouba, jugador emblemático pero irregular en el campo y demasiado reincidente en la vida nocturna. Una venta idónea llevada a cabo justo cuando el mercado del fútbol aún entendía de locuras económicas, antes de volver, al estallar la burbuja inflacionista, a una transitoria racionalidad. Dueño de Bouba, Lloris amortizó con creces su inversión y reinvirtió una parte en algunos fichajes de jugadores llamados «de clase media» que ofrecían un buen rendimiento, del agrado de un público que aprobaba con satisfacción su incondicional entrega. Lloris dejó la presidencia en contra de su voluntad, guardando un silencio sepulcral. Ni una entrevista, ni una salida pública, desaparecido hasta que Júlia Aleixandre encontró el momento y a la persona adecuados.

Antes de citarse con ella, Francesc Petit reflexionó sobre el sitio donde debían verse. En principio se abstendría de pedírselo. Antes quería escucharla. Estaba dispuesto a escuchar a todo el mundo. Dada la nueva situación, también él tenía armas por esgrimir, argumentos consistentes para ejercer presión, ayudas altruistas que solicitar.

Júlia sugirió que se encontraran en el coto de la Albufera de Lloris, aprovechando que el empresario, al día siguiente de la rueda de prensa en la que anunciaba su candidatura al Ayuntamiento de Valencia, se había ido un par de días a un lugar desconocido, aconsejado por ella, que de ese modo impedía que su incontinencia verbal se prodigara por las emisoras radiofónicas y televisivas, que con fruición buscaban la presencia de un hombre que siempre que hacía declaraciones congregaba audiencias notables. Unos porque le seguían con fervor, otros porque le despreciaban coléricamente. De ahí su carisma, su poder de convocatoria. Pero Francesc Petit se negó a acudir al coto y eligió otro lugar. Una primera demanda, una primera orden, para marcar la pauta y advertir que él ponía el escenario y dirigía el casting.

La citó en el aparcamiento que Porcelanosa tenía al aire libre en la Nacional de Alicante, en el término municipal de Sedaví, pueblo megaurbanizado que en paz descanse. Allí dejaron el coche de Júlia y con el de Petit fueron hasta una carretera que seguía por los campos de marjal. Un territorio muy autóctono: el arroz, las zonas húmedas vetadas a la voracidad constructora. De momento. A él le gustaba aquel paisaje llano y aún limpio por el que a veces transitaba. El viento no era excesivo, como de costumbre. Así, aparcaron junto a un caserón donde los agricultores guardaban los utensilios del campo e iniciaron el paseo para disgusto de Júlia, que hubiera preferido la calidez de un salón cómodo, más personal y discreto.

– Me encanta el marjal -dijo Petit encendiéndose un puro.

– No logro ver sus encantos.

– Eres demasiado urbana.

– Quizá esté imbuida de tendencias urbanísticas.

– ¿Sabes? Quienes hemos vivido en pueblos somos más tolerantes. Nos hemos criado de un modo más libre.

– ¿Ah, sí?

– Pues sí. Mira, cuando eras pequeña seguramente tus padres tenían que acompañarte siempre a jugar a los jardines, como si fueras un perrito. En los pueblos, nuestros padres nos abrían la puerta que daba a la calle y no volvíamos hasta la hora de comer o de cenar. Es un tipo de libertad que marca tu personalidad.

– Se lo preguntaré a mi psiquiatra.

– Los psiquiatras y los psicólogos son una necesidad urbana. -Nueva calada, ausente y plácida-. Y aún te diré más.

– Te escucho.

– Los de pueblo somos menos cínicos.

– Buenas noticias.

– Ese mismo ambiente de compartirlo todo y jugar con los demás hace que tengas una forma de ser más sana.

– Estoy ansiosa por comprobarlo.

Francesc Petit dio otra profunda calada. Parecía disfrutar del momento, del tabaco y del paisaje. Y, además, no prestaba atención a las ironías de Júlia, que se situó a su derecha, con tal de esquivar el humo que el escaso viento le arrojaba a la cara. Se esforzaba por descubrir qué rumbo político tomaría Petit. Sin embargo, con paciencia de mujer profesionalmente asesora, escuchaba los recuerdos infantiles de su compañero dominical.

– En fin, echo de menos las largas partidas de chamelo en el casino, la vida tranquila en mi pueblo.

Contempló las extensas llanuras de arroz, cultivo que en los últimos años sufría excedentes y una trepidante bajada de precios. ¿Cómo debía tomarse Júlia sus últimas palabras? ¿Estaba decepcionado a causa del revés sufrido en el congreso extraordinario? ¿Era una estrategia antes de iniciar las negociaciones? Sería cuestión de averiguarlo.

– Retírate.

– Tú no has venido a verme para que me retire.

– Es evidente, pero no podría evitarlo.

Petit se detuvo. Se quedó mirando a Júlia, pero esperó a que pasara un tractor conducido por un campesino ausente al que únicamente acompañaba un escandaloso perro barraquero.

– Si quieres evitarlo, ya sabes qué hacer.

– Yo sé qué hacer, pero no lo que quieres.

– Negociar.

– Hagámoslo.

– Empieza.

Júlia Aleixandre suspiró. ¿Cuántas veces había tenido que negociar desde sus comienzos en política? Ni se acordaba, pero demasiadas. Sobre todo con gente que siempre esperaba que ella pusiera la primera frase del tira y afloja. Aun así, era su especialidad. Se había vuelto una experta en la tarea de engañar al adversario sin que importasen los medios.

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