Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– Haré lo que digas.

Sin mediar palabra, el irlandés se lo agradeció.

– Cuando pasen cinco minutos, llama a recepción.

La africana estaba temblando, pero tendría tiempo de calmarse. Mil dólares eran una fortuna, la posibilidad de que la liquidase era tan palpable que le compensaba el mal trago del interrogatorio policial. Liam aún le dedicó una última mirada de advertencia, una señal perceptible de lo que era capaz. En el pasillo de la tercera planta no había nadie, pero el ruido de la calle era más intenso. Ya en su cuarto, de olor crónico a lugar cerrado, se desvistió hasta quedarse en calzoncillos. Se despeinó ligeramente, deshizo un poco la cama, abrió el correo electrónico y envió un mensaje. Luego eliminó los anteriores y a continuación se sentó en un sofá con un libro sobre África cuyo punto de lectura estaba en un capítulo dedicado a la reserva natural de Amani. Leyó con interés, como si hubiera pasado horas consultándolo. Al oír voces salió al corredor, como la mayoría de los huéspedes de la planta. Al contrario que ellos, no se movió de la puerta de su habitación. No estaba muy lejos, desde allí podía observarlo todo. Le preguntó a una señora en albornoz que se dirigía a la 315. «Un horror -le dijo-, han asesinado a un inglés.» Con el libro en la mano se acercó hasta allí. Se detuvo unos metros antes. Un policía de paisano interrogaba a la joven, que, conmocionada y con la voz entrecortada, respondía a sus preguntas. La intimidaba obligándola a que le diera alguna pista. Liam se situó en un lugar lo bastante discreto para que la africana le viera y a la vez para no hacerse notar. La joven imploró clemencia, se encontraba mal, simuló estar a punto de vomitar. Le permitieron entrar al lavabo.

El otro inglés apareció por el extremo opuesto del corredor, pero no le dejaron entrar a la habitación. Querían evitarle la imagen del amigo muerto. Liam pensó que a lo mejor era el cliente, el hombre que le había hecho aquel encargo. Era el único huésped de otras plantas presente, aunque cabía la posibilidad de un aviso desde recepción. En cualquier caso, Liam estaba tranquilo. El cliente no sabía quién era él. Dadas las características del trabajo, había impuesto el requisito de un setenta por ciento de adelanto. El resto, unas horas después de haber cumplido con lo ordenado. Quizá hubiese venido a ratificarlo.

El director del hotel le contaba a quien quisiera escucharle que nunca había ocurrido nada semejante. Todo el mundo podía estar tranquilo, pero el personal estaba muy alterado. Con la cortesía propia de los países pobres, la policía rogó a los huéspedes de la tercera planta que permanecieran en sus habitaciones. Hablarían con todos para concretar algunos detalles que pudieran ser de ayuda en la investigación. Una minoría se quedó en el pasillo, comentando un incidente que con toda seguridad sería motivo de tertulia una vez hubieran vuelto a sus países.

Liam volvió a su habitación tan pronto como un agente se llevó a la joven africana a un hospital para que le recetaran unos tranquilizantes. Aún le dolía el hombro. Seguramente la ficharían por dedicarse a la prostitución, un problema que se resolvía con una multa mínima. En su habitación, el irlandés abrió de nuevo el libro. Se tendió en la cama y empezó a leer esforzándose por distanciarse del incidente mientras esperaba la visita del comisario, que, con educación y respeto, le preguntaría si había visto u oído algo anómalo durante la tarde. Imposible, con el ruido de los aparatos de aire acondicionado. Lo puso en marcha. Gracias y perdón por las molestias.

4

El mismo sábado que Francesc Petit fue derrotado en el congreso extraordinario del Front, por algo más del setenta por ciento de la militancia, ese mismo sábado en que el ex secretario general pretendía tomarse unas semanas de reflexión para ver cuál era el rumbo más propicio, Juan Lloris anunció en rueda de prensa que presentaba su candidatura al Ayuntamiento de Valencia.

El anuncio movilizó a los demás partidos. Los conservadores, en principio los más perjudicados, llamaron a los socialistas, que se mostraron receptivos dado que la figura de Lloris, muy popular entre los aficionados del Valencia C. F, también los amenazaba (entre sus votantes había un considerable sector de simpatizantes del equipo), mientras que el nuevo Front de Horaci Guardiola era convocado a una reunión posterior que mantendría con Josep Maria Madrid, maestro socialista en el arte de gestar y romper acuerdos siempre cobijado por una sombra que tras años acogiéndole era tan larga como visible.

El menos preocupado de todos, Petit, se ocupaba del mayor problema que le planteaba la escisión del Front, que tenía planeada desde el primer día que se había anunciado el congreso extraordinario: el dinero. Si por una parte la creación de un nuevo partido le libraba de las deudas del Front con Bancam, entidad supuestamente de ahorro, por otra pensaba de qué forma podría sonsacarle a la entidad bancaria un crédito blando para poner en marcha «Democracia Valenciana», el nombre elegido para la formación política que lideraría junto a los cuatro diputados que le quedaban en el Parlament y la mayor parte de los militantes que seguían siéndole fieles, casi todos en la capital. Pensó en una fórmula rápida y efectiva: amenazar a los conservadores con retirarles su apoyo si no le permitían, ya que presidían y dominaban el consejo de administración de Bancam, obtener un crédito en condiciones favorables; tenían que ser tan favorables que debían otorgarlo sin que el nuevo partido avalara con patrimonio, aval imposible porque Democracia Valenciana, por decirlo con una expresión popular, estaba «canina».

La amenaza no era muy consistente. Si se escindía del Front para no prestar su apoyo a los socialistas, no hundiría a los conservadores para que éstos gobernaran. Resultaría absurdo que, recién clausurado un congreso extraordinario en el que había defendido la tesis de que los socialistas iban a fagocitarlos, semanas después cambiara de parecer. En ningún caso podía venderle a la opinión pública un cambio así. Ahora bien, ¿qué era más nocivo, la posibilidad de echarse atrás o la de que los conservadores perdieran el poder? Trataría de plantearles el dilema convencido de que les perjudicaría enormemente perder el Govern de la Generalitat. La patronal les obligaría a aceptarlo.

Hizo un recuento de urgencia de cuanto necesitaba: una buena sede, amplia, céntrica y con algunos empleados liberados. Y un millón de euros para afrontar las municipales de la ciudad con ciertas garantías. Al fin y al cabo, el éxito de Democracia Valenciana debilitaría al Front, circunstancia que también iría en detrimento de los socialistas. Concluyó que los conservadores tendrían una papeleta difícil de resolver. Como muy bien intuía Petit, el anuncio de Lloris haría que socialistas y conservadores llegaran a acuerdos. Acuerdos imposibles si Bancam ayudaba a Democracia Valenciana.

Pero en aquellos momentos, en el coto de Juan Lloris, Júlia Aleixandre y el propio empresario urdían un plan para resolver su problema económico. Desde hacía un tiempo, desde que Lloris había abandonado la presidencia del Valencia C. F, tras buenas campañas bajo su mandato y con la promesa de que volvería si el equipo no mantenía su buena racha (como prueba del cumplimiento de la promesa sólo vendió una parte de su paquete accionarial, quedándose con otra que, en un momento dado, sería decisiva sumada a la de los pequeños accionistas), el empresario quería lanzarse a la arena consistorial. Júlia le hizo desistir hasta que se dieran las condiciones óptimas. Así pues, cuando el Front hizo público que tendría lugar el congreso extraordinario, y tan pronto como Júlia descubrió las escasas posibilidades de Francesc Petit, decidió que el mismo día del congreso Juan Lloris, en rueda de prensa multitudinaria en el hotel Valencia Palace, anunciaría su candidatura a la alcaldía de Valencia.

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