Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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Llevaba casi una semana en Dar. Durante buena parte del día, el clima de la ciudad le resultaba molesto y el encargo, a primera vista, parecía sencillo. A primera vista, claro. A veces todo se complicaba por detalles que escapaban a su control. Pese a todo, Liam decidió cumplir con lo previsto aquel mismo sábado. Analizó la situación y en principio no veía dificultad alguna. Tan sólo una, en realidad. El huésped de la 315 estaba acompañado por una joven del país. La había visto por la mañana, en la cafetería. Quizá pasara todo el día con él, y también la noche, por escasos dólares. Lo cierto era que una africana no representaba ningún problema añadido. Al contrario, le sería de ayuda. Incluso acabar con él en el hotel era la mejor opción. Mucha gente entraba y salía del edificio y, además, por puertas no necesariamente visibles desde la recepción. Sus conocimientos de la ciudad no le garantizaban una cobertura adecuada, si bien le ofrecían el móvil de un robo, algo tan habitual en Dar. No obstante, descartó liquidarle fuera del hotel. La experiencia le aconsejaba el recinto cerrado, con tal de evitar los testigos por sorpresa, los que por casualidad pasan por ahí justo en el momento menos oportuno. La joven africana. Pensó de nuevo en ella y de nuevo se convenció de que no supondría ningún escollo insalvable. Al menos le brindaría la oportunidad de no serlo: un puñado de dólares incuestionables para aliviar su penuria económica. ¿Y el otro inglés que iba con él? Prefirió tomar algunas precauciones. Envió un correo preguntando por su nombre y apellidos. Mientras esperaba la respuesta se dio una ducha fría. Como en Estambul, lo hacía cuatro o cinco veces al día para quitarse de encima la permanente sensación de humedad que empapaba su piel. Mientras se secaba comprobó el correo: sabían su nombre y su apellido, pero ignoraban en qué habitación se hospedaba. Era suficiente. Llamaría a recepción. Lo hizo. Estaba en la primera planta.

Liam miró qué hora era. Por la tarde, en las épocas más calurosas, los occidentales prolongaban la siesta hasta la hora de la cena. Durante gran parte del día era ostensible que afuera el sol refulgía en los cristales y ablandaba hasta las piedras. Luego aprovechaban el escaso ocio nocturno hasta la madrugada. Sacó un arma de la maleta y la introdujo en su macuto. También puso mil dólares. La diferencia entre un aficionado y un profesional es que mientras el aficionado lo piensa el momento pasa, el instante supremo de tomar decisiones queda atrás. En este tipo de trabajo la primera idea es la que cuenta; si la rechazas, las dudas acaban comprometiéndote. Salió al pasillo. Un turista con síntomas de ebriedad venía desde el otro extremo. En África, los turistas solitarios o se emborrachan o follan. Ambas cosas son baratas. Al cruzarse con Liam, el turista, un australiano de mediana edad al que identificó por su acento, le dijo que era su cumpleaños mientras le cogía torpemente del brazo. Por muchos años y que haya salud, le felicitó el irlandés. Su salud se podría haber echado a perder de repente si hubiera seguido cogiéndole del brazo, articulando frases entrecortadas, pero Liam se limitó a empujarle un poco para que siguiera andando. A duras penas llegó al ascensor y desapareció. No había nadie más en el corredor de la planta. El ruido de la calle llegaba hasta allí amortecido. Ante la habitación 315 aspiró profundamente en un par de ocasiones y llamó a la puerta. Tres golpes. No estaba nervioso, pero el oficio de matar es algo a lo que uno nunca acaba de acostumbrarse. El inglés abrió. Liam pronunció su nombre y el otro asintió.

– ¿Qué quiere? -le preguntó al irlandés.

– Tengo un recado para usted.

Sin mirarle, Liam introdujo la mano en el macuto y entró en el cuarto. Primero el inglés se mostró sorprendido y en seguida protestó por la intromisión en su intimidad. En la cama, la joven africana despertó. Estaba desnuda, boca arriba, ajena a todo lo que pronto iba a ocurrir. El inglés continuaba protestando, pero de forma tan británica que apenas levantaba la voz. El problema de Liam era ella. Así pues, se le acercó y sin dar tiempo a nada más le tapó la boca con una mano. Con la otra apuntó al inglés y le incrustó una bala en la frente. Sólo una. Cayó sobre la cama, a los pies de la negra. Liam notó los gritos ahogados que ella profería. Estaba aterrorizada. Unía sus manos con tanta fuerza que la piel que tenía bajo las uñas palidecía. Con el pie, Liam alejó la pistola unos metros. Se frotó el hombro, acariciándose el pinchazo que le había producido el acto de extender con energía y rapidez el brazo del arma.

– Cálmate -le dijo en swahili.

No se calmó, circunstancia previsible que al irlandés le pareció normal. Le presionó la boca con más fuerza.

– Cálmate -repitió con rostro sereno y un tono de voz persuasivo.

La africana tenía la mirada fija en el agujero que había en la frente del inglés. De allí emanaba un hilo de sangre. Sin quitarle la mano de la boca, Liam apartó el cuerpo de la víctima de su campo visual. Se oyó el ruido seco de la cabeza contra el suelo. El corazón de la joven latía con presteza, pero ya no se resistía con las piernas. Un primer síntoma de sensatez. Aflojó un poco la mano y dejó pasar unos segundos.

– ¿Ya? -le preguntó.

A la africana le salió un sí tembloroso, entumecido a causa de la enorme mano de Liam, todavía en su boca. La levantó un poco y esperó tanteando su estado de ánimo. No gritaría. Entonces le acarició los hombros con suavidad, como quien recompensa a su perro tras obedecer una orden. Con lentitud Liam se levantó diciéndole que estuviese tranquila.

– ¿Lo estás?

– Sí.

No lo estaba, pero al menos se le había pasado el lógico histerismo inicial. Buscó el arma y le quitó el silenciador. Una prueba de que no tenía intención de matarla. La joven se incorporó a medias en la cama mientras se cubría hasta los pechos con la sábana. El irlandés sonrió.

– Destápate.

Lo hizo con temor, con aquellos ojos que cuanto más terror muestran más extraordinarios resultan: grandes, brillantes, escrutadores.

– Tienes un cuerpo hermoso.

Poco a poco bajó la sábana hasta el ombligo. El irlandés le hizo una señal para que se descubriese más. Entonces lo hizo hasta las rodillas. Tenía un cuerpo perfecto. Veinte años, más o menos, una piel suave, oscura, brillante, lisa. Liam se sentó a su lado tras introducir el arma y el silenciador en el macuto. Él mismo le dio la sábana para que se cubriera.

– ¿Qué te pagaba por estar con él?

– Cincuenta dólares.

– Toma -le tendió un fajo de billetes-. Aquí tienes mil. Son una buena ayuda para tu familia. -Ahora le hablaba en inglés, poco a poco, remarcando cada palabra-. Cuando me vaya avisarás a la policía. Les dirás que estabas en el lavabo, que has oído una discusión y no has salido por miedo. Contarás que te costaba entender lo que decían. Tu inglés no es bueno.

La africana respondió que prefería marcharse. Lo cierto es que su inglés no era muy bueno. Conocía al chico de recepción y no habría problemas. Le daría doscientos dólares.

– No, no -dijo Liam-. Haz lo que yo te diga. Te evitarás quebraderos de cabeza.

– Policía problemas.

– Hay gente que te ha visto con él. De todos modos, la policía te buscará para interrogarte.

Insistió en que tendría inconvenientes con las autoridades por haber hecho de mujer de compañía.

– Eso es un problema menor que te he pagado con mil dólares.

Pero la africana trató de convencer a Liam de nuevo. De repente el irlandés comprendió que se había convertido en un obstáculo. Todo sería más fácil si la liquidaba. Recordó las palabras que años atrás, en Ciudad del Cabo, le había dedicado un agente del Mossad: «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema.» Si se lo dijera, ¿sería capaz de entenderlo? ¿Captaría el dilema que a él se le planteaba si se empecinaba en no seguir sus instrucciones? Lo entendió sólo con la mirada que observó en Liam.

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