Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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Dejaron el cava para otra ocasión. Albert y Miquel tenían que irse. Aunque no hiciera falta, antes de que se fueran, Butxana les pidió discreción. El detective les dio una bolsa regalada por una agencia de viajes. En el rellano, esperando al ascensor, la inquietud de Miquel, con la mano firme en las asas de la bolsa, era patente. Volverían a verse, por lo menos durante los primeros meses. Sin mencionarlo, Butxana pretendía controlar el uso que hacían del dinero. Eran jóvenes con la costumbre de no haber tenido un duro y con una bolsa llena a rebosar de euros.

El detective cerró la puerta. Luego sacó del congelador una botella de cava. Estaba fresquísima, tanto que prefirió trasladar a la parte superior de la nevera las otras tres. Llevó dos copas a la mesa, las sirvió y conminó a Tordera a brindar.

– ¿Me contarás ahora la verdad?

– Morirás policía. Vamos, salud.

Butxana se lo bebió todo de un trago y volvió a servirse. Tordera dio un pequeño sorbo.

– Pensándolo bien, no hace falta que me lo cuentes.

– Supongo que te lo imaginas.

– Sería capaz de relatarte paso a paso todo cuanto hiciste y le dijiste. ¿Se enfadó mucho?

– ¡Bah!, un poco. Total, el uno por ciento.

– ¿Cuándo decidiste jugársela?

– En cuanto supe lo del complot. Las partidas se ganan cuando se amañan.

– ¿Sabes qué? He sido un policía honesto. Nunca participé en ninguna de las martingalas de mis compañeros. -Tordera dio otro sorbito. Chasqueó la lengua contra el paladar. Luego dejó la copa en alto, observando el color del cava-. No me arrepiento de ser tu cómplice.

– ¿Ah, no?

– Pues no. Se la hemos jugado a un millonario.

– No me quites méritos: la encerrona es mía. Te diré algo más.

– Di lo que quieras, el alcohol está haciéndome efecto.

– Siempre había deseado ponerme a prueba, saber de qué era capaz.

– Tienes una moral relativa. No se la hubieras jugado a un pobre, a un cliente normal.

– No.

– Haré de abogado del diablo.

– Aprovéchate. He bebido más que tú.

– ¿Qué diferencia encuentras entre matar a un rico o a un pobre?

– Ninguna.

– Exacto. Hablamos de un asesinato. ¿Y robar a uno u otro?

– El porcentaje. El derecho lógico. Si tú matas a un pobre y a un rico, a ambos les has quitado la vida, lo único que no pueden recuperar. Sin embargo, tú robas a un rico y aún le queda mucho. Un jurado popular lo entendería. Así pues, digamos que he robado en nombre de la justicia, de la equidad.

– Añadamos que sólo nos queda el individualismo que atenta, con criterios de proporcionalidad económica, contra la propiedad privada y dormiremos tranquilos.

– A mí no me quitará el sueño. ¿O es que quizá no hemos arriesgado la vida? Tanto el irlandés como los franceses eran gente peligrosa. Tipos así te amargan la existencia. A decir verdad, hemos cobrado por la vida de Lloris y por la nuestra.

– Admitamos que el kilo de la nuestra se ha disparado. -Entonces sí que se bebió la copa de una vez-. Tengo la sensación, imagino que subjetiva, de llevar cincuenta años haciendo el idiota.

– No te preocupes. En el dormitorio te espera una bolsa objetiva que te compensará por la negligencia.

* * *

Apenas habían transcurrido ocho días cuando tuvo lugar el incidente. Albert, más periodista que nunca, tan periodista como siempre, lo escuchó desde el aparato que interceptaba la frecuencia de la policía, siempre en marcha en la sección de sucesos. Un sábado, a las diez de la mañana, después de tomarse un café con las señoras de la limpieza, antes de leerse los periódicos de cabo a rabo, de preparar la regional valenciana del día siguiente, se enteró del incendio en el pub La Escapada. Enseguida llamó por teléfono a Butxana, éste a Tordera y los tres quedaron en el centro comercial de la carretera de Alicante.

A pesar de la hora, un numeroso público presenciaba el incendio. Se acercaron hasta donde les fue posible gracias a la placa -auténtica- de comisario jubilado de Tordera. Abriéndose paso casi rozaron un brazo del español Martínez, mezclado entre el gentío, con un semblante triste que ocultaba tras gafas oscuras, aún recordando en silencio con la oración del kadish a su amigo perdido.

El día anterior, Martínez había llegado a un hotel céntrico de la ciudad. Por la tarde se había reunido con un agente inglés del Mossad, en la cafetería del hotel. Un hombre y una mujer jóvenes llevarían a cabo la operación, asimismo ingleses, también del Mossad. El inglés, de cincuenta y cinco años, con el nombre en clave de Kevin, un hombre de constitución atlética con la cara surcada por las arrugas del sol africano, bajo el que había conocido a Liam, le explicó todos los detalles. Kevin siempre había informado a Martínez cuando éste le preguntaba por las actividades del irlandés, desde que el Mossad abandonó sus operaciones africanas. Martínez le había pedido ayuda en el ajuste de cuentas que los agentes israelíes tenían como precepto, aunque fuese para vengar a un «katsa dormido», que era lo que había seguido siendo Liam. Kevin era lo que se solía llamar un especialista en la preparación de planes, una especie de comandante de grupos operativos. Proyectaba las actividades, de qué modo debían llevarse a cabo, sin intervenir en ellas personalmente pero eligiendo a las personas idóneas. Años atrás, el inglés Kevin había formado parte de una célula Kidon, el servicio más especial y especializado del Mossad. Kevin, pues, se trasladó a Valencia cuatro días antes de su encuentro con Martínez. Había tomado unas copas en el pub La Escapada, tres veces a distintas horas. Cuando lo tuvo listo ordenó a los dos jóvenes que acudieran allí. Les explicó con todo lujo de detalles la operación, que ignoraban antes de llegar a la ciudad. Incluso el viernes, a mediodía, fue con ellos al pub. Él entró separado de la pareja, advirtiéndoles que no accediesen al comedor; era pequeño y Gérard y Jean-Luc solían comer allí. Les indicó quiénes eran los dos tipos, les dio las llaves de un coche aparcado junto a la puerta del pub, con tres bidones de gasolina en el maletero. Tenían dos armas en la guantera. El trabajo debía ser limpio, rápido. Luego, en el coche, se irían rumbo a Alicante. Pasados cuatro kilómetros encontrarían un puente a mano derecha y, al final, un Volkswagen Polo, de color negro, con dos maletas y dos pasaportes británicos. Kevin estaría allí para encargarse del cambio de vehículo, proporcionado por un sayanim, un «ayudante» de los miles de nativos de origen judío que el Mossad tenía reclutados por todo el mundo para que llevaran a cabo trabajos de logística sin hacer preguntas.

A las once de la noche, la joven inglesa, con el pelo teñido de un rojo llamativo, se instaló en la barra y pidió un gin-tonic. Media hora después entró su acompañante. Se sentó a una mesa del fondo del local. Un camarero le sirvió una cerveza y un sándwich que pagó en el acto. El pub estaba animado, ruidoso. Clientes de todas las edades que pasaban el día en el centro comercial y lo remataban allí. La joven le contó a Jean-Luc que iba camino de Barcelona. Venía del sur, de Cádiz. Se hospedaba en el hotel de al lado, un edificio altísimo cuyo nombre no recordaba. Lo había elegido por su situación, al lado de la carretera. Se iría al día siguiente. Era atractiva y parecía ociosa, como si buscara compañía. De vez en cuando Jean-Luc les echaba una mano a los camareros, cinco los fines de semana, pero volvía con la inglesa, que bebía un gin-tonic tras otro. Hacia las dos de la madrugada, antes de que el local empezara a vaciarse, su acompañante fue al lavabo. Se quedó allí. Cerraban a las tres. En eso eran estrictos para evitar las multas gubernativas, cualquier inspección inoportuna. Las cosas volvían a funcionar, el hilo de la normalidad, pese a lo frágil, se retomaba. Gérard bajó del despacho a falta de diez minutos para el cierre. Los camareros pedían a la clientela que abonara sus consumiciones. Ardua tarea, la gente siempre exigía la última copa. A la inglesa no le dijeron nada; charlaba animadamente con Jean-Luc. Gérard le observaba complacido mientras ordenaba y contaba la recaudación de las dos cajas registradoras. El local se quedó vacío. Entonces Jean-Luc preguntó a la joven qué le apetecía. Tomar otra copa. La inglesa era una esponja, pensó el francés. Los camareros se despidieron, bajaron la persiana metálica. Jean-Luc presentó a la inglesa a Gérard. Una ciudad aburrida, dijo la joven con un deje de desprecio. Jean-Luc se arrogó la responsabilidad de demostrarle lo contrario. Sólo un minuto, para que cogiera su americana, y se desplazarían a la ciudad. Ni se imaginaba el vicio nocturno que encontrarían. Subió al despacho, deprisa. Volvió en apenas treinta segundos y se encontró a la inglesa apuntando con una arma a Gérard, a tres metros de la barra, en perpendicular al francés, dominando el espacio por donde él mismo bajaría. La inglesa no mostraba una actitud nerviosa, sino tranquila, muy profesional, circunstancia que inquietó a Gérard, temor que enseguida captó Jean-Luc. En aquel comporte se reconocía a los ex mercenarios, a los veteranos. La joven ordenó a Gérard que se pusiera al lado del otro, fuera de la barra, a su extremo, junto a la escalera que conducía al despacho y, a la izquierda, a los lavabos. Lo hizo. Con sigilo, el inglés salió del lavabo y se situó tras los franceses. Ninguno de los dos reparó en su presencia. Con parsimonia, el inglés recogió el dinero que Gérard había sacado de las cajas y que estaba encima de la barra. Un atraco. Los franceses respiraron, aliviados. Fue su último suspiro. Dos tiros, uno en la nuca de cada uno, y cayeron de bruces contra el suelo.

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