– ¿Espléndido? ¡Me estás atracando! Tenías decidida la cantidad desde el principio.
– Lo cierto es que tenía decidido pedirle un buen precio, pero la confesión de Manuel Gil ha hecho que aumente.
– ¿Por qué?
– Si hubiera escuchado la cinta completa lo sabría. Júlia se echó atrás después de haberse entrevistado con un tal Higinio Pernón, al que Gil investigó: un intermediario de holdings empresariales con grandes intereses económicos en Valencia. Gil supuso, y yo también, que a Júlia le prometió una buena compensación económica si con su inestimable labor de intrigante política le convertía en alcalde. No en vano se ha enrollado con Francesc Petit. Por cierto, si yo fuera usted, Júlia o su hijo, vigilaría de cerca a Gil. Ahora que se ha ido, tendrá tiempo para pensar por qué ha tenido que marcharse él, mientras los demás implicados siguen viviendo, y bien, como si nada hubiera ocurrido.
– ¿Y tú? ¿Por qué tendría que fiarme de ti?
– Buena pregunta. Me la esperaba. Yo soy un detective modesto y sin ambiciones profesionales. De hecho, usted acudió a mí porque con poco dinero podía comprar mi discreción. En una agencia trabaja mucha gente y alguien se va de la lengua: el candidato investiga a la asesora. Es cierto que soy un conformista, ya se lo expliqué el día que me contrató. Pero he tenido la suerte de encontrarme con un caso que no tiene más remedio que agradecerme con lo que vale. Nada, en definitiva, que le lleve a la ruina. Antes me ha ofrecido un trabajo. A partir de ahora ya no quiero trabajos. Ni como detective ni de ningún otro tipo. Digamos que me prejubilo. Esté tranquilo, con su dinero preferiré no buscarme complicaciones.
– ¿Y la copia de la cinta?
– Comprobado el mal carácter imperante entre cierta gente de las altas esferas, prefiero quedármela. Un seguro de vida.
– ¿Me consideras un criminal?
– Tampoco lo habría pensado de su hijo. Sinceramente, el encargo le ha salido por una ganga. Le quedan por delante años de glamour político y riqueza para disfrutar. Pero, francamente, no le envidio.
– Te lo pagaré. Vuelve mañana.
– ¿A este despacho?
– Sí.
– En efectivo, en billetes de quinientos euros repartidos en dos bolsas de deporte.
– ¿Te imaginas que tengo tanto dinero en negro?
– Ni lo dudo. Bien, supongo que no querrá que le prepare un informe por escrito.
– Sólo quiero que te largues.
* * *
Fue puntual. Todo el mundo fue puntual aquel día precedido por una noche ilusionante del ex comisario Tordera. Pese a que insistió a Butxana -por teléfono, a las diez de la noche- para que le dijera con qué compensación económica regraciaría Juan Lloris la advertencia sobre el complot y el peligro que corría su vida, el detective, haciéndose el longuis, prefirió convocar al grupo a las doce del mediodía. Tordera se despertó más temprano que de costumbre, hizo la compra -también el periódico, que leyó con el pensamiento en otra parte, quizá en la que calculaba qué le correspondía-, arregló un poco el piso, como hacía a menudo, limpiando a diario para que la suciedad no se acumulara y a la vez para matar el tiempo. Al hilo de la reflexión que le tenía preocupado, recordó que necesitaba un par de compras: un sofá nuevo, más cómodo y más grande, y un televisor extraplano de dimensión panorámica. Le gustaban los documentales, en especial los de casos archivados del FBI. Quizá tuviera bastante con dos mil euros. No, pongamos tres mil. ¿Suponía un abuso exigirle a Butxana una cantidad similar? Aunque complementaria, creía que su contribución al caso había sido fundamental. La defendería. Al fin y al cabo, de no ser por él, Butxana se habría dispersado y el asunto se les habría ido de las manos. Con su sentido pragmático había ordenado las prioridades, al margen de las informaciones sobre algunos de los personajes centrales de la trama. Toni estaba obligado moralmente a ser generoso. Entonces cayó en la cuenta de que, si sólo una vez por trimestre le pedía ayuda profesional, redondearía un «sueldo» mensual decente. Antes de acudir a la cita, como aún faltaba más de hora y media, resolvió dar un paseo diario de sesenta minutos exactos, pero cambió su rumbo habitual de todos los días y anduvo en dirección al barrio del detective. Tenía buenas vibraciones, se sentía útil.
Miquel Pons se presentó a las nueve de la mañana en la sede de «Valencians, Unim-nos», pero el señor Lloris, según una de las excelentes azafatas que pululaban por el local, no llegaría hasta las diez. Pons se sentó en el vestíbulo y mató el tiempo hojeando una especie de boletín que, desde hacía unos días, editaba el nuevo partido. Le habían ofrecido colaborar como corrector de estilo y ortográfico, y también aportando algún artículo didáctico sobre historia valenciana. Les había dicho que lo pensaría. Una excusa, la primera que se le pasó por la cabeza. Le daba asco participar con su nombre en un boletín cuyo contenido, al margen de evidenciar un escaso interés por la maquetación, provocaba vergüenza ajena. El señor Lloris llegó a las diez y cuarto. Miquel se levantó, le saludó mientras observaba su aspecto. Estaba ansioso por comprobar qué actitud mostraría tras su cita con Toni Butxana.
– Buenos días, señor Lloris.
– Vuelve mañana -respondió el candidato sin mirarle, caminando deprisa al mismo tiempo que se quitaba la chaqueta y una atenta azafata la recogía al vuelo. Miquel aún lo ignoraba, pero al día siguiente no volvería.
En el periódico, Albert se enteró de la muerte de un extranjero en un apartamento de la calle Xátiva. Uno de los redactores de sucesos todavía intentaba descubrir la identidad de la víctima. Habló un rato con el jefe de la sección de política. No sobre el extranjero, sino para quejarse de la lentitud con que se producían las noticias alrededor de las negociaciones entre Francesc Petit y Juan Lloris. Veterano en el oficio, Antoni Guixà le pidió calma, paciencia y perseverancia. Una vez tengas el hilo en la mano sólo habrá que tirar de él. Lo más importante, ya te lo he dicho, son los detalles internos, lo que ellos no contarán y tú, gracias a tu informador, sabrás. Contrastados, eso sí, concluyó Antoni, temiendo la desbordante imaginación de Albert, que, por suerte, nunca tendría que contarle todo cuanto sabía. Durante el trayecto al piso de Butxana, las emisoras informaban de la identidad del extranjero, poniendo un énfasis entusiasta en el historial del individuo, pompa en la efectividad de la policía, que, por orden de la Interpol, llevaba días buscándole con todos sus operativos disponibles. Al llegar al piso, Albert informó de ello a los demás, que ya llevaban un buen rato allí, sobre todo Tordera, que había acudido al lugar media hora antes de las doce. En el estanco donde trabajaba, Maria no escuchaba la radio. Pero al día siguiente vería la foto de Liam en las portadas de todos los periódicos.
Pasaron un rato hablando del caso de Liam, desde el convencimiento de que los franceses le habían liquidado. Toni Butxana se congratulaba por haber informado a Lloris a tiempo, medalla que enseguida le arrebató Tordera al recordarle que, si no se hubiese mostrado insistente, el detective habría seguido profundizando en el caso con la curiosidad innata que le caracterizaba. Pero no era un día para discutir, exclamó eufórico Butxana dirigiéndose a la salita, abriendo la puerta de par en par, mostrándoles una mesa rebosante de exquisiteces: caviar, salmón, jamón ibérico, ensalada verde con gambas, cigalas y bogavantes, al estilo señorito, todo bien pelado, con dos botellas de vino blanco en una cubitera transparente, un Vega Sicilia del ochenta y dos que el detective se apresuró en aclarar que estaba en buenas condiciones, manteca francesa… Un almuerzo frío que dejó boquiabierto al grupo, que, no obstante, recibió un atisbo de suspicacia por parte de Tordera:
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