Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial
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La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.
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«¿Por qué me he sentado entonces?» A veces las cosas se hacen sin motivo alguno; a im-pulsos del ambiente.
La lluvia, tras los cristales, sigue cayendo implacable. Acaso la lluvia esté influyendo. Acaso ha sido ella la causante de su pequeña debilidad. Rápidamente se hace una compo-sición de lugar. Analiza los hechos fríamente. En algún punto no muy lejano, Germán de Al-cántara probablemente departe con alguien, acaso solicite algún pasaje. Sabe (porque lo han dicho los altavoces) que acaba de llegar de Roma y también que en la oficina de vuelos nacio-nales reclaman su presencia. «Tal vez intente regresar urgentemente a Madrid…» Sin duda la muerte de Bruna lo ha obligado a suspender su viaje por el extranjero.
Marina recuerda que la oficina en cuestión se alza junto a la puerta de la sala de espera, precisamente donde ella se encuentra. Y se dice que es conveniente aguardar. No precipi-tarse.
Intuye que si abandona la sala el encuentro con ese hombre es inevitable, pero también sabe que, de un momento a otro, Germán puede entrar en ella para embarcarse rumbo a Ma-drid.
Se tranquiliza: «No me reconocerá.» Los años transcurridos son buenos camuflajes para pasar inadvertida. El cambio es inevitable. Todo se transforma. Tampoco las pistas de aterri-zaje se parecen a las que ella dejó cuando se fue a Madrid hace ya tres días. Existe un mundo de diferencia entre un aeropuerto soleado y un aeropuerto inundado de lluvia. Nada importa que sea primavera. El tiempo puede modificar incluso la lógica de las estaciones. Sin embar-go, nadie puede discutirle a la primavera su presencia actual. Es algo inevitable que se impo-ne a pesar del viento y de la lluvia. Se percibe en cualquier detalle: en la indumentaria de la gente, en el alegre columbrar de los viajeros, en la activa fluidez de la sangre… Sobre todo en eso: en la rápida circulación de la sangre. Marina percibe esa rapidez en las sienes, en las ve-nas del cuello y en el pecho. Y se dice que es absurdo que la primavera juegue con esos lati-dos cuando el cuerpo que los padece pertenece al invierno.
Se levanta. Es preciso decidirse. No debe dejarse influir por una presencia que, durante años y años, viene formando parte de las cosas que se olvidan.
Recuerda con alivio que Germán flaquea en la vista, y se tranquiliza pensando: «Pasaré junto al mostrador sin ser reconocida. Debo evitar volver la cara hacia él.» Se decide. Camina hacia la puerta con la rígida firmeza de los inseguros. Cruza el umbral, tal como se ha pro-puesto: indiferente. No repara en el mostrador de vuelos nacionales, no lo mira. Adivina un grupo de gente apiñada junto a él, pero no se fija en las personas que lo forman.
Tiene la mirada pendiente de las puertas electrónicas de enfrente. El vestíbulo es largo y, aunque su paso es rápido, la salida se le antoja lejana.
Altiva y desligada de todos, piensa que también los demás se desligan de ella. Eso le in-funde ánimo y la ayuda a avanzar.
Al llegar al exterior, tiene la impresión de haber salvado un obstáculo: respira sosegada. El viento agita el pañuelo que le cubre la cabeza y se mete a grumos en sus pulmones. Es un viento cálido, lleno de humedad.
– ¿Taxi, señora?
Marina asiente. El taxista señala un coche cercano. Marina avanza. De pronto se detiene. Una mano firme roza su brazo.
– No puedo creerlo… Pero ¡si eres tú! Dios Santo, ¿quién tenía que decirlo?
Y, al volverse, comprende que de nadie le ha servido evitar el encuentro. Germán está frente a ella, rotundo, escueto, indiscutiblemente real. Apenas ha cambiado. Tal vez algo más grueso… El pelo casi blanco… Pero la voz es idéntica.
Marina pronuncia su nombre como si tuviera tierra en la boca. Hay algo oxidado en ese nombre. Algo que le impide silabearlo con la fluidez de antaño.
– Germán de Alcántara -dice-. Hace poco he oído que te reclamaban por los alta-voces…
Sonríen los dos: los rostros cuajados de arrugas y los ojos abrillantados por unas chispas nuevas que en vano se empeñan en parecerse a las antiguas. Germán se apresura a aclararle:
– Vengo de Roma. Un viaje precipitado. Te habrás enterado ya de lo ocurrido…
– Me lo dijeron en Madrid -explica ella-. He llegado al mismo tiempo que tú… -en seguida añade con expresión severa-: Lo siento. Ha sido un final triste.
Germán asiente. Dice luego:
– No ha sido fácil encontrar pasaje para Madrid. Ya sabes: las fiestas de San Isidro… Había una lista interminable de gente apuntada. Las reservas de Roma colean desde hace un mes… Por eso he tenido que hacer escala en Barcelona. Desde aquí es menos difícil encontrar pasaje… Siempre hay alguna baja…
Lleva las gafas puestas y, según centellean, los ojos se pierden tras los cristales.
– Entonces… ¿te vas?
– Todavía no. Mi avión sale a las siete de la tarde.
Quedan en silencio unos segundos. Se miran. Se inspeccionan como si fueran dos piezas de museo.
– ¿Y tú? ¿Qué diantre haces en el aeropuerto? Si has llegado al mismo tiempo que yo, tu avión debe de estar ya de regreso en Madrid.
Marina ladea la cabeza, frunce los labios, pone cara de fastidio.
– Una pesadilla -dice-. No me hables del asunto: mi maleta se había perdido. Al fin la han encontrado.
Discurren como dos simples conocidos que se alegran de encontrarse después de una ausencia larga. Sin apasionamiento. Tranquilamente inmersos en la vulgaridad cotidiana.
Germán se lleva la mano al mentón:
– Curioso -dice-, curioso… ¿Cuántos años han transcurrido desde entonces?
Marina vuelve a sonreír:
– ¡Qué sé yo! -dice-. He perdido la cuenta.
Germán alza la vista como si quisiera leer en lo alto la cifra que ya no recuerda:
– Quizá más de veinte años… -la mira de nuevo escrutador, casi impertinente-. No has cambiado -declara-. Ya no eres joven, pero no has cambiado.
– Gracias.
Y enmudecen. Ambos producen la impresión de que no tienen nada que decirse. Marina le tiende la mano, decidida:
– Me ha complacido encontrarte, Germán.
Pero la mano queda en el aire y el ademán carece de sentido.
– Yo también voy a la ciudad. Podemos ahorrarnos un taxi. ¿Te importa que te acom-pañe?
Marina vacila, se fija en el taxista, que aguarda junto al coche mientras mantiene la portezuela abierta. Se vuelve hacia Germán:
– No tengo inconveniente.
– ¿Te esperan?
Niega con la cabeza.
– Entonces…
Germán la conduce hasta el coche: sube tras ella, se acomodan en el asiento e indican al taxista que no llevan equipaje.
– Lo he dejado en consigna -aclara él.
El motor se pone en marcha. Marina piensa: «igual que antes.» Todo recobra súbitamen-te el ritmo perdido, todo adquiere un matiz conocido y familiar. Indudablemente existen si-tuaciones que nunca llegan a morir.
– ¿Dónde vives ahora?
Marina da las señas de su casa. Es un barrio nuevo que se extiende allá donde en los a-ños cuarenta sólo había descampados y malezas.
Las ruedas chapotean pastosas. Es un sonido huero que, sin embargo, adquiere impor-tancia. Se diría que sin él nada hubiera tenido verdadera consistencia. La lluvia se intensifica y los cristales empañados velan el paisaje.
– Buen día has elegido para venir a Barcelona -dice Marina. Y al instante comprende que ha lanzado una torpeza. Es lo mismo que si hubiera dicho: «Vaya día que ha elegido Bruna para morirse.»
Germán asiente. Pero continúa en silencio. Marina sabe que entre ambos existe un ba-gaje grande de preguntas engendrando ese silencio. Preguntas abstractas, difíciles de contes-tar y también sabe que, para plantearlas, necesitarían horas, muchas horas.
De golpe comprende que, aun sin confesárselo a sí misma, durante años y años, ha esta-do esperando ese momento. Ha sido una espera velada, pero real. Lo adivina ahora; cuando el silencio está a punto de romperse. Y reconoce que, a pesar de no considerarse curiosa, le está entrando una sed grande de «saber». Probablemente la curiosidad debe de ser algo inmanente al ser humano: una fuerza poderosa que, por mucho que se pretenda sofocar, per-manece vital en lo más hondo de cada persona.
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