Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Yo era feliz. Se trataba de un matrimonio reciclado: algo que por una extraña razón nos permitía recobrar nuestro primer encuentro en Biarritz y reparar los desfalcos de nuestros años tan llenos de ataduras que nos desunían.
De nuevo Alfonso volvía a ser el enamorado de nuestros principios pero sin intercambio de postales, ni interferencias ajenas y sobre todo sin más deseos que los propios de una pareja que precisa notarse compenetrada.
El despertar ha sido doloroso. Me hubiera gustado continuar mi sueño. Precisaba saber hasta qué punto la felicidad que yo experimentaba podía prolongarse hasta la muerte.
Pero a veces también la muerte puede ser tacaña. Resta tiempo para rehacer lo que se deshizo. No permite treguas ni admite que se nos conceda una segunda oportunidad.
Me pregunto si esa segunda oportunidad se nos hubiera concedido a Alfonso y a mí cuando, ya al borde de abandonar este mundo, nuestras asperezas, distorsiones, equívocos y sobre todo aquellos horribles brotes tan saturados de instintos equivocados y de fogosidades envenenadas de ira hubieran sido superados por razonamientos propicios a ahondar en los sentimientos que nos unieron más allá de los peligros que constantemente atentaban contra la paz de nuestro convivir.
Ahora sé que lo esencial no consiste en ser feliz, sino en procurar que la felicidad extraviada se instale en el otro. Es decir, dar sin esperar recibir.
Cuántas veces he pensado que nada puede solidificar una unión como el despegue de nuestro afán de revancha. Ese afán de conseguir por la fuerza algo que consideramos perdido sólo conduce al error. Nada más débil e impotente que una fuerza mal administrada. Desde mi vejez comprendo claramente que lo esencial no consiste en «forzar» sino en tener suficiente fortaleza para asumir nuestra debilidad y ponerla al servicio de la esperanza.
Cierto: a veces lo que tanto deseamos llega demasiado tarde, pero llega.
A mí me llegó cuando Alfonso se había adentrado ya en las rutas que conducen al otro lado de la vida. Ese lado que los humanos tratamos de olvidar porque se nos antoja incomprensible.
Aunque he dormido bien en el palacio de Liria, debo reconocer que mi despertar no ha sido alegre; hubiera querido continuar soñando. ¿Serán los sueños pedazos dispersos de una segunda vida terrena? Cuántas veces he deseado que lo que vivimos conscientemente fuera únicamente un sueño, al tiempo que lo que consideramos quimera fuera una flagrante realidad.
No obstante, la verdad siempre se impone y lo que vivimos dormidos es una mentira que refuerza todavía más la nostalgia del sueño real que perdimos.
Sin embargo, el día que Alfonso nos condujo al palacio de Miramar, situado en San Sebastián, para que yo conociera a su madre superaba con creces los sueños más deslumbrantes que hasta entonces, dormida o despierta, había experimentado.
A pesar de que el mes de enero finalizaba sus días y el inevitable mes de febrero pugnaba ya para desbancarlo de los calendarios, el clima era cálido y un sol radiante potenciaba generosamente los colores de la lluvia de flores que, a modo de bienvenida, nos lanzaban desde los balcones.
Tras atravesar la Concha, la ruta que conducía al palacio de Miramar era zigzagueante y algo cuesta arriba. Aunque aparentemente sencillo, aquel edificio evidenciaba la sobria elegancia de la soberana regente.
Enfrente, la playa de Ondarreta mostraba un mar alegre sin olas enemigas ni rachas de vientos adversos.
Era un mar casi veraniego y como dormido en los albores cálidos de un día agosteño.
Junto a la puerta principal del palacio, la reina Cristina nos esperaba con semblante alegre y mirada risueña.
Primero abrazó a mi madre y luego, sin permitir que le hiciera la reverencia, me abrazó a mí.
Fue un momento inolvidable. Aunque entre aquella mujer y yo se extendía una inmensa llanura de diferencias, algo más fuerte que todos los obstáculos del mundo nos estaba uniendo: el amor que ambas experimentábamos por Alfonso.
Supe entonces que, aunque la vida que nos esperaba pudiera torcerse, aquella mujer alta, regia y no demasiado agraciada jamás podría ser mi enemiga.
No lo fue. Ni siquiera cuando, ya inmersa en oleajes de desvaríos y puntos de partida ineficaces, la guerra mundial del año 1914 vino a sembrar malestares entre la condición germana de mi suegra y mis propias tendencias británicas que, poco a poco, sin que ninguna de las dos se mostrase esquiva, no dejaban de crear entre nosotras cierto malestar inevitable.
De pronto nuestras diferencias se volvieron algo belicosas. Su rostro se agrietaba cuando, por ejemplo, me veía fumar. O si demostraba excesivo cariño por mis perros. O cuando, inmersa en el reconocido abandono de Alfonso, la reina María Cristina fingía ignorarlo.
Lo peor tuvo lugar cuando el archiduque Frederick, hermano de mi suegra, se decantó por luchar a favor de Alemania y Austria-Hungría, mientras dos hermanos míos luchaban por Gran Bretaña y Francia.
De la neutralidad de España poco se hablaba en palacio. Ni siquiera Alfonso se definía: en algunos momentos incluso, cuando miraba a su madre, se esmeraba en darle a entender que sus preferencias eran también las suyas. A veces no se precisan palabras para expresar ciertos sentimientos.
Creo que hasta entonces nunca me sentí tan sola. Era lo mismo que si la guerra se hubiera empeñado en dividir y destrozar los pilares de nuestra ya maltrecha familia.
La cumbre de aquella triste situación se alcanzó cuando mi hermano pequeño, Mauricio, fue abatido en el frente luchando por Inglaterra.
Creí morir de pena. Y durante un tiempo tuve la sensación de que el inmenso palacio donde vivía era una especie de cárcel alemana.
Imaginé el dolor de mi madre. Hubiera querido correr a su lado, pero no pude. Las circunstancias mundiales lo impedían. Una vez más, la guerra vencía y destruía lo que más precisábamos conservar y venerar.
Aunque mi suegra se esforzaba por disimular su indudable preferencia, nunca dejaba de hurgar en los periódicos para conocer los avances de los suyos. Su alegría se evidenciaba si los favorecidos eran los alemanes.
No obstante, si los aliados lograban algún éxito nunca dejaba de mostrarse amable conmigo: «Los tuyos han tenido un buen día hoy», solía decirme.
Sin embargo, a medida que la guerra avanzaba las tensiones que nos dividían aumentaban.
En cierta ocasión, durante un almuerzo en que el conde de Romanones era nuestro invitado, se nos comunicó que lord Kitchener había muerto en un barco británico abatido por los alemanes. Aquel día mi suegra no trató de disimular su alegría. La satisfacción que le había producido la noticia era evidente.
En cambio, para mí fue como si alguien a quien debía respetar y querer me estuviera clavando un puñal. Lord Kitchener fue siempre para mi familia un hombre entrañable. Más de una vez, cuando yo era niña, me había sentado en su regazo.
Reconozco que para mi marido aquella etapa debió de ser muy difícil. Mostrarse neutral entre dos polos familiares y enemigos no debía de ser fácil.
Pero tampoco fue fácil para mí soportar la tensión que durante cuatro años transformó nuestra complacencia mutua en un convivir antagónico repleto de pequeñeces muy dolorosas.
Sin embargo, aunque nuestra necesidad de vivir bajo el mismo techo tras aquella espantosa guerra mundial era algo incómoda, su escondida delicadeza rebrotó de pronto desvaneciendo nieblas belicosas cuando, a los dos años de estallar la contienda, caí gravemente enferma.
Al principio nadie daba con el diagnóstico correcto. Se trató de una apendicitis violenta que estuvo a punto de convertirse en una peritonitis mortal.
Durante aquella enfermedad algo en mi entorno cambió bruscamente. Tanto mi suegra como mi marido se volcaron en atenciones.
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