Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Recuerdo que, recién llegada a la capital, desde mis habitaciones particulares podía escuchar la algarabía de los carromatos arrastrados por mulas que distribuían carne, carros de basura acompañados siempre por la trompeta del basurero, el anuncio chillón de los churros calientes, los traperos y cacharreros ofreciéndose a voz en grito para hacerse con algunas mercancías reciclables, los organilleros reclamando algunas monedas, los vendedores ambulantes de leche que, voceando la mercancía bien preservada en depósitos metálicos arrastrados por cuadrúpedos, iban marcando su paso por la ciudad al grito de «Leche fresca recién ordeñada».
También evoco el débil alumbrado de gas que escasamente clareaba las calles y, en la amanecida, el desfile de encargados de apagar las farolas con pértigas gigantes.
Entonces aquellas costumbres todavía no se me antojaban ancestrales. Todo el mundo lo admitía como algo natural.
Sin embargo, cuando comparo el Madrid de mis principios como reina con los adelantos establecidos durante mi exilio, experimento ráfagas de vergüenza. La misma vergüenza que durante mi enfermedad, en plena guerra mundial, me impulsaba a idear toda clase de proyectos para potenciar la tarea que conseguí realizar ayudada y animada tanto por mi suegra como por mis damas de honor.
Entre ellas destacaba Rosario Agrela, ya casada con Jaime Lécera y madre de dos hijos.
Parece que la estoy viendo: menuda, inteligente, afable y como asustada cuando le planteaba propuestas que no se ajustaban a su modo de concebir la vida, constantemente arropada por una educación que la protegía de todo lo que no fuera agradable, lisonjero y en cierto modo feliz. Rosario Agrela Bueno, tras la muerte de su padre condesa de Agrela, creció envuelta en algodones y aislada de todo lo que podía dañar su emotividad y afectar las cuerdas sensibles de su existencia.
Ajenos a la responsabilidad que contraían, sus padres decidieron que su hija única nunca debía conocer la parte adversa de la condición humana.
No obstante, su simpatía y aquella arraigada inocencia, que evidenciaba su total desconocimiento de la vida real, la convertían en una dama de honor grata, cordial y también algo ansiosa de verse arropada y amparada por mí.
Su marido, el duque de Lécera (hijo del aquel otro duque que junto con otros grandes de España velaron en El Pardo mi última noche de soltera), era asimismo un puntal muy firme en mis propuestas de ayuda para los más desfavorecidos y abandonados a una suerte siempre hostil e infortunada. Cuando conocí a Rosario comprendí que aquella mujer débil y desconcertada era algo parecido a la rama de una enredadera anhelosa de buscar una luz solar que desde niña se le había negado a fuerza de deslumbrarla con fuegos fatuos demasiado frívolos y fútiles.
Jamás sus padres la orientaron hacia la verdad de la vida, ni le explicaron la necesidad de abonar el terreno para adentrarse en la muerte con la conciencia limpia de actitudes alejadas de un texto ético y religioso.
Su marido era distinto. Él tenía ya entonces una visión clara de nuestra trayectoria humana. Inteligente y cauto, tal vez lo que le indujo a casarse con ella fuera precisamente aquella debilidad interna que la obligaba a vivir entre desengañada y desorientada por la educación recibida.
A la mayoría de los hombres responsables y serenos les atrae el hecho de proteger, de apoyar y de convertirse en algo indispensable para la mujer de la cual se enamoran. Y Jaime se enamoró de Rosario durante una cena en el palacio de Liria, cuando al departir con ella descubrió que, además de bella, Rosario precisaba ayuda.
Aquella noche hablaron largo y tendido. Seguramente ella, ya desengañada de muchas mentiras que le inculcaron como verdades, le hablaría de lo difícil que le parecía conocer dónde se escondía «la Verdad». Una verdad que sus padres siempre le habían ocultado. Jaime intentó por todos los medios ayudarla sin éxito.
Años después me lo confesó abiertamente. «Siempre andaba perdida en dudas terribles. Nunca se encontraba a sí misma. Algo en ella la obligaba a vivir como fuera de su propia personalidad.»
Desgraciadamente, Rosario nunca la encontró. Sólo encontró una mentira que le impidió elegir el camino de la paz. En aquel tiempo fue la duquesa de la Victoria mi mejor aliada, y, pese a las recomendaciones de mi suegra sobre la amistad, debo admitir que fue precisamente ella la que mejor llenó el hueco amistoso que venía echando de menos desde que salí de mi tierra natal. Fue una buena amiga. Jamás se decantó hacia las rastreras actitudes que caracterizaban a la gran parte de las mujeres que pertenecían a la nobleza y que, para granjearse la atención de Alfonso, se hartaban de ningunearme o desprestigiarme.
Por contrapartida, tengo el convencimiento de que el pueblo me quería. Ya nadie dudaba de mis convicciones religiosas, y, por supuesto, las graves acusaciones (que tanto afectaron a mi relación con Alfonso) sobre la culpa que se me adjudicaba tras descubrirse la enfermedad que aquejaba a mi hijo mayor se habían difuminado en las mentes sencillas que, conscientes de mi empeño en airear dificultades insalvables entre los que carecían de ayuda, se iban adentrando en la certidumbre de que su reina era algo más que una figura de cera o un adorno vital del grandioso y espectacular Palacio Real.
De nuevo la jornada se aferra a un frío destemplado y lluvioso. Son las seis de la tarde, pero la oscuridad que causa la atmósfera acelera la noche y convierte a la ciudad de Madrid en un reguero de luces eléctricas impensables en los años en que yo todavía era la reina de España.
Al adentrarnos con el coche en los terrenos de la Zarzuela, los ventanales del edificio destacan luminosos entre el arbolado profuso que protege el camino hacia el palacio.
Muchos son los invitados a la ceremonia del bautizo. No en vano el neófito es un varón.
La lista de convocados al evento es larga. Todo en el ambiente recupera tiempos lejanos: grandes de España, nobles de alto raigambre, mi nuera María de las Mercedes, la madre de Sofía, los reyes de Bulgaria, el vicepresidente Carrero Blanco, el presidente de las Cortes Antonio Iturmendi, el ministro de Justicia Antonio María de Oriol y muchos más que los años pasados no han querido eliminar se esmeran en departir conmigo y con mi hijo Juan como si los treinta y siete años de mi exilio jamás hubieran tenido lugar.
Entre el tumulto que me rodea veo todavía inmersa en su papel de gran amiga de mi marido a la ya caduca y deteriorada duquesa de Durcal.
Me sonríe. Incluso me hace la reverencia. Probablemente ya no recuerda su contribución a ser una más en la tarea de desprestigiarme para ganarse la confianza del rey.
Doña Sol ya no está. Dejó de existir cuando su fealdad se cansó de marear la perdiz y luchar en vano por atraer la atención del rey, proporcionándole lo que ella seguramente jamás consiguió para sí misma.
Era extraño recuperar tanta gloria carcomida por los años. Nada es igual a lo que fue. Y todo es ya como un doloroso principio que nunca acaba de empezar.
En torno a nosotros falta un mundo de cosas importantes perdidas para siempre. Cosas que jamás podrán recuperarse.
Casi todo en estos momentos se vuelve ruinas. Sólo los pequeños gemidos de mi bisnieto me rescatan de esa extraña sensación.
Él es el futuro. Yo sólo puedo ser un triste y deteriorado pasado.
Durante unos instantes temí que aquel pasado tan lleno de errores, traiciones y desaciertos pudiera desbaratar el acto religioso que va a tener lugar en la sala principal del palacio. Sin embargo, el bautizo de Felipe se está realizando con la serena estabilidad y alegría que hace sesenta y dos años presidió mi propio bautismo.
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