Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Me estoy viendo ahora caminando junto a él por los senderos de un paraje que rebosaba manojos inmensos de flores bellísimas. Nos detuvimos ante uno de ellos con intención de arrancar algún tallo para adornar mi habitación.
De pronto, Alfonso detuvo mi mano: «No lo hagas, Ena, esas flores son venenosas».
Lo miré extrañada. No concebía que una planta tan bella pudiera dañar. Alfonso se apresuró a aclararme que la savia de aquellas flores mataba. Y que en la India, cuando nacía una niña no deseada, le daban un biberón con la savia de aquella flor para que muriese.
«En la India suelen denominar esa costumbre "el beso de la muerte".»
Aquella aclaración me produjo escalofríos. ¿Cómo era posible matar a un recién nacido? Y ¿por qué elegían una flor tan bella para matar?
Le pregunté a Alfonso cuál era el nombre de esa flor: «En España la llamamos adelfa».
Acaban de anunciarme que estamos a punto de llegar al aeropuerto de Barajas. Algo en mí se está desestabilizando. No es un sobresalto. Es algo parecido a una especie de aguacero interno que sin llegar a mojarme me repite la frase desalentadora que hace unos momentos el capitán ha pronunciado: «En Madrid está lloviendo».
Me imagino ahora descendiendo por la escalinata del avión, sorteando cuerpos que me ofrecen paraguas; el frío acuoso golpeándolos para evitar que me moje. Un extraño terror parecido al que se apoderó de mí tras el horrible estallido que se produjo cuando, recién convertida en la reina de España, lanzaron sobre nuestro carruaje una bomba envuelta en flores se está infiltrando en mis inevitables desalientos.
Pero Pepita Rich me anuncia que en Madrid ha dejado de llover. De pronto un sol tímido pero fogoso se filtra por los cristales de la ventanilla.
No entiendo muy bien lo que está pasando. No obstante, a pesar de mi evidente sordera, se me llenan los oídos de un murmullo inmensamente grato, como hecho de un millón de cascadas musicales.
Miro el reloj. Son las cinco de la tarde. Una tarde plagada de imprevistos, de emociones que se atropellan entre ellas. «Otra vez el mes de febrero se empeña en ser protagonista», pienso. ¿Qué diantre tendrá ese mes que siempre se inmiscuye en los momentos más cruciales de mi vida? Cierro los ojos. Es una costumbre que practico cuando el avión aterriza.
Al tomar tierra el aparato se desliza hacia la pista central que conduce al salón de honor. El murmullo ya no es murmullo. Es un inmenso tsunami de voces, gritos y aplausos.
De pronto nada es ya desaliento ni desengaño. El recuerdo vuelve a ser mi «ahora» enriquecido a fuerza de presencias inesperadas. Ya no dudo. España está ahí, en ese recibimiento que nunca imaginé tan caluroso. El regreso merecía la pena. Alguien me comenta que, a pesar de la lluvia, gran número de autocares ha trasladado al aeropuerto a millares de madrileños para rendirme homenaje. Al parecer, cincuenta mil personas han querido celebrar mi retorno.
Es como un sueño. Abren la portezuela del avión. Y el sueño se amplía. Los aplausos se multiplican. Los «Viva la reina» son como besos y abrazos para mis oídos.
Desde lo alto contemplo el espectáculo casi paralizada por algo muy profundo que no sé explicar.
La vista se me enturbia. Comprendo que estoy llorando. Inevitablemente, mi sangre inglesa se va transformando en la que un día lejano cambió mi razón de ser: jamás me he sentido tan española como en estos momentos.
Bajo por la escalinata sin titubeos, sin miedo a que los años traicionen la estabilidad de mis piernas. Abajo me aguarda mi hijo Juan. Tras él, diviso a casi toda mi familia, mi nieto Juan Carlos, el general José Lacalle Larraga, en representación del jefe de Estado, y cuatro ministros acompañados de sus esposas.
En torno a todos ellos, un centenar de periodistas gráficos y literarios se disponen a inmortalizar estos inesperados pero entrañables hechos históricos.
Emocionada, sigo bajando por la escalinata, mientras contemplo, como si soñara, esa inmensa multitud que me da la bienvenida, agitando pañuelos y banderitas y lanzando vivas que no esperaba.
Mi hijo Juan se acerca unos pasos hacia mí. Me abraza. Enseguida le cojo la mano y lentamente, con el mejor estilo aprendido en mi juventud, le hago la reverencia para que todos los que nos contemplan sepan que el verdadero rey de España es él.
El aumento de aplausos rubrica aquel acto de respeto, como un oleaje de aquiescencias irreversibles.
España, aunque encarcelada en una dictadura militar, continúa latiendo, esperando y deseando recobrar una libertad perdida hacía ya muchos años en los pantanos de una república que no supo ser democrática.
DÍA SEGUNDO
Jueves, 8 de febrero de 1968
Instalados ya en el palacio de Liria, Pepita Rich, junto con Petra y Pilar, se ocupan de mi equipaje. Los duques de Alba me han reservado habitaciones que dan al jardín y a la calle. A través de los enormes ventanales del dormitorio puedo contemplar a varios centenares de personas que se han apostado junto a la verja para celebrar mi llegada.
El doctor Nicod se acomoda conmigo en una de las salitas que comunica con mi dormitorio. Son las siete de la tarde y acabamos de llegar de Zarzuela, donde he conocido a mi bisnieto Felipe.
– Supongo que Vuestra Majestad estará cansada.
– Y también emocionada -le confieso.
El bullicio callejero de la gente que me aclama requiere que yo salga al exterior para agradecer aquella manifestación de lealtad a la monarquía.
El doctor me recomienda que no abuse de mis fuerzas. A estas horas el cielo de febrero se ha alojado en la noche. Y a mi edad el frío puede perjudicarme. No obstante, corro el riesgo y salgo al balcón central. Mi presencia aumenta el bullicio callejero. Alzando los brazos agito las manos saludando y, aunque los ojos se me llenan de lágrimas, no dejo de sonreír.
Pronto, a instancias del doctor Nicod y muy a mi pesar, dejo el balcón y nos adentramos en la salita española. Cuando hace pocas horas llegamos al aeropuerto de Barajas, el coche me condujo lentamente al palacio de la Zarzuela. Expectante y siempre amable, me esperaba Sofía, todavía convaleciente de su reciente maternidad, junto a sus hijas y el recién nacido.
Al poco tiempo Su Excelencia el General y doña Carmen se han personado allí para saludarme. Durante unos instantes Franco y yo vivimos un aparte sin testigos que pretendió ser muy cordial. No lo fue. Hubo una clara tirantez que tanto él como yo suavizamos con simulacros de sonrisas. No hablamos de la sucesión tras la muerte de Franco, pero de un modo vago le di a entender que, a nuestra edad, era preciso tener en cuenta decisiones esenciales.
Hubiera querido mencionarle que mi hijo Juan era el verdadero candidato al trono pero, bromeando y para limar asperezas, le dije señalando a mi hijo, a mi nieto y a mi bisnieto: «Ahí tiene usted a los tres, General. Escoja». Sin embargo no oculté mi convicción de que el verdadero sucesor era Juan.
Franco se hizo el remolón. La sangre gallega que circula por sus venas siempre ha sido su gran ayuda: parco en palabras, es rico en desconciertos para los que dialogan con él.
Muchas veces he pensado cuál hubiera sido el destino de los españoles si el General, en vez de haber nacido bajito, hubiera sido un hombre alto. Probablemente su afán de alturas le llevó a convencerse de que la dimensión que le faltaba al cuerpo podría conseguirla instalándose, al modo de un rey camuflado pero absoluto, en el trono de una España exclusivamente suya y, por ende, alejada del resto del mundo.
De haber sido alto, estoy segura de que los españoles, tras una guerra desesperada, hubieran aceptado el regreso de una monarquía, algo escarmentada pero sólida y bien encauzada, con verdadero entusiasmo. Sin embargo, Franco era demasiado pequeñito para ceder su lugar y quedarse en un cargo de segunda fila. Precisaba crecer como fuera, dejarse notar, circular por las calles bajo palio y, sobre todo, dominar, decidir sin consultar y mandar con hechos dictatoriales, lo que le negó la naturaleza.
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