– Despacho de Miranda Priestly. -Suspiré mientras pensaba que no había una sola persona en la tierra a la que quisiera atender en ese momento.
– ¿Emily? ¿Eres tú, Emily?
La voz inconfundible invadió la línea y pareció resonar en la oficina. Aunque era imposible que pudiera oírla desde su mesa, Emily levantó la vista.
– Hola, Miranda, soy Andrea. ¿Puedo hacer algo por ti?
¿Para qué demonios llamaba? Consulté rápidamente el itinerario de Miranda en Europa que Emily había escrito y repartido entre todo el personal. Vi que su vuelo había despegado hacía apenas seis minutos, y ya estaba llamando desde el teléfono de su asiento.
– Eso espero. He consultado mi horario y acabo de darme cuenta de que la peluquería y el maquillaje para la cena del jueves no están confirmados.
– Eso se debe, Miranda, a que monsieur Renuad todavía no ha podido confirmar las citas, pero dijo que existía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que…
– An-dre-aaa, dime una cosa, ¿un noventa y nueve por ciento es lo mismo que un cien por cien? ¿Es eso una confirmación?
Antes de que pudiera contestar le oí decir a alguien, probablemente a una azafata, que le traían sin cuidado las normas relativas al uso de aparatos electrónicos y que hiciera el favor de aburrir a otro con ellas.
– Pero, señora, va en contra del reglamento. Tengo que pedirle que interrumpa la llamada hasta que alcancemos una altitud de crucero. Es peligroso -advirtió la azafata con tono suplicante.
– An-dre-aaa, ¿me oyes? ¿Estás oyendo lo que…?
– Señora, insisto en que cuelgue ahora mismo.
La boca empezaba a dolerme de tanto sonreír. Solo podía pensar en lo irritada que estaría Miranda al ver que la llamaban «señora», término que implicaba, como todo el mundo sabe, una edad relativamente madura.
– An-dre-aaa, la azafata me obliga a colgar. Volveré a llamarte cuando decida permitírmelo. Entretanto, quiero que confirmes la peluquería y el maquillaje, y que empieces a entrevistar a algunas chicas para el puesto de niñera. Eso es todo.
Y colgó, pero antes oí a la azafata llamarla «señora» una vez más.
– ¿Qué quería? -preguntó Emily con la frente arrugada.
– Me ha llamado por mi nombre tres veces seguidas -dije, satisfecha de prolongar su nerviosismo-. Tres veces, ¿puedes creerlo? Eso significa que ahora somos íntimas amigas, ¿no? Andrea Sachs y Miranda Priestly, IA.
– Andrea, ¿qué ha dicho?
– Quiere que le confirme la peluquería y el maquillaje del jueves porque un noventa y nueve por ciento de probabilidades no le parece suficiente. Ah, y ha dicho algo de buscar una nueva niñera. Seguro que lo he entendido mal, pero no importa porque volverá a llamar dentro de treinta segundos.
Emily respiró hondo y se esforzó por tolerar mi estupidez con gracia y elegancia, algo que no le resultaba nada fácil.
– No, no lo has entendido mal. Cara ya no está con Miranda, así que, lógicamente, necesita una nueva niñera.
– ¿Cómo? ¿Qué significa eso de que Cara ya «no está con Miranda»? Si ya «no está con Miranda», ¿dónde demonios está?
Me costaba creer que Cara no me hubiera informado de su repentina partida.
– Miranda pensó que Cara estaría mejor trabajando para otra persona -explicó Emily recurriendo a una expresión sin duda mucho más diplomática que la que había empleado nuestra jefa. ¡Como si alguna vez le hubiera importado a Miranda el bienestar de los demás!
– Emily, te lo ruego, cuéntame qué ha sucedido.
– Según Caroline, el otro día Cara las encerró a ella y a su hermana en sus respectivas habitaciones porque le hablaron mal. Miranda dijo que Cara no tenía derecho a tomar esa clase de decisiones, y comparto su opinión. Cara no es la madre de esas niñas, ¿entiendes?
De modo que Cara había sido despedida por haber obligado a dos niñas a permanecer en sus habitaciones para castigar su conducta.
– Tienes razón, una niñera no debe ocuparse de los modales de los crios que tiene a su cargo -afirmé asintiendo solemnemente con la cabeza-. No hay duda de que Cara se pasó.
Emily no captó mi sarcasmo.
– Exacto. Además, a Miranda nunca le hizo gracia que Cara no hablara francés. ¿Cómo van a aprender las niñas a hablarlo sin acento inglés?
No lo sé. ¿Quizá en su colegio privado de quince mil dólares al año, donde el francés es una asignatura obligatoria que imparten tres profesores nativos? ¿De su propia madre, que ha vivido en Francia, país que todavía visita cuatro veces al año, y lee, escribe y habla el idioma con un acento impecable? En lugar de eso, dije:
– Oye, tienes razón. No hay francés, pues no hay niñera. Te entiendo.
– Sea como sea, es tarea tuya encontrar una nueva niñera a las niñas. Aquí tienes el número de teléfono de la agencia con la que trabajamos -explicó Emily mientras me lo enviaba por correo electrónico-. Saben que Miranda es una mujer exigente, como debe ser, y suelen mandarnos a gente competente.
La miré con detenimiento y me pregunté cómo era su vida antes de que apareciera Miranda Priestly. Sonó el teléfono pero, por suerte, lo atendió ella.
– Hola, Miranda. Sí, sí, te oigo. No, todo va bien. Sí, he confirmado la peluquería y el maquillaje para ese jueves. Sí, Andrea ya se ha puesto a buscar una nueva niñera. Cuando vuelvas tendremos tres candidatas listas para ser entrevistadas. -Ladeó la cabeza y se llevó el bolígrafo a los labios-. Sí, sí, está confirmado. No, no un noventa y nueve por ciento, sino un cien por cien. Desde luego. Sí, Miranda, lo he confirmado yo misma y estoy segura. Están deseando atenderte. De acuerdo. Que tengas un buen viaje. Sí, está confirmado. Te enviaré el fax ahora mismo. De acuerdo. Adiós. -Emily colgó con mano temblorosa-. ¿Por qué le cuesta tanto entenderlo? Le he asegurado que las citas con el peluquero y el maquillador estaban confirmadas. ¿Por qué me ha hecho repetírselo otras cincuenta veces? ¿Y sabes lo que ha dicho?
Negué con la cabeza.
– ¿Sabes lo que ha dicho? Pues que como este asunto le ha provocado tantos quebraderos de cabeza quiere que rehaga su horario para incluir la confirmación del peluquero y el maquillador y se lo envíe por fax al Ritz. Lo hago todo por esa mujer, le doy mi vida, y mira cómo me habla.
Emily estaba a punto de llorar. Yo, entretanto, disfrutaba de la oportunidad de verla enojada con Miranda, pero sabía que el Giro Paranoico Runway estaba a la vuelta de la esquina y, por lo tanto, debía actuar con tiento. O sea, ofrecer la cantidad justa de solidaridad e indiferencia.
– Te aseguro que el problema no eres tú, Em. Ella sabe lo mucho que trabajas. Eres una ayudante estupenda. Si ella no pensara que haces una gran labor, ya se habría deshecho de ti. Sabes que eso no le supone ningún problema.
Emily había reprimido el llanto y se aproximaba al peligroso punto en que, pese a estar de acuerdo conmigo, empezaría a defender a Miranda si yo me excedía. Había estudiado en psicología el síndrome de Estocolmo, según el cual las víctimas se identifican con sus secuestradores, pero en aquel entonces no había entendido su funcionamiento. Quizá debería grabar en vídeo una de nuestras sesiones en la oficina y enviársela al profesor para que sus estudiantes lo observaran de primera mano.
Los esfuerzos por actuar con tiento empezaron a resultarme sobrehumanos, de modo que respiré hondo y fui al grano.
– Es una lunática, Emily -declaré lenta y suavemente-. El problema no eres tú, es ella. Miranda es una mujer superficial y amargada que tiene un montón de ropa, nada más.
El rostro de Emily se tensó visiblemente. La piel del cuello y las mejillas se puso tirante y las manos habían dejado de temblarle. Sabía que no tardaría en echárseme encima, pero no podía frenarme.
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