Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Pulsé «conferencia», marqué los números, oí a un hombre gritar «Allô!» y pulse de nuevo el botón de «conferencia».

– Señor Lagerfeld, Miranda Priestly está al habla -declaré como una de esas operadoras manuales de los tiempos de La casa de la pradera.

En lugar de pulsar el altavoz para que Emily y yo pudiéramos escuchar la conversación, colgué. Permanecimos un rato calladas mientras yo me esforzaba por no ponerme a despotricar contra Miranda. Me enjugué el sudor de la frente e hice respiraciones largas y profundas. Emily habló primero.

– A ver si lo he entendido bien. ¿Miranda tenía el número desde el principio pero no sabía marcarlo?

– O no tenía ganas -añadí, siempre dispuesta a hacer piña contra Miranda, sobre todo teniendo en cuenta las pocas oportunidades que tenía de hacer eso con Emily.

– Debí preverlo -dijo meneando la cabeza como si estuviera tremendamente decepcionada consigo misma-. Debí preverlo. Siempre me llama para que le ponga en contacto incluso con gente que se aloja en la habitación contigua o en un hotel dos calles más arriba. Recuerdo que al principio me parecía muy extraño que llamara desde París a Nueva York para que yo la pusiera en contacto con alguien en París. Ahora lo encuentro normal, naturalmente, y no puedo creer que no lo hubiera previsto.

Me disponía a ir al comedor para almorzar cuando el teléfono volvió a sonar. Decidí ser buena chica y contestar.

– Despacho de Miranda Priestly.

– ¡Emily, estoy bajo la lluvia, en la rué de Rivoli, y mi chófer ha desaparecido! ¡Desaparecido! ¿Me entiendes? ¡Desaparecido! ¡Encuéntralo inmediatamente!

Estaba histérica. Era la primera vez que la oía hablar así, y no me hubiera sorprendido descubrir que iba a ser la última.

– Miranda, espera, tengo su número justo aquí.

Busqué el itinerario que acababa de dejar sobre la mesa pero solo vi papeles, boletines antiguos y pilas de números atrasados.

Habían transcurrido tres o cuatro segundos, pero me sentía como si estuviera junto a Miranda, viendo cómo la lluvia le empapaba el Fendi de pieles y le corría el maquillaje, como si pudiera abofetearme, decirme que era un trapo inútil sin un ápice de talento, una perdedora nata. No disponía de tiempo para calmarme, para recordarme que Miranda no era más que un ser humano (bueno, eso habría que discutirlo) molesto porque se estaba mojando, un ser que se desahogaba con su ayudante, que se hallaba a 5.800 kilómetros de distancia. No es culpa mía. No es culpa mía. No es culpa mía.

– ¡An-dre-aaa, me he destrozado los zapatos! ¿Me oyes? ¿Me estás escuchando siquiera? ¡Encuentra al chófer ahora mismo!

Corría el riesgo de experimentar una emoción indebida. Noté el nudo en la garganta, la tensión en los músculos del cuello, pero aún era pronto para saber si iba a echarme a reír o a llorar. En cualquier caso, no sería nada bueno. Emily debió de intuirlo porque saltó de su silla y me tendió su itinerario. Hasta había subrayado los números de contacto del chófer, tres en total: el teléfono del coche, el teléfono del móvil y el teléfono de casa.

– Miranda, voy a tener que ponerte en espera mientras le llamo. ¿Te importa?

No aguardé su respuesta, sabedora de que eso la sacaría de quicio, y la puse en espera. Llamé de nuevo a París. La buena noticia fue que el chófer contestó en el primer número que probé. La mala noticia fue que no hablaba inglés. Aunque yo no poseía una naturaleza autodestructiva, no pude evitar golpearme la frente contra mi mesa de fórmica. Al tercer golpe Emily se hizo cargo de la llamada. Había decidido gritar, no tanto para conseguir que el chófer entendiera su espantoso francés como para transmitirle que se trataba de una urgencia. Los conductores nuevos siempre eran difíciles de convencer, básicamente porque eran tan ingenuos como para creer que si Miranda tenía que esperar cuarenta y cinco o sesenta segundos no era ningún drama. Y era justamente esa idea la que Emily y yo teníamos que quitarles de la cabeza.

Descansamos la testa sobre nuestras respectivas mesas después de que Emily consiguiera insultar al chófer lo suficiente para hacerlo volver al lugar donde había dejado a Miranda tres o cuatro minutos antes. Yo había perdido el apetito, fenómeno que me inquietó. ¿Me estaba contagiando de Runway? ¿O era solo la mezcla de nervios y adrenalina? ¡Ahora lo entendía! La inanición en Runway no era autoimpuesta, sino la reacción fisiológica de cuerpos que vivían constantemente tan atemorizados y angustiados que nunca tenían hambre. Me prometí que indagaría sobre el tema y tal vez hasta explorara la posibilidad de que Miranda hubiese creado una personalidad ofensiva y aterradora para mantener delgada a la gente.

– ¡Chicas, chicas, chicas, levantad la cabeza de la mesa! ¿Qué pasaría si mamá os viera en estos momentos? ¡No le gustaría nada! -trinó James desde la puerta.

Se había echado el pelo hacia atrás con un producto grasiento llamado Bed Head y vestía una camiseta de fútbol muy ceñida con el número 69 delante y detrás. Siempre tan sutil.

Ni Emily ni yo nos molestamos en mirarle. El reloj solo marcaba las cuatro, pero parecía medianoche.

– De acuerdo, a ver si lo adivino. Mamá ha estado llamando como una loca porque ha perdido un pendiente entre el Ritz y Alain Ducasse y quiere que lo encontréis aunque esté en París y vosotras en Nueva York.

Solté un bufido.

– ¿Crees que eso nos dejaría en semejante estado? Nosotras hacemos eso cada día, es nuestro trabajo. Propon algo difícil.

Hasta Emily se echó a reír.

– Andy tiene razón, James, podrías esforzarte un poco. Yo puedo encontrar un pendiente en menos de diez minutos en cualquier ciudad del mundo -intervino, presta a ser parte del equipo por razones que yo ignoraba-. Solo constituiría un reto si no nos dijera en qué ciudad lo ha perdido. Pero apuesto a que incluso entonces lo encontraríamos.

James retrocedió hacia la salida con cara de horror.

– En fin, chicas, que tengáis un buen día, ¿me oís? Al menos no os ha jodido del todo. En serio, deberíais dar las gracias. Todavía conserváis la cordura. Bueno, pues eso, pasadlo bien…

– ¡No tan deprisa, mariconazo! -exclamó alguien con voz chillona-. ¡Quiero que vuelvas a entrar y expliques a las chicas en qué estabas pensando esta mañana cuando te pusiste este pingo! – Nigel agarró a James de la oreja y lo arrastró hasta el espacio que había entre mi mesa y la de Emily.

– Oh, venga ya, Nigel -gimoteó James fingiendo indignación, y encantado de que Nigel le tocara-. Sabes que te encanta esta camiseta.

– ¿Qué me encanta esta camiseta? ¿Crees que me gusta esa pinta de maricona que traes hoy? James, necesitas centrarte, ¿me oyes? ¿me oyes?

– ¿Qué tiene de malo una camiseta de fútbol ceñida? Creo que estoy impresionante.

Emily y yo asentimos con la cabeza. Quizá la camiseta no fuera de buen gusto, pero le daba un aire muy moderno. Además, no resultaba fácil aceptar consejos sobre indumentaria de un hombre que en ese preciso instante vestía unos tejanos pitillo con estampado de cebra y un jersey negro con cuello de pico y un ojo de cerradura abierto en la espalda para mostrar unos músculos ondulantes. Un sombrero blando de paja y un toque (sutil, lo admito) de lápiz de ojos negro remataban el conjunto.

– Muchachito, la moda no se hace para que anuncies tu postura sexual favorita. ¡No, no, no! ¿Quieres enseñar un poco de carne? ¡Adelante! ¿Quieres enseñar algunas de tus curvas jóvenes y tersas? ¡Adelante! Pero la ropa no está para decir al mundo que te gusta más por detrás, amigo. ¿Lo entiendes?

– ¡Nigel! -James puso cara de decepción para ocultar el placer que le causaba ser su centro de atención.

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