Mi voz quedó atrapada en la garganta, pero al cabo de unos segundos conseguí hablar.
– Supongo que tienes razón. Pero está bien, de veras. Solo necesita dormir. Vamos a comprar unos bocadillos, ¿de acuerdo? El portero dice que hay una charcutería muy buena a cuatro manzanas de aquí.
– Despacho de Miranda Priestly -dije con mi habitual tono de aburrimiento que esperaba transmitiera mi desdicha a quienquiera que se atrevía a interrumpir mi tiempo de correo electrónico.
– Hola, ¿eres Em-em-em-Emily? -tartamudeó una voz femenina al otro lado de la línea.
– No, soy Andrea, la nueva ayudante de Miranda.
– Ah, la nueva ayudante de Miranda -berreó la extraña voz-. ¡La chica más afortunada del m-m-m-mundo! ¿Qué te parece tu trabajo hasta ahora con la personificación del mal?
Mi atención se agudizó. Eso era nuevo. En los meses que llevaba trabajando en Runway no había conocido a una sola persona que hablara mal de Miranda con tanta audacia. ¿Lo decía en serio? ¿Era un trampa?
– Trabajar en Runway está siendo una experiencia inolvidable -me oí balbucear-. Es un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas. -¿Era yo quien acababa de decir eso?
Se hizo el silencio y después oí un chillido de hiena.
– ¡J-j-j-der, es genial! -La mujer rió hasta atragantarse-. ¿No me digas que te ha encerrado en su estudio del West Village y te ha privado de todo lo G-g-gucci hasta haberte lavado el cerebro lo bastante para que digas gilipolleces como esa? ¡F-f-f-fantás-tico! ¡Esa mujer es una obra de arte! Pues bien, Señorita de la Experiencia Inolvidable, me habían llegado rumores de que Miranda había contratado esta vez a una lacaya con coco, pero ya veo que los rumores, como siempre, son infundados. ¿Te gustan los c-c-c-conjuntos de Michael Kors y los abrigos de pieles de J. Mendel? Si es así, cielo, te irá bien. Y ahora pásame a la flacucha de tu jefa.
Me hallaba en un dilema. Mi primer impulso fue mandarla al cuerno, decirle que no me conocía, que era fácil darse cuenta de que intentaba compensar su tartamudez con una actitud desdeñosa, pero sobre todo quería acercar el auricular a mis labios y susurrar: «Soy una prisionera aún más desesperada de lo que imaginas. Por favor, ven a rescatarme de este infierno donde te lavan el cerebro. Tienes razón, es exactamente como lo has descrito, ¡pero yo soy diferente!». Con todo, no pude hacer ni una cosa ni otra, pues llegué a la conclusión de que no tenía ni idea de quién era la dueña de esa voz profunda y tartamuda.
Respiré hondo y decidí replicarle punto por punto, salvo en el tema de Miranda.
– El caso es que adoro a Michael Kors, pero debo decirte que no precisamente por sus conjuntos. Las pieles de J. Mendel son aceptables, si bien una verdadera chica Runway, o sea, con un gusto discriminador e impecable, preferiría de lejos algo confeccionado a medida por George Polegeorgis de Madison. Ah, y en el futuro te rogaría que utilizaras el término «ayudante» en lugar de algo tan duro e implacable como «lacaya». Y ahora, como es natural, me encantaría corregir cualquier suposición errónea que quieras hacer, pero quizá debería preguntar primero con quién estoy hablando.
– Touché, nueva ayudante de Miranda, touché. Tal vez tú y yo p-p-podamos ser amigas, después de todo. No m-m-m-me gustan los robots que suele contratar Miranda, pero eso no importa porque ella tampoco me gusta. Me llamo Judith Masón y, por si no lo s-s-s-sabes, escribo cada mes l-l-l-los artículos sobre viajes. Ahora dime, dado que todavía eres relativamente nueva: ¿se ha acabado la luna de miel?
Guardé silencio. ¿Qué quería decir con eso? Era como hablar con una bomba de relojería.
– ¿Y bien? Te hallas en ese momento fabuloso en que llevas el tiempo suficiente para que todo el mundo sepa tu nombre, pero no lo bastante para que hayan descubierto y explotado tus puntos flacos. Es una sensación muy dulce, créeme. Trabajas en un lugar muy especial.
Antes de que yo pudiera decir algo añadió:
– Basta de j-j-juegos, mi nueva amiga. No te molestes en decir a Miranda que soy yo porque nunca acepta mis llamadas. Creo que el tartamudeo la irrita. Solo asegúrate de anotar mi nombre en el Boletín para que pueda ordenar a alguien que me llame. Gracias, c-c-cariño. -Clic.
Colgué y me eché a reír. Emily levantó la vista de una relación de gastos de Miranda y me preguntó quién era. Cuando le dije que era Judith, puso los ojos tan en blanco que pensé que no volverían a emerger.
– Menuda bruja. En serio, no entiendo por qué Miranda se digna hablarle siquiera, aunque no acepta sus llamadas, así que no tienes que molestarte en comunicarle que está al teléfono. Anótala en el Boletín y Miranda pedirá a alguien que la llame.
Por lo visto Judith conocía mejor que yo el funcionamiento interno de nuestra oficina.
Hice doble clic en el icono «Boletín» de mi iMac turquesa y revisé el contenido. El Boletín era el elemento principal de la oficina de Miranda Priestly y, según había comprobado, su única razón de vivir. Desarrollado muchos años atrás por una ayudante nerviosa y compulsiva, no era más que una carpeta que Emily y yo compartíamos y donde anotábamos cada nuevo mensaje, idea o pregunta. Acto seguido, imprimíamos el texto actualizado y lo prendíamos de la tablilla sujetapapeles que descansaba sobre el estante de mi mesa después de retirar la última versión. Miranda consultaba la lista cada diez minutos mientras Emily y yo tecleábamos, imprimíamos y enganchábamos como posesas las llamadas que iban entrando. Como no podíamos acceder simultáneamente al Boletín, a veces la una susurraba a la otra que lo cerrara para poder escribir un mensaje. A continuación lo imprimíamos cada una en su impresora y nos abalanzábamos sobre la tablilla sin saber cuál de los dos era más reciente hasta que nos encontrábamos cara a cara.
– El último mensaje de Judith sobre el mío -dije, agotada por la tensión de tener que terminar el Boletín antes de que Miranda llegara.
Eduardo había telefoneado desde seguridad para avisarnos de que estaba subiendo. Sophy aún no había llamado, pero sabíamos que no tardaría.
– Yo tengo al conserje del Ritz de París después de Judith -exclamó con tono triunfal Emily mientras prendía su hoja en la tablilla.
Volví a mi mesa con mi Boletín de cuatro segundos de antigüedad y lo hojeé. En los números de teléfono no estaban permitidos los guiones, solo los puntos. Las horas debían llevar dos puntos en lugar de uno, y se redondeaban al cuarto más cercano. Los números de teléfono aparecían en una línea aparte para que se vieran mejor. Las horas significaban que alguien había llamado. La palabra «nota» recogía algo que Emily o yo teníamos que decirle (dado que dirigirnos a ella sin que ella se dirigiera primero a nosotras era impensable, la información importante iba al Boletín). «Recordatorio» era algo que Miranda probablemente nos había dejado en el buzón de voz entre la una y las cinco. En el caso de que no tuviéramos más remedio que referirnos a nosotras, debíamos hacerlo en tercera persona.
Miranda nos pedía a menudo que averiguáramos la hora y el número exactos en que podía encontrar a determinada persona. En ese caso se nos planteaba el problema de si el fruto de nuestras indagaciones debía aparecer como «nota» o «recordatorio». Recuerdo que una vez pensé que el Boletín parecía salido de una revista de sociedad, pero los nombres de los superricos, los super-modistos y los superimpresionantes en general habían dejado de destacar como «especiales» en mi insensibilizado cerebro. En mi nueva realidad Runway, la secretaria de relaciones sociales de la Casa Blanca tenía para mí tanto interés como el veterinario que necesitaba hablar con Miranda sobre la dieta del cachorro (soñaba si creía que Miranda le devolvería la llamada).
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