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Lauren Weisberger: El Diablo Viste De Prada

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Lauren Weisberger El Diablo Viste De Prada

El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada? Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen. Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes. Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Tras mucho sufrimiento y numerosas pruebas, al final me decidí por un jersey celeste de cachemir, una falda negra hasta la rodilla y mis botas negras hasta la rodilla. Puesto que ya sabía que debía huir del maletín, no tuve más remedio que recurrir a mi bolso negro de lona. Lo último que recuerdo de aquella noche es a una servidora sorteando la descomunal cama con botas de tacón, falda y torso desnudo, y sentándose para descansar del esfuerzo.

Debí de quedarme frita de pura ansiedad, porque fue la adrenalina la que me despertó a las cinco y media de la mañana. Me levanté de un salto. Durante toda la semana había tenido los nervios de punta y me parecía que la cabeza me iba a estallar. Disponía exactamente de hora y media para ducharme, vestirme y llegar desde mi edificio de aspecto estudiantil de la Noventa y seis con la Tercera hasta el centro en transporte público, una idea todavía oscura y que me intimidaba. Eso significaba que debía destinar una hora al trayecto y media hora al acicalamiento.

La ducha era terrible. Hacía un ruido agudo y penetrante, como esos silbatos para entrenar perros, y el agua permanecía tibia hasta que me apartaba del plato para enfrentarme al aire helador del cuarto de baño, momento en que empezaba a salir hirviendo. Solo tardé tres días en optar por levantarme, correr hasta el baño, abrir el agua caliente y meterme de nuevo en la cama. Tras pasar la alarma del despertador tres veces más, regresaba al cuarto de baño y lo encontraba totalmente empañado gracias el agua maravillosamente caliente aunque poco abundante de la ducha.

En veinticinco minutos conseguí meterme en mi incómodo atuendo y salir de casa, todo un récord. Y solo tardé diez minutos en encontrar la estación de metro más cercana, algo que habría debido hacer la noche anterior si no hubiera estado tan ocupada mofándome de mi madre cuando me aconsejó que me estudiara el trayecto para no perderme. La semana anterior había ido a la entrevista en taxi y estaba convencida de que el experimento con el metro sería una pesadilla pero, curiosamente, en la taquilla había una empleada que hablaba inglés, la cual me indicó que tomara la línea 6 hasta la calle Cincuenta y nueve. Dijo que saldría directamente a esa calle y que luego solo tendría que caminar dos manzanas en dirección oeste hasta Madison. Chupado. En el tren reinaba el silencio, pues yo era la única persona lo bastante loca para estar despierta y, de hecho, en movimiento a tan miserable hora de la mañana en pleno noviembre. Por el momento todo iba bien, hasta que me tocó subir a la calle.

Caminé hasta las escaleras más cercanas y salí a un día glacial. Las únicas luces visibles eran las de los colmados que nunca cerraban. Elias-Clark, Elias-Clark, Elias-Clark. ¿Dónde estaba el edificio Elias-Clark? Giré ciento ochenta grados hasta que mis ojos tropezaron con un letrero: calle Sesenta con Lexington. La Cincuenta y nueve, por lo tanto, no podía andar muy lejos, pero ¿qué dirección debía tomar para caminar hacia el oeste? ¿Y dónde estaba Madison con respecto a Lexington? El entorno no me era familiar, pues en mi primera visita a Elias-Clark el taxi me había dejado delante de la puerta. Caminé un poco, satisfecha de haber salido con tiempo de sobra para perderme, y al final entré en una tienda para tomarme un café.

– Hola, señor. Estoy buscando el edificio Elias-Clark. ¿Podría indicarme en qué dirección queda? -pregunté a un hombre de aspecto nervioso que estaba apostado detrás de la caja registradora.

Me esforcé por no sonreír dulcemente, recordando lo que todo el mundo me había dicho, que ya no estaba en Avon y que aquí la gente no reaccionaba bien a los buenos modales. El hombre frunció el entrecejo y me inquieté porque pensé que le había parecido una grosera. Sonreí dulcemente.

– Un dolá -dijo tendiendo una mano.

– ¿Cobra por dar indicaciones?

– Un dolá, con lete o tolo, da iguá.

Le miré fijamente por un instante antes de comprender que solo sabía el inglés suficiente para hablar de café.

– Oh, con leche sería genial. Muchísimas gracias.

Le tendí un dólar y volví a la calle más perdida que nunca. Pregunté a quiosqueros, barrenderos, incluso a un hombre metido en uno de esos carritos donde se venden desayunos. Ninguno me entendió lo bastante para señalar en dirección a Madison con la Cincuenta y nueve. Entonces me asaltaron recuerdos de Delhi, depresión, disentería. ¡No! Lo encontraré.

Unos minutos caminando sin rumbo por una ciudad que empezaba a despertar me llevaron, de hecho, hasta la puerta del edificio Elias-Clark. Envuelto en la penumbra de la mañana, el vestíbulo resplandecía al otro lado de la entrada de cristal, y por un instante me pareció un lugar cálido y acogedor, pero cuando empujé la puerta giratoria se me resistió. Apreté hasta tener todo el peso del cuerpo impulsado hacia delante y la cara a unos milímetros del cristal. Solo entonces se movió. Al principio lo hizo con lentitud, de modo que empujé con más fuerza. Entonces la bestia de cristal ganó velocidad y me golpeó por detrás, lo que me obligó a avanzar a trompicones y arrastrando los pies para no caer al suelo. El hombre situado detrás del mostrador de seguridad se echó a reír.

– Jodido, ¿eh? No es la primera vez que veo ocurrir eso ni será la última -dijo con una risita ahogada y un temblor en sus carnosas mejillas-. Aquí saben cómo pillarte.

Eché una rápida mirada al hombre, decidí detestarle y supe que yo nunca le caería bien a él, independientemente de lo que hiciera o dijera. No obstante, sonreí.

– Soy Andrea -anuncié mientras me quitaba los guantes de lana y caminaba hasta el mostrador-. Hoy es mi primer día en Runway. Soy la nueva ayudante de Miranda Priestly.

– ¡Mi más sentido pésame! -rugió echando la cabeza hacia atrás de puro regocijo-. La acompaño en el sentimiento, ¡ja, ja, ja! Eh, Eduardo, no te lo pierdas. Es una de las nuevas esclavas de Miranda. ¿De dónde sales, muchacha, tan amable y simpática? ¿Del jodido Kansas? Se te comerá viva, ¡ja, ja, ja!

Antes de que pudiera responder, un hombre corpulento e igualmente uniformado se acercó y me miró de arriba abajo sin disimulo alguno. Me preparé para otra burla, pero en lugar de eso el tipo se volvió hacia mí con expresión amable y me miró a los ojos.

– Soy Eduardo y este idiota de aquí es Mickey -explicó señalando al primer hombre, que parecía molesto por el hecho de que Eduardo hubiera actuado cortésmente y aguado la diversión-. No le hagas caso, solo bromea -prosiguió con un mezcla de acento español y neoyorquino mientras extraía un libro de registro-. Rellena estas casillas y te daré un pase provisional para que puedas subir. Di a los de recursos humanos que necesitas una tarjeta con tu foto.

Debí de mirarle con suma gratitud, porque cuando me pasó el libro por encima del mostrador parecía turbado.

– Venga, ahora escribe. Y buena suerte, muchacha, vas a necesitarla.

A esas alturas yo estaba demasiado nerviosa y cansada para pedirle que se explicara y, en cualquier caso, no era necesario. Una de las pocas cosas que había tenido tiempo de hacer durante la última semana fue indagar un poco sobre mi nueva jefa. La había «googleado», y me sorprendió descubrir que Miranda Priestly había nacido con el nombre de Miriam Princhek en el Est End de Londres. Su familia era como todas las familias judías ortodoxas de la ciudad, tremendamente pobre pero muy religiosa. El padre hacía pequeñas reparaciones, pero dependían básicamente del apoyo de la comunidad, pues el hombre pasaba la mayor parte del tiempo estudiando textos judíos. La madre había fallecido al dar a luz a Miriam, de modo que la abuela se mudó con la familia para ayudar a criar a los hijos. ¡Y no eran pocos! Once en total. Miriam era la menor. Al igual que el padre, casi todos sus hermanos y hermanas se emplearon en oficios manuales y dedicaban la mayor parte de su tiempo a rezar y trabajar. Dos de ellos consiguieron ir a la universidad y terminar los estudios, para luego casarse jóvenes y empezar a formar su propia familia numerosa. Miriam fue la única excepción a la tradición familiar.

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