Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Cogí el móvil y la hoja y bajé hasta la puerta del edificio que daba a la Cincuenta y ocho preguntándome cómo iba a encontrar el «coche». O qué significaba eso. Apenas había puesto un pie en la acera mirando alrededor como un corderito cuando se me acercó un hombre achaparrado de pelo blanco que mordisqueaba una pipa de color caoba.

– ¿Eres la nueva chica de Priestly? -gruñó a través de unos labios manchados de tabaco, sin retirarse la pipa de la boca. Asentí con la cabeza-. Soy Rich, el encargado del transporte. ¿Que quieres un coche? Habla conmigo. ¿Lo entiendes, rubia? -Asentí de nuevo y me subí al asiento trasero de un Cadillac negro. Rich cerró la portezuela con fuerza y se despidió agitando una mano.

– ¿Adonde quiere ir, señorita? -preguntó el conductor devolviéndome al presente.

Me di cuenta de que no lo sabía y saqué de mi bolsillo el trozo de papel.

«Primera parada: estudio de Tommy Hilfiger en el 355 de la Cincuenta y siete Oeste, 6. aplanta. Pregunta por Leanne. Te dará todo lo que necesitas.»

Le indiqué la dirección y miré por la ventanilla. Era la una de la tarde de un frío día de invierno, tenía veintitrés años y me hallaba en el asiento trasero de un automóvil con chófer camino del estudio de Tommy Hilfiger. Y estaba muerta de hambre. Tardamos casi cuarenta y cinco minutos en recorrer las quince manzanas del centro durante la hora del almuerzo, mi primera experiencia en un verdadero atasco neoyorquino. El chófer me dijo que daría vueltas a la manzana hasta que yo saliera y entré en el estudio de Tommy. Cuando pregunté por Leanne en la recepción de la sexta planta, una chica adorable de no más de dieciocho años bajó por la escalera dando saltitos.

– ¡Hola! -exclamó alargando la «a» unos segundos-. Tú debes de ser Andrea, la nueva ayudante de Miranda. Aquí la queremos mucho, ¡así que bienvenida al equipo! -Sonrió. Sonreí. Extrajo una gigantesca bolsa de plástico de debajo de una mesa y vertió el contenido en el suelo-. Aquí tenemos los tejanos predilectos de Carolina en tres colores, y también hemos metido algunas camisetas. Cassidy adora las faldas safarí de Tommy. Se las he puesto en aceituna y piedra.

De la bolsa salieron faldas vaqueras, chaquetas tejanas y hasta un par de calcetines. Yo lo miraba todo boquiabierta; había suficiente ropa para llenar el armario de cuatro adolescentes. ¿Quiénes eran Cassidy y Caroline?, me pregunté. ¿Qué persona que se precie viste tejanos de Tommy Hilfiger y nada menos que en tres colores?

Mi cara debía de ser de total estupor, porque Leanne me dio deliberadamente la espalda mientras recogía la ropa y decía:

– Sé que a las hijas de Miranda les encantará todo esto. Llevamos años vistiéndolas y Tommy insiste en elegirles la ropa personalmente.

La miré con gratitud y me eché la bolsa al hombro.

– ¡Buena suerte! -exclamó con una sonrisa sincera antes de que las puertas del ascensor se cerraran-. ¡Qué afortunada eres de tener un trabajo tan magnífico!

Antes de que la chica pudiera decirlo, me descubrí acabando mentalmente la frase por ella. Millones de chicas darían un ojo de la cara por él. En aquel momento, tras haber visto el estudio de un diseñador famoso y hallándome en posesión de miles de dólares en ropa, pensé que tenía razón.

Una vez que hube pillado el truco al proceso, el resto del día pasó volando. Me pregunté si alguien pensaría que estaba loca por detenerme un instante a comprar un bocadillo, pero no tenía más remedio que hacerlo. No había comido nada desde el cruasán de las siete de la mañana y ya eran casi las dos de la tarde. Pedí al conductor que se detuviera en una charcutería y en el último minuto decidí comprarle otro a él. Cuando le entregué el emparedado de pavo y mostaza me miró con tal asombro que temí haberle incomodado.

– He pensado que usted también tendría hambre -dije-. Si se pasa el día conduciendo, seguro que no tiene tiempo de parar a comer.

– Gracias, señorita, se lo agradezco. Es solo que desde hace diecisiete años me dedico a llevar de un lado a otro a chicas de Elias-Clark y ninguna ha sido nunca tan amable como usted. Es usted muy amable -añadió con un acento fuerte pero indeterminado, mirándome por el retrovisor.

Sonreí y procedimos a saborear nuestros respectivos emparedados en medio del atasco mientras escuchábamos su CD favorito. Yo solo oía a una mujer aullar lo mismo una y otra vez en un idioma desconocido, acompañada de un sitar.

La siguiente orden de Emily era recoger unos pantalones cortos blancos que Miranda necesitaba desesperadamente para jugar a tenis. Supuse que iríamos a Polo, pero Emily había escrito Chanel. ¿Chanel confeccionaba pantalones de tenis? El conductor me llevó a la tienda privada, donde una dependienta madura cuyo lifting facial le había dejado los ojos como ranuras me hizo entrega de unos pantaloncitos de algodón y licra, talla cero, prendidos de una percha de seda y cubiertos por un guardapolvo de terciopelo. Miré la prenda pensando que no le entraría ni a una niña de seis años, y luego a la mujer.

– ¿Cree que le cabrán? -pregunté con cautela, convencida de que esa mujer podía abrir su boca de ballena y tragarme entera.

Me miró indignada.

– Eso espero, señorita -gruñó mientras me tendía el mini-pantalón-. Lo hemos confeccionado siguiendo al pie de la letra sus indicaciones. Dígale que el señor Kopelman le envía saludos.

Cómo no, señora, quienquiera que sea.

La siguiente parada era J & R Computer World, que según Emily había escrito se hallaba «en pleno centro», cerca del ayuntamiento. Por lo visto era la única tienda de la ciudad que vendía Guerreros del Oeste, un juego de ordenador que Miranda quería regalar a Moisés, el hijo de Óscar y Annette de la Renta. Cuando llegué, una hora más tarde, ya me había percatado de que el móvil permitía llamadas interurbanas y estaba marcando el número de mis padres para explicarles lo genial que era mi trabajo.

– ¿Papá? Hola, soy Andy. Adivina dónde estoy. Sí, claro que en el trabajo, pero resulta que es el asiento trasero de un coche con chófer que me está paseando por Manhattan. Ya he estado en Tommy Hilfiger y Chanel, y después de comprar un juego de ordenador iré al apartamento de Óscar de la Renta en Park Avenue para dejar unas cosas. ¡No; no son para él! Miranda está en la RD y Annette viajará allí esta noche para reunirse con ella. ¡En un avión privado, sí! ¡Papá! Son las siglas de la República Dominicana, ¡naturalmente!

Mi padre parecía receloso pero contento de verme tan feliz, y yo decidí que estaba contratada como mensajera educada en un college. Y no me importaba en absoluto.

Después de entregar la ropa de Tommy, los pantalones cortos y el juego de ordenador a un portero de aspecto muy distinguido en un lujoso vestíbulo de Park Avenue (¡de modo que a esto se refiere la gente cuando habla de Park Avenue!), regresé a Elias-Clark. Entré en la oficina y encontré a Emily sentada en el suelo, al estilo indio, envolviendo regalos con papeles y cintas blancos. Estaba rodeada de cajas rojas y blancas, todas idénticas. Había cientos de ellas, quizá miles, esparcidas entre nuestras mesas y el despacho de Miranda. Emily no era consciente de que la estaba observando. Calculé que solo tardaba dos minutos en envolver perfectamente cada caja y quince segundos en colocarle una cinta de raso blanco. Actuaba con diligencia, sin desperdiciar un solo segundo, y amontonaba las cajas a su espalda en columnas ordenadas. Los montones terminados crecían, pero los montones pendientes no menguaban. Estimé que, aunque se pasara así los siguientes cuatro días, aún le quedarían cajas por envolver.

Grité su nombre para que me oyera por encima del CD de los ochenta que sonaba en su ordenador.

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