Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Emily le dijo que me dejara en paz, aunque yo no quería que se marchara. Se alejó hacia la puerta, la capa de piel ondeando a su espalda, y quise llamarle, decirle que había sido un placer conocerle, que no estaba ofendida por sus palabras y que me encantaba que quisiera rehacerme. No obstante, antes de que pudiera abrir la boca Nigel se volvió y salvó el espacio que nos separaba en dos zancadas, cada una de la longitud de un largo salto. Se detuvo delante de mí, envolvió con sus gigantescos brazos todo mi cuerpo y me apretó contra sí. Mi cabeza descansaba justo debajo de su pecho y aspiré el olor inconfundible de colonia Johnson para niños. Justo cuando adquirí suficiente sangre fría para abrazarle, me apartó, sumergió mis manos en las suyas y aulló:

– ¡Bienvenida a la casa de muñecas, nena!.

Capítulo 5

– ¿Qué dijo él? -preguntó Lily al tiempo que lamía una cuchara llena de helado de té verde.

Había quedado con ella en el Sushi Samba a las nueve para contarle los detalles de mi primer día de trabajo. De mala gana, mis padres habían soltado de nuevo la tarjeta de crédito para casos de urgencia hasta que cobrara mi primera paga. Los rollos de atún con especias y las ensaladas de algas me parecían sin duda alguna una urgencia, y por dentro di las gracias a mamá y a papá por tratarnos a Lily y a mí tan bien.

– Dijo: «Bienvenida a la casa de muñecas, nena», te lo juro. ¿No es genial?

Me miró boquiabierta, la cuchara suspendida en el aire.

– Tienes el trabajo más molón del mundo-aseguró Lily, que siempre decía que hubiera debido trabajar durante un año antes de volver a la universidad.

– Mola, sí -convine antes de atacar mi bizcocho de chocolate con nueces-. Es raro, eso está claro, pero mola. De todos modos preferiría volver a ser estudiante.

– Ya, seguro que te encantaría tener que trabajar media jornada para poder pagarte una exorbitante e inútil carrera. ¿A que sí? Te da envidia que yo sirva mesas en un bar de estudiantes de primer curso cada noche hasta las cuatro de la madrugada y luego vaya a clase de ocho de la mañana a seis de la tarde. Todo eso sabiendo que, en el supuestísimo caso de que consigas terminar la carrera en los próximos diecisiete años, no encontrarás trabajo. En ningún lugar.

Esbozó una enorme sonrisa y bebió un trago de Sapporo.

Lily se estaba sacando el doctorado en literatura rusa por la Universidad de Columbia y, cuando no estaba estudiando, hacía algún trabajillo. Su abuela apenas tenía dinero para mantenerse, y Lily no tendría derecho a una beca hasta que terminara su máster, de modo que constituía todo un acontecimiento que hubiera salido esa noche.

Piqué el anzuelo, como siempre que mi amiga despotricaba contra su vida.

– Entonces ¿por qué lo haces, Lil? -pregunté pese a haber escuchado la respuesta un millón de veces.

Soltó un bufido y puso los ojos en blanco.

– ¡Porque me encanta! -trinó con sarcasmo.

Aunque nunca lo reconocería, porque era mucho más divertido quejarse, lo cierto es que le encantaba. Había empezado a apasionarse por la cultura rusa cuando su profesor de octavo le dijo que era como siempre había imaginado a Lolita, con el rostro redondo, el pelo negro y rizado. Lily se fue derecha a casa y leyó la obra maestra de la lujuria de Nabokov sin dejar que la alusión profesor-Lolita la molestara, y siguió con todas sus demás obras. Y con Tolstoi. Y con Gogol. Y con Chéjov. Cuando llegó el momento de pensar en el college, solicitó trabajar en Brown con un profesor de literatura rusa que, después de entrevistar a una Lily de diecisiete años, declaró que era la estudiante de literatura rusa más apasionada e instruida que había conocido, tanto en los cursos inferiores como en los superiores. A Lily todavía le apasionaba, continuaba estudiando gramática rusa y leía perfectamente en ese idioma, pero más le gustaba quejarse al respecto.

– Estoy de acuerdo en que me ha tocado la lotería. ¿Tommy Hilfiger, Chanel, el apartamento de Óscar de la Renta? Menudo primer día. No obstante, ignoro de qué modo me acercará todo eso al New Yorker, aunque quizá es demasiado pronto para saberlo. El caso es que no me parece real, ¿sabes?

– Pues cada vez que quieras volver a entrar en contacto con la realidad ya sabes dónde encontrarme -declaró Lily mientras extraía de su bolsa la tarjeta del metro-. Si te da por echar de menos el gueto, si te mueres de ganas por conocer la realidad de Harlem, mi lujoso estudio de veintitrés metros cuadrados es todo tuyo.

Pagué la cuenta y nos despedimos con un abrazo. Lily me explicó detalladamente cómo llegar desde la Séptima con Christopher hasta mi apartamento en la periferia de la ciudad. Le juré que había entendido a la perfección cómo encontrar la línea L y luego la 6 y cómo llegar a pie desde la parada de la Noventa y seis hasta mi apartamento, pero en cuanto se hubo marchado me subí a un taxi.

Solo por esta vez, me dije hundiéndome en el cálido asiento y tratando de no aspirar el olor corporal del conductor. Ahora soy una chica Runway.

Me alegré de comprobar que el resto de aquella primera semana no difería mucho del primer día. El viernes, Emily y yo nos encontramos de nuevo en el vestíbulo blanco a las siete en punto, esta vez me entregó mi tarjeta de identificación personal, provista de una fotografía que no recordaba haberme hecho.

– La hizo la cámara de seguridad -explicó cuando la miré sin comprender-. Están por todas partes. Ha habido graves problemas porque mucha gente robaba cosas, como ropa y joyas, que traían para los reportajes fotográficos. Por lo visto los mensajeros y a veces hasta los propios redactores se quedaban con lo que querían. Ahora siguen la pista a todo el mundo. -Deslizó la tarjeta por la ranura y la puerta de cristal se abrió.

– ¿La pista? ¿Qué quieres decir exactamente?

Emily avanzó por el pasillo con paso presuroso, contoneando las caderas bajo su ceñidísimo pantalón de pana marrón Seven. El día antes, me había dicho que debía pensar seriamente en la posibilidad de comprarme uno, o tal vez diez, pues eran los únicos pantalones que Miranda permitía en la oficina. Esos y los MJ, pero solo los viernes y solo con tacones altos. ¿MJ? «Mark Jacobs», había contestado Emily con exasperación.

– Entre las cámaras y las tarjetas saben más o menos qué está haciendo todo el mundo -prosiguió mientras dejaba su bolso Gucci sobre su mesa. Empezó a desabrocharse la ajustada chaqueta de cuero, prenda que parecía del todo inadecuada para finales de noviembre-. Dudo que en realidad miren las cámaras a menos que desaparezca algo, pero las tarjetas lo revelan todo. Por ejemplo, cada vez que la deslizas en la planta baja para pasar el mostrador de seguridad, o en esta planta para cruzar la puerta, están al tanto de dónde te encuentras. De ese modo saben si la gente está trabajando, así que si un día no puedes venir, aunque siempre podrás, pero en el caso de que suceda algo, me darás tu tarjeta para que te la pase. De esa manera te pagarán los días que faltes. Tú harás lo mismo por mí, todo el mundo lo hace.

Yo todavía estaba dando vueltas al «aunque siempre podrás», pero ella seguía con su discurso.

– Y así es como se compra la comida en el comedor. Hace de tarjeta de crédito: pones dinero y te lo van restando en la caja registradora. De esa forma se enteran de lo que comes.

Abrió la puerta del despacho de Miranda y se desplomó en el suelo. Al acto cogió una botella de vino y empezó a envolverla.

– ¿Les interesa saber qué comemos? -pregunté con la sensación de haber entrado en una escena de Sliver.

– No estoy segura. Solo sé que pueden saberlo. Y también se enteran si vas al gimnasio, porque tienes que utilizarla allí, y en el quiosco para comprar libros o revistas. Creo que les ayuda a organizarse.

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