– Qué bien. ¿Cómo es?
Lily salía casi cada noche con un tío diferente, pero todavía no había completado su escala. Había creado la Escala Fraccionaria del Amor una noche, después de haber escuchado a nuestros amigos varones puntuar a las chicas con las que salían de acuerdo con una escala inventada por ellos. «Es una seis, ocho, B más», declaró Jake acerca de la ayudante de publicidad que le habían encasquetado la noche anterior. Se suponía que todo el mundo conocía esa escala, donde el rostro ocupaba el primer lugar de la puntuación, el cuerpo el segundo y la personalidad el tercero. Esta última recibía una letra. Dado que a la hora de juzgar a los tíos había más factores en juego, Lily concibió una Escala Fraccionaria que comprendía un total de diez «rasgos» que valían un punto cada uno. El Tío Perfecto debía poseer, naturalmente, los cinco rasgos principales: inteligencia, sentido del humor, cuerpo decente, cara bonita y un trabajo que cayera en la generosa categoría de «normal». Como era prácticamente imposible encontrar al Tío Perfecto, se podían ganar puntos con los cinco rasgos secundarios, a saber, ausencia de ex novias psicópatas, de padres psicópatas y de compañeros de piso violadores, y presencia de un interés o afición, con excepción de los estudios, que no guardara relación con los deportes ni la pornografía. Hasta la fecha, la puntuación máxima concedida por Lily había sido de nueve puntos, pero el tipo la había dejado.
– Pues bien, al principio le di siete puntos. Había estudiado arte dramático en Yale, era hetero y podía hablar de política israelí con la suficiente inteligencia para no insinuar en ningún momento que deberíamos «bombardearles con armas nucleares».
– Eso es genial. ¿Dónde está el problema? ¿Te habló de su juego de Nintendo favorito?
– Peor -respondió con un suspiro.
– ¿Está más flaco que tú?
– Peor.
– ¿Es un agarrado?
– Peor.
– ¿Qué puede ser peor que eso?
– Vive en Long Island…
– ¡Lily! Es cierto que geográficamente resulta indeseable, pero eso no lo convierte en una persona con la que no puedas salir. Sabes mejor que…
– Con sus padres -me interrumpió.
Oh.
– Desde hace cuatro años.
Oh, oh.
– Y le encanta. Dice que no se imagina viviendo solo en una ciudad tan grande cuando su mamá y su papá son tan buena compañía.
– ¡No sigas! Creo que es la primera vez que un siete cae hasta cero en la primera cita. Ese tipo ha establecido un nuevo récord. Felicidades. Está claro que has tenido un día peor que el mío.
Oí llegar a Shanti y Kendra y me estiré para cerrar la puerta de mi habitación con el pie. Entonces oí una voz masculina y me pregunté si alguna de ellas tenía novio. Como trabajaban más horas que yo, en los diez días que llevábamos viviendo juntas las había visto un total de diez minutos.
– ¿Peor? ¿Cómo es posible que hayas tenido un mal día? -preguntó Lily-. Trabajas en el mundo de la moda.
Se oyeron unos golpes suaves en la puerta.
– Espera un momento, alguien llama a mi puerta. ¡Adelante! -indiqué en voz demasiado alta para tan reducido espacio.
Esperaba que una de mis compañeras de piso entrara para preguntar tímidamente si me había acordado de telefonear al casero para poner mi nombre en el contrato (no) o de comprar más platos de papel (no), o si había recogido algún mensaje telefónico (no), pero quien apareció fue Alex.
– Oye, ¿puedo llamarte más tarde? Acaba de llegar Alex.
Me alegraba de verlo, de recibir esa sorpresa, pero una parte de mí estaba impaciente por darse una ducha y meterse en la cama.
– Claro. Salúdale de mi parte. Y recuerda lo afortunada que eres por haber completado la escala con él, Andy. Es un tío genial. No lo dejes escapar.
– Como si no lo supiera. Es un auténtico cielo. -Sonreí mirando a Alex.
– Adiós.
– ¡Hola! -Me levanté y me dirigí hacia él-. ¡Qué sorpresa! -Hice ademán de abrazarle, pero retrocedió con los brazos ocultos detrás de la espalda-. ¿Qué ocurre?
– Nada. Sé que has tenido una semana muy dura y, conociéndote, he supuesto que no te habrías molestado aún en comer, así que te he traído la cena.
Por su espalda asomó una enorme bolsa marrón, la típica de los colmados de la vieja escuela, provista ya de aromáticas manchas de grasa. El hambre se apoderó de mí.
– ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo sabías que estaba aquí tumbada preguntándome de dónde iba a sacar la energía para salir a buscar comida? Estaba a punto de tirar la toalla.
– ¡Entonces, a comer!
Abrió la bolsa con satisfacción, pero nos dimos cuenta de que no cabíamos en el suelo de mi habitación. Barajé la posibilidad de trasladarnos a la sala, puesto que en la cocina no había mesa, pero Kendra y Shanti estaban hundidas en el sofá frente a la tele, con sus ensaladas de encargo intactas. Pensaba que estaban esperando a que terminara el episodio de Real World hasta que me di cuenta de que se habían dormido. Qué vidas las nuestras.
– Espera, tengo una idea -dijo Alex, y caminó hasta la cocina de puntillas.
Regresó con dos bolsas de basura que extendió sobre mi edredón azul. Introdujo la mano en la bolsa y sacó dos hamburguesas gigantes completas y una ración gigante de patatas fritas. Se había acordado del ketchup y la sal para mí, y hasta de las servilletas. Aplaudí de felicidad a pesar de que en ese momento me asaltó la imagen de Miranda, que me preguntaba con tono de decepción: «¿Te vas a comer esa hamburguesa?».
– Aún hay más. Mira esto. -De la bolsa salió un puñado de velitas de olor a vainilla, seguidas de una botella de vino tinto con tapón de rosca y dos tazas de papel.
– ¿Estás loco? -susurré, sin creerme aún que Alex hubiera organizado todo eso después de que yo anulara nuestra cita.
Me tendió una taza de vino y brindamos.
– No, no lo estoy. ¿Crees que iba a quedarme sin oír cómo ha sido el primer día del resto de tu vida? Brindo por mi mejor chica.
– Gracias -dije, y bebí lentamente-. Gracias, gracias, gracias.
– ¡Dios mío, es la directora de moda en persona! -bromeó Jill cuando abrí la puerta-. Acércate y deja que tu hermana mayor se arrodille.
– ¿Directora de moda? -bufé-. Más bien accidente de moda. Bienvenida a la civilización.
La abracé durante lo que parecieron diez minutos y todavía me resistía a soltarla. Había sido duro para mí que se fuera a estudiar a Stanford y me dejara sola con nuestros padres cuando yo apenas tenía nueve años, pero más me había costado aceptar que siguiera a su novio -ahora marido- a Houston. ¡Houston! Esa ciudad nadaba en humedad, estaba plagada de mosquitos y, por si eso fuera poco, mi hermana, mi sofisticada y hermosa hermana mayor, que amaba el arte neoclásico y te derretía el corazón cuando recitaba a Byron, había adquirido acento texano. Y no un acento de cadencia suave y sutil, sino un acento que te taladraba los oídos. Todavía no había perdonado a Kyle que la hubiera arrastrado hasta ese humedal, aunque fuera un cuñado bastante aceptable, y la cosa no mejoraba cuando abría la boca.
– Hola, Andy, cada vez que te veo estás más guapa -dijo con su típico acento texano-. ¿Qué os dan de comer en Runway ?
Sentí deseos de meterle una pelota de tenis en la boca para que cerrara el pico, pero me sonrió y me acerqué a darle un abrazo. Era cierto que hablaba como un paleto y sonreía en exceso, pero se esforzaba por ser amable y era evidente que adoraba a mi hermana. Me juré que procuraría no hacer muecas de dolor cuando hablara.
– Runway no es un lugar donde se preocupen demasiado por la comida. Tienen más afición por el agua. Tú también tienes muy buen aspecto, Kyle. Espero que mantengas a mi hermana ocupada en esa mísera ciudad.
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