Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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– Gracias, mamá. ¿Significa eso que estás lo bastante orgullosa para comprarme un apartamento, algunos muebles y un vestuario nuevo?

– Claro, claro -respondió, y me golpeó la coronilla con una revista mientras se dirigía al microondas para calentar dos tazas más. No había dicho que no, pero tampoco se había precipitado sobre el talonario.

Pasé el resto de la tarde enviando correos electrónicos a todas las personas que conocía para preguntarles si necesitaban compañera de piso o sabían de alguien que estuviera buscando una. Puse algunos anuncios y telefoneé a gente con la que hacía meses que no hablaba. Nada. Había decidido que mi única opción -si no quería instalarme de forma permanente en el sofá de Lily y acabar inevitablemente con nuestra amistad, o estrellarme en el de Alex, algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado-, era alquilar una habitación hasta conocer mejor la ciudad. Deseaba disponer de una habitación propia y, a ser posible, amueblada para no tener que preocuparme también de ese aspecto.

El teléfono sonó poco después de medianoche. Me abalancé sobre él y a punto estuve de caerme de la cama de mi niñez en el proceso. Una fotografía de Chris Evert, mi heroína de la infancia, enmarcada y firmada, sonreía desde la pared, debajo de un tablón que todavía contenía recortes de revista de Kirk Cameron, mi amor de la infancia. Sonreí al descolgar el auricular.

– Hola, campeona, soy Alex -dijo con ese tono que indicaba que algo había pasado. Imposible saber si se trataba de algo bueno o malo-. Acabo de recibir un mensaje electrónico de Claire MacMillan, una chica de Princeton, que está buscando compañera de piso. Creo que la conozco. Sale con Andrew y es muy normal. ¿Te interesa?

– Claro, ¿por qué no? ¿Tienes su teléfono?

– No, solo su dirección electrónica, pero te enviaré el mensaje y podrás ponerte en contacto con ella. Creo que te irá bien con Claire.

Envié un correo electrónico a Claire mientras terminaba de hablar con Alex y finalmente pude echarme a dormir. Tal vez, solo tal vez, esta posibilidad funcione.

Claire MacMillan: descartada. Su apartamento era oscuro y deprimente, se hallaba en una zona infernal y cuando llegué había un yonqui en el portal. Los demás no se quedaban atrás: una pareja que quería alquilar una habitación en su apartamento e insinuó que tenía que aguantar su constante y ruidosa actividad sexual; un pintor de treinta y pocos años con cuatro gatos y el deseo de tener más; una habitación sin ventana ni armario al final de un largo y oscuro pasillo, y un gay de veinte años en plena «etapa guarra», según sus palabras. Cada cuarto lúgubre que visité costaba más de mil dólares mensuales. Mi salario era de 32.500 dólares anuales. Aunque las matemáticas nunca habían sido mi fuerte, no hacía falta ser un genio para deducir que el alquiler iba a comerse más de 12.000 dólares al año. Para colmo, mis padres tenían intención de confiscarme la tarjeta de crédito para casos de urgencia porque ya era una «adulta». Genial.

Fue Lily quien me sacó del apuro después de tres días infructuosos. Dado que tenía un interés personal por sacarme de su sofá para siempre, envió mensajes electrónicos a todos sus conocidos. Por lo visto una compañera de su programa de doctorado de Columbia tenía una amiga que tenía una jefa que conocía a dos chicas que buscaban compañera de piso. Telefoneé y hablé con una joven muy simpática llamada Shanti, quien me contó que ella y su amiga Kendra buscaban a alguien para compartir su apartamento del Upper East Side, con derecho a un dormitorio minúsculo pero con ventana, armario e incluso una pared de ladrillos a la vista. Por ochocientos dólares al mes. Pregunté si el apartamento tenía cuarto de baño y cocina. Tenía ambas cosas (naturalmente, nada de lavavajillas, bañera o ascensor, pero no podía esperar una vida llena de lujos la primera vez que me emancipaba). Shanti y Kendra resultaron ser dos chicas indias dulces y tranquilas que acababan de licenciarse en la Universidad de Duke, trabajaban un montón de horas en bancos de inversión y me parecieron, ese primer día y los siguientes, imposibles de distinguir. Había encontrado un hogar.

Capítulo 4

Llevaba tres días durmiendo en mi nueva habitación y todavía me sentía como una extraña viviendo en un lugar extraño. El dormitorio era diminuto. Quizá algo más espacioso que el cobertizo del patio trasero de la casa de Avon, pero no mucho más. A diferencia de esas estancias que parecen más amplias una vez amuebladas, mi cuarto se había encogido a la mitad. Había contemplado el diminuto recuadro y decidido ingenuamente que medía casi como una habitación normal y que compraría el típico juego de dormitorio: una cama, una cómoda y tal vez un par de mesitas de noche. Fui con Lily en el coche de Alex a Ikea, la meca de los licenciados universitarios, y juntas escogimos un precioso juego de madera clara y una alfombra en tonos azul claro, azul oscuro, azul marino y añil. Al igual que la moda, la decoración no era mi fuerte; creo que Ikea se hallaba en su Etapa Azul. Compramos una funda nórdica con motas azules y el edredón más mullido de la tienda. Lily me instó a adquirir una de esas lámparas chinas de papel de arroz para la mesita de noche y escogí algunas fotos en blanco y negro enmarcadas para compensar el rojo áspero de mi celebrada pared de ladrillos. Así pues, mobiliario elegante e informal pero nada zen. Perfecto para mi primera habitación de adulta en la gran ciudad.

Perfecto hasta que llegó. Por lo visto contemplar una habitación no es lo mismo que medirla. Nada encajaba. Alex montó la cama, y cuando la empujó contra la pared de ladrillos (código de Manhattan para «pared inacabada») se comió todo el cuarto. Los repartidores tuvieron que volverse a Ikea con la cómoda de seis cajones, las adorables mesitas de noche y hasta el espejo de cuerpo entero. Sin embargo, antes ayudaron a Alex a levantar la cama para que yo pudiera deslizar la alfombra, de la que conseguí que asomaran algunos centímetros de azul. La lámpara de papel de arroz no tenía mesita de noche ni cómoda sobre la que descansar, así que la coloqué en el suelo, empotrada en los quince centímetros que separaban la estructura de la cama de la puerta corredera del armario. Y aunque probé con cinta adhesiva especial, clavos, tornillos, alambres, KrazyGlue y un montón de palabrotas, las fotos se negaban a permanecer colgadas de la pared de ladrillos. Tras casi tres horas de esfuerzos y nudillos pelados por el ladrillo, las puse sobre el alféizar de la ventana. Mejor así, pensé. De ese modo bloqueaban ligeramente la vista panorámica que de mi habitación tenía la vecina de enfrente. No obstante, nada de eso me importaba. Tampoco me importaba tener delante un patio en lugar de los rascacielos de la ciudad, ni la ausencia de cajones, ni que el armario fuera demasiado pequeño para meter un abrigo. Era mi habitación -la primera que podía decorar yo sola sin la intervención de padres ni compañeras de cuarto- y me encantaba.

La tarde del domingo anterior a mi primer día de trabajo, no hice otra cosa que angustiarme por lo que debía ponerme al día siguiente. Kendra, la más simpática de mis dos compañeras de piso, asomaba regularmente la cabeza y preguntaba si podía hacer algo por mí. Dado que ambas vestían trajes ultraconservadores para ir a trabajar, opté por rechazar su opinión. Me paseé arriba y abajo de la sala -cada recorrido se hacía en cinco zancadas- y finalmente me senté en el futón, delante de la tele. ¿Qué debía ponerme para mi primer día de trabajo con la directora más elegante de la revista de moda más elegante del momento? Había oído hablar de Prada (a las pocas pijas que llevaban mochila en Brown), de Louis Vuitton (porque mis dos abuelas portaban el bolso con las letras del logotipo sin darse cuenta de lo modernas que eran) e incluso de Gucci (¿quién no ha oído hablar de Gucci?). No obstante, no poseía ni una sola puntada de esas firmas y tampoco habría sabido qué hacer si todo el contenido de sus tiendas hubiera residido en mi diminuto armario. Regresé a mi habitación -o, mejor dicho, al colchón de pared a pared que llamaba mi habitación- y me desplomé en la enorme cama golpeándome el tobillo con el voluminoso armazón en el proceso. Mierda. ¿Y ahora qué?

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