Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Para decirlo de otro modo y sin tanta mitología: sentía que algo muy importante y también muy frágil había caído bajo mi responsabilidad, y sentía, improbablemente, que mis capacidades estaban a la altura del reto. No me sorprende ahora que haya tenido apenas una vaga noción de vivir en el mundo real durante esos días, pues mi memoria caprichosa los ha privado de todo significado o relevancia que no tenga relación con el embarazo de Aura.

El 31 de diciembre, de camino para una fiesta de Año Nuevo, Aura iba revisando la lista de nombres, una página amarilla de líneas horizontales rojas y doble margen verde, repleta de tachones y subrayados y comentarios marginales, que nos habíamos acostumbrado a llevar con nosotros y que sacábamos en esos tiempos muertos -las filas de un banco, las salas de espera, los célebres trancones de Bogotá- en que otros leen una revista o imaginan vidas ajenas o imaginan mejores versiones de sus propias vidas. De la larga columna de los candidatos habían sobrevivido pocos nombres, todos junto a la correspondiente anotación o prejuicio de la futura madre.

Martina (pero es nombre de tenista)

Carlota (pero es nombre de emperatriz)

Íbamos por la autopista hacia el norte, pasando por debajo del puente de la calle 100. Había un accidente más adelante y el tráfico se había detenido casi por completo. Nada de eso parecía importarle a Aura, metida como estaba en las consideraciones sobre el nombre de nuestra niña.

Sonó en alguna parte la sirena de una ambulancia; consulté los retrovisores, tratando de encontrar la licuadora de luces rojas que pide paso, que se abre camino, pero no vi nada. Fue entonces que Aura me dijo:

«¿Y qué tal Leticia? Creo que así se llamaba una bisabuela, o algo.»

Repetí el nombre una o dos veces, sus largas vocales, sus consonantes que mezclaban vulnerabilidad y firmeza.

«Leticia», dije. «Sí, me parece.»

De manera que yo era un hombre cambiado el primer día hábil del año, cuando llegué a los billares de la calle 14 y me encontré con Ricardo Laverde, y recuerdo muy bien que llevaba una sola emoción en el pecho: simpatía por él y por su esposa, la señora Elena Fritts, y un deseo intenso, más intenso de lo que nunca hubiera previsto, de que su encuentro durante las fiestas hubiera tenido las mejores consecuencias. Ya había comenzado su chico, de manera que yo formé otro grupo, en otra mesa, y comencé a jugar por mi cuenta. Laverde no me miraba; me trataba como si nos hubiéramos visto la noche anterior. En algún momento de la tarde, pensé, los demás clientes se irían dispersando, y los mismos de siempre terminaríamos la tarde como en un baile de sillas. Ricardo Laverde y yo nos encontraríamos, jugaríamos un rato y luego, con algo de suerte, reanudaríamos la conversación de antes de Navidad. Pero no fue así. Cuando terminó de jugar lo vi devolver el taco a la rejilla, lo vi comenzar a caminar hacia la salida, lo vi arrepentirse, lo vi acercarse a la mesa donde yo terminaba de tacar. A pesar del sudor profuso de su frente, a pesar del cansancio que bañaba su rostro, no hubo en su saludo nada que me causara preocupación.

«Feliz año», me dijo desde lejos, «¿cómo lo trataron las fiestas?». Pero no me dejó contestarle, o bien de alguna manera interrumpió mi respuesta, o hubo algo en su tono o en sus ademanes que me hizo pensar que su pregunta era retórica, una de esas cortesías vacuas que hay siempre entre bogotanos y que no esperan una contestación meditada o sincera.

Laverde se sacó del bolsillo un cassette negro de apariencia anticuada, cuya única identificación era una etiqueta de color naranja y, en la etiqueta, la palabra BASF. Me lo mostró sin separar demasiado el brazo del cuerpo, como alguien que ofrece una mercancía ilegal, unas esmeraldas en la plaza, una papeleta de droga junto a los juzgados penales.

«Oiga, Yammara, tengo que oír esto», me dijo. «¿Usted no sabe quién me puede prestar un aparato?»

«¿Don José no tiene una grabadora?»

«No, no tiene nada», dijo. «Y a mí esto me urge.» Le dio dos golpecitos a la carcasa plástica del cassette. «Y además es privado.»

«Bueno», dije. «Hay un sitio a dos cuadras, nada se pierde con pedir.»

Estaba pensando en la Casa de Poesía, la vieja residencia del poeta José Asunción Silva, ahora convertida en un centro cultural donde se hacían lecturas y talleres. Yo solía frecuentar ese lugar; lo había hecho durante toda la carrera. Uno de sus salones era un lugar único en Bogotá: allí, los letraheridos de todas las calañas iban a sentarse en sofás de cuero mullido, junto a equipos de sonido de una cierta modernidad, y escuchaban hasta cansarse grabaciones ya legendarias: Borges en la voz de Borges, García Márquez en la voz de García Márquez, León de Greiff en la voz de León de Greiff. Silva y su obra estaban en boca de todos por esos días, pues en este 1996 que comenzaba se iban a conmemorar los cien años de su suicidio. «Este año», había leído yo en la columna de opinión de un reconocido periodista, «se le harán estatuas en toda la ciudad, y todos los políticos se van a llenar la boca con su nombre, y todo el mundo va a ir por ahí recitando el Nocturno, y todos van a llevarle flores a la Casa de Poesía. Y a Silva, esté donde esté, le parecerá curioso: esta sociedad pacata que tanto lo humilló, que lo señaló con el dedo cada vez que pudo, rindiéndole ahora homenajes como si se tratara de un jefe de Estado.

A la clase dirigente de nuestro país, farsante y embustera, siempre le ha gustado apropiarse de la cultura. Y así va a pasar con Silva: se van a apropiar de su memoria. Y sus lectores de verdad pasarán todo el año preguntándose por qué carajos no lo dejarán en paz». No es imposible que haya tenido esa columna en mente (en alguna parte oscura de la mente, al fondo, muy al fondo, en el archivo de las cosas inútiles) al momento de escoger ese lugar, y no otro cualquiera, para llevar a Laverde.

Caminamos las dos cuadras sin decir palabra, con la mirada en el cemento roto de la acera o en los cerros de color verde oscuro que se levantaban a lo lejos, erizados de eucaliptos y también de postes de teléfono como las escamas de un monstruo de Gila. Al llegar a la puerta de entrada y subir los peldaños de piedra, Laverde me dejó entrar primero: nunca había estado en un lugar semejante, y actuaba con los recelos, las suspicacias, de un animal en un ambiente peligroso.

En la sala de los sofás quedaban dos estudiantes de colegio, una pareja de adolescentes que escuchaban la misma grabación y cada cierto tiempo se miraban y se reían con una risa obscena, y un hombre de traje y corbata, con un maletín de cuero desteñido sobre sus piernas, que roncaba sin pudor. Le expliqué la situación a la encargada, una mujer acostumbrada sin duda a exotismos mayores, y ella me escrutó con sus ojos achinados, pareció reconocerme o identificarme con el usuario de tantas otras veces, y extendió una mano.

«A ver, muestre pues», dijo sin entusiasmo. «Qué es lo que quieren poner.»

Laverde le entregó el cassette como quien rinde las armas, y cuando lo hizo fueron visibles sus dedos manchados con el azul de la tiza del billar. Se fue a sentar, sumiso como yo nunca lo había visto, al sillón que la mujer le indicó; se puso los audífonos, se recostó y cerró los ojos. Mientras tanto, yo buscaba en qué ocupar los minutos de la espera, y mi mano escogió los poemas de Silva como hubiera podido escoger cualquier otra grabación (habré cedido a la superstición de los aniversarios). Me senté en mi sillón, cogí los audífonos que me correspondían, me los acomodé con esa sensación de ponerme más allá o más acá de la vida real, de comenzar a vivir en otra dimensión. Y cuando empezó a sonar el Nocturno, cuando una voz que no supe identificar -un barítono que rozaba el melodrama- leyó ese primer verso que todo colombiano ha dicho en voz alta alguna vez, me di cuenta de que Ricardo Laverde estaba llorando. Una noche toda llena de perfumes, decía el barítono sobre un fondo de piano, y a pocos pasos de mí Ricardo Laverde, que no estaba oyendo los versos que oía yo, se pasaba el dorso de la mano por los ojos, luego la manga entera, De murmullos y de música de alas. Los hombros de Ricardo Laverde comenzaron a sacudirse; bajó la cabeza, juntó las manos como quien reza. Y tu sombra, fina y lánguida, decía Silva en la voz del barítono melodramático, Y mi sombra, por los rayos de la luna proyectada.

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