Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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No había tristeza en sus palabras, sino irritación o más bien enfado, el enfado de quien ha sufrido un engaño por desatención o negligencia, sí, eso era, el enfado de quien se ha dejado embaucar.

«He estado acordándome de algo», dijo entonces. «Yo tenía catorce o quince años, estábamos a punto de irnos de México. Era un viernes, día de colegio, y yo decidí dejarme llevar por unas amigas que no estaban muy de ánimo para la geografía o las matemáticas. íbamos cruzando un parque, era el parque San Lorenzo, el nombre no importa. Y entonces vi a un señor muy parecido a mi papá, pero en un carro que no era el de mi papá. Paró en la esquina, mirando hacia la avenida, y entonces se montó al carro una señora muy parecida a mi mamá, pero vestida con ropas que no eran de mi mamá y con el pelo rojo que mi mamá no tenía. Eso pasaba del otro lado del parque, la única opción que tenían era dar la curva muy despacio y pasar por delante de donde estábamos nosotras. Yo no sé en qué estaba pensando cuando les hice señas de que pararan, pero es que la impresión del parecido era demasiado fuerte. Así que ellos pararon, yo en el andén y el carro en la calle, y de cerca me di cuenta inmediatamente de que eran ellos, eran papá y mamá. Y les sonreí, les pregunté qué pasaba, y ahí comenzó el miedo: ellos me miraron y me hablaron como si no me conocieran, como si nunca me hubieran visto. Como si yo fuera una de mis amigas.

Luego he entendido que estaban jugando. Un marido que se encuentra en la calle con una puta cara. Estaban jugando y no podían dejar que yo dañara el juego.

Y esa noche, todo normal: comimos en familia, vimos televisión, todo. No dijeron nada.

Yo estuve unos días pensando en lo que había pasado, pensando sin entenderlo y sintiendo algo que no había sentido nunca, sintiendo miedo, pero miedo de qué, ¿no es absurdo?»

Tomó una bocanada de aire (sus labios apretados sobre los dientes) y susurró:

«Y ahora yo voy a tener un hijo. Y no sé si estoy lista, Antonio. No sé si estoy lista».

«Yo creo que sí», le dije yo.

También lo mío fue un susurro, según lo recuerdo. Y luego vino otro: «Trae todo», le dije. «Estamos listos.» Por todo comentario, Aura empezó a llorar con un llanto callado pero sostenido que sólo cesó con el sueño.

El de 1995 fue un final de año típicamente sabanero, con ese cielo azul intenso que se ve en las tierras altas de los Andes, con esas madrugadas en que la temperatura suele bajar de los cero grados y el aire seco llega a quemar los cafetales, y en cambio el resto del día es soleado y caluroso y la luz es tan clara que uno termina con la piel enrojecida en la nuca y en los pómulos.

Durante ese tiempo me dediqué a Aura con la constancia -no: la monomanía- de un adolescente. Los días los pasábamos caminando por recomendación del médico y dando largas siestas (ella), leyendo lamentables trabajos de investigación (yo) o viendo en casa películas piratas que se anticipaban en varios días a los estrenos de la exigua cartelera (ambos). Por las noches Aura me acompañaba a las novenas que daban mis familiares o mis amigos, y bailábamos y tomábamos cerveza sin alcohol y encendíamos rodachinas y volcanes de pólvora, y lanzábamos voladores que estallaban con estrépitos de colores en el amarillento cielo nocturno de la ciudad, esa oscuridad que nunca es perfecta. Y nunca, nunca me pregunté qué estaría haciendo en el mismo instante Ricardo Laverde, si también él rezaría las novenas, si también habría pólvora en ellas y si él lanzaría voladores o encendería rodachinas, y si lo haría solo o en qué compañía.

La mañana que siguió a una de esas novenas, una mañana nublada y oscura, Aura y yo tuvimos nuestra primera ecografía. Aura había estado a punto de cancelarla, y lo habría hecho si ello no hubiera implicado esperar veinte días más para tener noticias de la criatura, con los riesgos que eso implica. Pues no era una mañana como cualquiera, no era un 21 de diciembre como cualquier otro 21 de diciembre de cualquier otro año: desde primeras horas de la madrugada las emisoras y los periódicos nos habían contado que el vuelo 965 de American Airlines, proveniente de Miami y con destino final en el aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón de la ciudad de Cali, se había estrellado la noche anterior contra la ladera oeste de la montaña El Diluvio.

Llevaba ciento cincuenta y cinco pasajeros a bordo, muchos de los cuales ni siquiera iban a Cali, sino que pretendían tomar en conexión el último vuelo de la noche hacia Bogotá. Al momento de la noticia se habían contabilizado sólo cuatro sobrevivientes, todos con heridas graves, y no se superaría esa cifra. Yo supe de los infaltables detalles -que el avión era un 757, que la noche era limpia y estrellada, que comenzaba a hablarse de un error humano- por la noticia que se anunció en todas las emisoras. Lamenté el accidente, sentí toda la simpatía de que soy capaz por la gente que esperaba a sus familiares para pasar con ellos las fiestas, o la que, en su silla del avión, comprende de un momento al otro que no llegará, que está viviendo sus últimos segundos. Pero fue una simpatía efímera y distraída, y de seguro se había extinguido cuando entramos al cubículo estrecho donde Aura, acostada sin camisa, y yo, de pie junto a la pantalla, recibimos la noticia de que tendríamos una niña y de que esa niña, que en aquel instante medía siete milímetros, gozaba de perfecta salud. En la pantalla negra había una suerte de universo luminoso, de confusa constelación en movimiento donde, nos decía la mujer de la bata blanca, estaba nuestra niña: esa isla en el mar -cada uno de sus siete milímetros- era ella. Bajo el resplandor eléctrico de la pantalla vi a Aura sonreír, y esa sonrisa, mucho me temo, no se me olvidará mientras viva. Luego la vi llevarse un dedo al vientre para untárselo con el gel azul que había usado la enfermera. Y luego la vi llevarse el dedo a la nariz, para olerlo y clasificarlo según las reglas de su mundo, y ver aquello fue absurdamente satisfactorio, como una moneda encontrada por la calle.

No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde allí, durante la ecografía, cuando Aura y yo escuchamos, perfectamente estupefactos, el sonido de un corazón demasiado acelerado. No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde después, mientras Aura y yo anotábamos nombres de mujer en el mismo sobre blanco de hospital en que nos habían entregado el informe escrito de la ecografía. No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde al leer en voz alta ese informe, al enterarnos de que nuestra niña estaba en posición intrauterina fúndica y su forma era regular oval, palabras que a Aura le sacaron violentas carcajadas en mitad del restaurante.

No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde ni siquiera al hacer el inventario mental de todos los padres de niñas que conocía, un poco para averiguar si el nacimiento de una niña tiene algún efecto predecible en la gente, o para comenzar la búsqueda de consejeros o posibles apoyos, como si intuyera desde ya que lo que se me venía encima era la experiencia más intensa, más misteriosa, más impredecible que me tocaría vivir. En realidad, no recuerdo con certeza qué pensamientos pasaron por mi cabeza ese día o los días que siguieron -mientras el mundo hacía el tránsito lento y perezoso entre un año y el siguiente- como no fueran los de mi próxima paternidad. Yo estaba esperando una niña, a mis veintiséis años estaba esperando una niña, y ante el vértigo de mi juventud sólo se me ocurría pensar en mi padre, que a mi edad ya nos había tenido a mí y a mi hermana, y eso que mi madre y él habían comenzado con la pérdida de su primer embarazo. Yo no sabía aún que un viejo novelista polaco había hablado mucho tiempo atrás de la línea de sombra, ese momento en que un hombre joven se convierte en dueño de su propia vida, pero eso era lo que sentía mientras mi niña crecía en el vientre de Aura: sentía que estaba a punto de transformarse en una criatura nueva y desconocida cuyo rostro no alcanzaba a ver, cuyos poderes no podía medir, y sentía también que después de la metamorfosis no habría vuelta atrás.

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