Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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«Iragorri se sentó ahí el día que vino», dijo ella. Señaló el sillón que no estábamos ocupando, el más próximo al equipo de sonido del cual ya no salía ningún ruido. «Sólo se quedó a almorzar. No me pidió que le contara nada a cambio. Ni que le mostrara los papeles de mi familia. Ni se acostó conmigo, eso mucho menos.» Bajé la mirada, intuí que ella hacía lo mismo. Y Maya añadió:

«La verdad es que usted es un abusivo, mi querido amigo».

«Perdón», dije.

«No sé cómo no se muere de vergüenza.» Maya sonrió: en la luz azul del amanecer vi su sonrisa. «El caso es que me acuerdo perfecto, estaba ahí sentado y nos acababan de traer un jugo de lulo, porque Iragorri era abstemio, y le había puesto una cucharadita de azúcar y estaba revolviéndolo así, despacio, cuando llegamos a lo del cajero electrónico. Entonces me dijo que claro, claro que le había prestado la plata a mi papá, pero que a él esa plata no le sobraba. Así que le dijo mire, Ricardo, no se ofenda, pero le tengo que preguntar cómo va a hacer para pagarme. Cuándo me va a pagar, y cómo va a hacer. Y ahí fue que mi papá, siempre según la versión de Iragorri, le dijo: Ah, por eso no se preocupe. Yo acabo de hacer un trabajo y me va a entrar buena plata. Se lo voy a pagar todo y con intereses.»

Maya se puso de pie, dio un par de pasos hacia la mesita rústica donde estaba su pequeño equipo de sonido y puso a retroceder la cinta. El silencio se llenó con ese susurro mecánico, monótono como una corriente de agua. «Esa frase es como un hueco, por ahí se va todo», dijo Maya. «Acabo de hacer un trabajo, le dijo mi papá a Iragorri, y me va a entrar buena plata. Son poquitas palabras, pero viera lo que joden.»

«Porque no sabemos.»

«Exacto», dijo Maya. «Porque no sabemos. Iragorri no me lo preguntó al principio, tuvo la delicadeza o la timidez, pero al final no se aguantó. ¿Qué trabajo sería, señorita Fritts? Me parece verlo ahí, mirando para otra parte. ¿Ve ese mueble, Antonio?» Maya señaló una estructura de mimbre de cuatro anaqueles. «¿Ve los precolombinos de arriba?» Eran un hombrecito sentado con las piernas cruzadas y un falo enorme; a su lado, dos vasijas con cabeza y una barriga prominente. «Iragorri clavó allá los ojos, bien lejos de los míos, no me podía mirar para decirme lo que me dijo, no se atrevía. Y lo que me dijo fue: ¿Y su papá no estaría metido en cosas raras? ¿Raras como qué?, le pregunté. Y él, todo el tiempo mirando hacia allá, mirando los precolombinos, se puso colorado como un niño y me dijo bueno, no sé, no importa, ya qué importa. ¿Y sabe qué, Antonio? Eso mismo pienso yo: ya qué importa.»

El susurro del equipo de sonido se detuvo entonces. «¿Volvemos a oírla?», dijo Maya. Su dedo oprimió un botón, los pilotos muertos comenzaron de nuevo a conversar en la noche remota, en medio del cielo nocturno, a treinta mil pies de altura, y Maya Fritts volvió a mi lado y me puso una mano en la pierna y recostó su cabeza en mi hombro y me llegó el olor de su pelo donde todavía podía sentirse la lluvia del día anterior. No era un olor limpio, sino pasado por la transpiración y por el sueño, pero me gustó, me sentí cómodo en él.

«Tengo que irme», le dije entonces.

«¿Seguro?»

«Seguro.»

Me puse de pie, miré por la ventana grande. Afuera, tras los farallones, se asomaba la mancha blanca del sol.

Hay una sola ruta directa entre La Dorada y Bogotá, una sola forma de hacer el trayecto sin rodeos ni demoras innecesarias. Es la que toma por fuerza todo el transporte, el de pasajeros y el de la mercancía también, pues para esas empresas resulta vital cubrir la distancia en el menor tiempo posible, y es por eso mismo que un percance en la única vía suele ser muy dañino. Se toma hacia el sur la recta que bordea el río y se llega a Honda, el puerto al que llegaban los viajeros cuando no había aviones que sobrevolaran los Andes. Desde Londres, desde Nueva York, desde La Habana, desde Colón o Barranquilla, se llegaba por mar a la desembocadura del Magdalena, y allí se cambiaba de barco o a veces se continuaba el viaje en el mismo. Eran largos días de navegación río arriba en vapores cansados que en época de sequía, cuando el agua descendía tanto que el lecho del río emergía como una boya, quedaban atascados en la ribera entre cocodrilos y lanchas de pescadores. Desde Honda cada viajero iba a Bogotá como podía, a lomo de mula o en ferrocarril o en carro privado, dependiendo de la época y de los recursos, y ese último tramo podía durar también lo suyo, desde unas cuantas horas hasta unos cuantos días, pues no es fácil pasar, en poco más de cien kilómetros, del nivel del mar a los dos mil seiscientos metros de altura donde se apoya esta ciudad de cielos grises.

En mis años de vida nadie ha sabido explicarme de manera convincente, más allá de banales causas históricas, por qué un país escoge como capital a su ciudad más remota y escondida. Los bogotanos no tenemos la culpa de ser cerrados y fríos y distantes, porque así es nuestra ciudad, ni se nos puede culpar por recibir con desconfianza a los extraños, pues no estamos acostumbrados a ellos. Yo, desde luego, no puedo culpar a Maya Fritts por haberse ido de Bogotá cuando tuvo la oportunidad, y más de una vez me he preguntado cuánta gente de mi generación habrá hecho lo mismo, escapar, ya no a un pueblito de tierra caliente como Maya, sino a Lima o Buenos Aires, a Nueva York o México, a Miami o Madrid. Colombia no produce escapados, eso es verdad, pero un día me gustaría saber cuántos de ellos nacieron como yo y como Maya a principios de los años setenta, cuántos como Maya o como yo tuvieron una niñez pacífica o protegida o por lo menos imperturbada, cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra, o por lo menos no una guerra convencional, si es que semejante cosa existe.

Eso me gustaría saber, cuántos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuántos sintieron al salvarse que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada.

Yo os contaré que un día vi arder entre la noche / una loca ciudad soberbia y populosa, dice un poema de Aurelio Arturo. Yo, sin mover los párpados, la miré desplomarse, / caer, cual bajo un casco un pétalo de rosa.

Arturo lo publicó en 1929: no tenía forma de saber lo que le sucedería después a la ciudad de su sueño, la forma en que Bogotá se adaptaría a sus versos, entrando en ellos y llenando sus resquicios, como el hierro se adapta al molde, sí, como el hierro fundido llena siempre el molde que le ha tocado.

Ardía como un muslo entre selvas de incendio, y caían las cúpulas y caían los muros sobre las voces queridas tal como sobre espejos amplios… ¡diez mil chillidos de resplandores puros!

Las voces queridas. En ellas pensaba ese lunes extraño, cuando, después del fin de semana en casa de Maya Fritts, me encontré llegando a Bogotá por el occidente, pasando por debajo de los aviones que despegaban del aeropuerto El Dorado, pasando por encima del río, y subiendo luego por la calle 26. Eran poco más de las diez de la mañana y el trayecto había transcurrido sin percances, ni derrumbes ni trancones ni accidentes que me retuvieran en esa carretera tan estrecha por momentos que los vehículos tienen que tomar turnos para pasar. Yo iba pensando en todo lo que había escuchado en el fin de semana y en la mujer que me lo había contado, y también en lo que había visto en la Hacienda Nápoles, cuyas cúpulas y cuyos muros también habían caído, y también, por supuesto, iba pensando en el poema de Arturo y en mi familia, en mi familia y el poema de Arturo, en mi ciudad y el poema y mi familia, las voces queridas del poema, la voz de Aura y la voz de Leticia, que habían llenado mis últimos años, que en más de un sentido me habían rescatado.

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